La «manada» digital
La chica relató en el juicio que las imágenes empezaron a aparecer en numerosas páginas pornográficas
Sin saber muy bien por qué, hay casos que se convierten en mediáticos y otros pasan desapercibidos pese a su indudable trascendencia. Me refiero al juicio de la ya bautizada con poca originalidad «manada digital», que estos días se celebra en Oviedo, y que prácticamente solo ha recibido atención por parte de la prensa local .
Hay varios factores que contribuyen a restar notoriedad al asunto. El primero es que los hechos se remontan a 2010, sólo un año después de que se comercializara el primer Iphone. ¿Y se juzga ahora, transcurridos catorce años?, se preguntarán. Pero si ni las personas, ni las circunstancias ni siquiera los convencionalismos sociales son iguales hoy que entonces. Ya, pero es una de las condenas a las que estamos sometidos por la lentitud de nuestra justicia.
Vayamos por partes. Habrá muchos que no sepan a qué nos referimos con la «manada digital» o, más localmente, la «manada de San Timoteo». Aquel agosto de 2010, se celebraban en la localidad asturiana de Luarca las fiestas del patrón, lo que en Asturias se conoce muy gráficamente como fiestas de «prao». Hasta el lugar se habían desplazado jóvenes de la próxima localidad de Navia, a unos 18 kilómetros.
No sabemos si entre ellos se encontraba la pareja protagonista de esta historia, llena de lagunas, o se conocieron allí. El caso es que ya avanzada la juerga, los dos jóvenes decidieron apartarse un poco del jolgorio central en busca de un lugar más íntimo donde mantener relaciones sexuales. No debieron apartarse lo suficiente, porque alguien -aún hoy se ignora quién- decidió acercarse y grabar la escena sin que los chicos se percataran. Entonces aún no estaban tan extendidas este tipo de violaciones de la intimidad por lo que no era necesario tomar tantas precauciones. Hoy, desgraciadamente, hubieran tenido que ser más desconfiados.
¿Dónde está la manada?, se preguntarán. La manada vino después, días, semanas, meses, años después. Y no dejó de venir. Vino en forma digital con la difusión masiva de aquellas imágenes, que se iban abriendo nuevos caminos según adquirían protagonismo las redes como Whatsapp, que no se popularizaría hasta 2012.
Una tortura, un infierno, dicen las víctimas que han vivido desde entonces. La chica relató en el juicio que las imágenes empezaron a aparecer en numerosas páginas pornográficas, que fueron distribuidas por el pueblo, donde aún la señalan. El chico decidió poner distancia y emigrar. Ahora vive en Alemania y, siendo un testigo esencial, ni siquiera se ha presentado en el proceso, con lo que se el juicio corre el riesgo de anularse o repetirse, con el trastorno que eso supondría.
Los acusados sí acudieron. Desde el extranjero, desde Canarias, desde varios lugares de la Península. En total, treinta inculpados, de ahí lo de la manada. Todos acusados de distribuir las imágenes. Como ya se ha dicho, se ignora quién es el más culpable de todos, el que las grabó. Veinticinco han decidido declararse culpables sin más motivo que poner fin a este suplicio. Muchos, cuando compartieron el vídeo, hace ya unos diez años, eran incautos adolescentes y ahora son honrados padres de familia y reputados profesionales a los que persigue un pecado de juventud.
El fiscal ha pedido dos años y medio de cárcel para ellos. Las penas por distribución de este tipo de contenidos las endureció en 2015 el entonces ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, tras la alarma creada por dos casos que tuvieron gran repercusión. El de Olvido Hormigos en 2012, una concejala que grabó un vídeo sexual para su amante, quien, despechado, tras ser abandonado, lo repartió por el pueblo. Y el de la trabajadora de Iveco, que acabó suicidándose después de que un compañero distribuyera un vídeo íntimo de ella entre el resto de la plantilla.
El caso de la «manada» digital que ahora se juzga en Oviedo pone de relieve varios aspectos preocupantes. El daño que puede causar a víctimas y acusados la exasperante lentitud de la justicia. Que es demasiado fácil compartir contenido en las redes, sin una pantalla previa que nos advierta de las consecuencias que puede tener la difusión masiva de imágenes. Y, sobre todo, que, por mucho que dispongamos de una tecnología sofisticada, seguimos siendo unos cotillas inconscientes del daño que causamos aireando la vida de los demás.