Richard Ford: el periodista deportivo se despide de ustedes
‘Sé mía’ culmina la saga de novelas que han retratado EEUU a través de un personaje tan lúcido como entrañable
Frank Bascombe se ha ido. Y esta vez parece que para siempre. Su creador, Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944), estuvo la semana pasada en Madrid presentando su última novela, Sé mía (Anagrama), que finaliza la saga dedicada a uno de los mejores personajes de la literatura estadounidense de los últimos 30 o 40 años.
Premio Princesa de Asturias y Pulitzer, Ford acaba de cumplir 80 años y anda ya más bien de vuelta de todo. Suena un poco cascarrabias, siempre de fondo una rajada bastante convencional de Trump y demás derivas de lo que una vez fue su Estados Unidos. Mucha nostalgia.
Malos tiempos para los mavericks de la vieja escuela. Richard Ford es un ejemplo casi paradigmático del estadounidense irreductible, de una rabiosa independencia forjada en una de esas biografías que a este lado del Atlántico nos resulta tan pintoresca.
Creció en el sur profundo, bajo la influencia de su abuelo exboxeador y dueño de un hotel, y trabajó como asistente de maquinista de locomotoras antes de licenciarse en Lengua Inglesa, toda una paradoja dada su dislexia, que le lleva a leer muy despacio (aunque sin parar). Una historia genuinamente americana.
Tras un breve y no muy satisfactorio paso por la enseñanza en Secundaria, se alistó en los marines, pero una hepatitis lo libró de Vietnam. Probó en la facultad de Derecho, se aburrió y decidió dedicarse a la literatura, vía máster universitario. Allí esas cosas funcionan.
Frank Bascombe
Aunque hay que perseverar. Sus primeros libros obtenían buenas críticas, pero no se vendían, así que tuvo que dedicarse al periodismo. Pobre. Lo hizo en una revista neoyorquina de deportes, donde hacía largos reportajes de aliento literario y bien pagados. Qué tiempos… Tampoco tan distintos: la revista cerró.
Se desquitó escribiendo El periodista deportivo, una ficción sobre un tema que conocía bien: un novelista fracasado devenido en periodista deportivo. Le sumó el trauma de la muerte de un hijo (Ford no ha tenido descendencia). El protagonista se llamaba Frank Bascombe y se hacía tan entrañable e interesante pese a lo supuestamente prosaico de su peripecia que el lector se sorprendía considerándolo antes o después un buen amigo, el punto y final con un regusto a despedida soluble.
Todos los medios saludaron el advenimiento de Ford al parnaso novelístico americano e incluso fue finalista del PEN/Faulkner. Tenía 42 años. La colección de cuentos Rock Springs confirmó el éxito, después hubo algún pinchazo, y en 1995 llegó el gran pelotazo: El Día de la Independencia.
La continuación de la peripecia vital de Frank, en este caso atravesada por un maravilloso on the road con su hijo adolescente, fue saludada por la prensa especializada como un capítulo más de la Gran Novela Americana, el título oficioso que recibe la narrativa capaz de captar el tuétano del espíritu estadounidense en una determinada época. Un hito generacional. Arrasó en los premios PEN/Faulkner y Pulitzer, y el gran público se volcó, catapultando a Richard Ford al Parnaso americano para siempre.
Encadenado a un personaje
Siguieron obras menores, algunas de tanta calidad como Canadá, pero como ya le pasó en su tiempo a todo un Scott Fitzgerald con El Gran Gatsby, Ford estaba inevitablemente encadenado a la genialidad de Frank Bascombe. Además, él tuvo el detalle de no matarlo a las primeras de cambio, con lo que siguieron un par de continuaciones –Acción de Gracias (2006) y Francamente, Frank (2014)- que, sin llegar a aquel nivel sublime, mantuvieron nuestra relación con el personaje, hasta convertirlo en un viejo amigo.
Ford y Frank fueron cumpliendo años y, al borde de la octava década, llegó la despedida. Sé mía, que ahora llega ahora en español, nos muestra un Frank más reflexivo que nunca: «Últimamente, me ha dado por pensar en la felicidad más que antes (…) ahora que me acerco a mi asignación bíblica estipulada (nací en 1945 [un año después que el autor]) ya no es un tema que pueda pasar por alto».
El libro arranca a principios de 2020, justo antes de la pandemia, y Frank hace balance de su vida: «Una sucesión gradual de acontecimientos, a veces inadvertida, a través del tiempo, en la que no ha ocurrido nada grandioso, pero tampoco nada insuperable, y en general todo ha ido bastante bien. La dolorosa muerte de mi primer hijo varón (tengo otro). El divorcio (¡dos veces!). He tenido cáncer, mis padres han muerto (…) Sin embargo, nada me ha hundido hasta el fondo, por lo que concederme un merecido retiro me pareció una buena idea».
Una épica aparentemente pequeña que alcanza una hondura muy particular, siempre trufada de ironía y una descomunal capacidad de observación. Como dijo Sam Sacks en su reseña para el Wall Street Journal, en manos de Ford, «los clichés se convierten en koans».
Nostalgia
Jubilado y satisfecho, Frank se entretiene con un trabajo a tiempo parcial en House Whisperers, una «inmobiliaria boutique» en Haddam, su paraíso burgués de Nueva Jersey. La nostalgia matiza el descanso del guerrero: «En mi edificio sombreado de Wilson Lane, la vieja atmósfera de los auténticos residentes ha desaparecido -como muchos vecindarios cercanos de toda la zona- y ha dejado la puerta entreabierta a los propietarios absentistas, a las empresas de capital privado, a los airbnbs y a los apartamentos para ejecutivos».
Permanece, pues, el toque testimonial, esa caricia lúcida al zeitgeist como de pasada. Pero la aventura (¡estamos en una novela americana!), llama de nuevo a la puerta. Su hijo Paul, compañero adolescente en los inicios y ahora cuarentón loser –una de esas «presencias acuosas en la periferia de tu campo de visión y del de todos los demás»-, padece ELA, una enfermedad degenerativa que disminuye sus capacidades paulatinamente.
Por supuesto, Frank se pone on the road. El coche, sustituto natural del caballo, es el terapeuta natural del estadounidense. Apuradas las opciones en la clínica Mayo de Minnesota, se impone una última cabalgada. El destino esta vez no puede ser más americano, con el punto kitsch tan caro al humor cáustico de ambos (Paul es un digno heredero): el monte Rushmore en Dakota del Sur, ese de las caras de los presidentes esculpidas a tamaño colosal. Por el camino se aparecen tesoros como «el único Palacio de Maíz del mundo», prodigio del Oeste profundo, con «elementos propios de Paul: inanidad autoconsciente, contenido sexual latente y una chabacanería propia de ‘la vida en Estados Unidos’. Una vez más, es difícil de predecir…, lo cual puede ser bueno».
Suave existencialismo
El suave existencialismo de Frank, esa tan particular voz en primerísima persona, nos acompaña por una América cansada que se niega a entrar dócilmente en esa buena noche oscura. La sentimos apagarse poco a poco, con destellos tan brillantes como el encanto afilado de un personaje que ya se nos ha hecho más real que la vida misma.
Cierto que Sé mía no llegar a las cumbres de El Día de la Independencia, pero su lectura merece la pena. John Williams resumió en The Washington Post la oportunidad, aunque nos entristezca, de la despedida: «Hay más una sensación de rendimiento decreciente con Frank. Incluso la buena compañía puede empezar a desgastarse. Aun así, me alegré de estar con él nuevamente».
Pues eso. Gracias Frank. Gracias, Richard Ford. Ha sido un placer.