El canto de la víctima
La confrontación exige víctimas, reales o simbólicas, para poder ser superada: exige la sangre inocente
En el origen, tragedia quería decir «canto del chivo expiatorio», canto de la víctima, y hacía referencia a la salmodia que se solía interpretar durante el sacrificio, también cuando los sacrificios eran con humanos: pensemos en el sacrificio de Ifigenia. Como ella, la víctima tenía que ser necesariamente inocente, pues era la inocencia lo que se sacrificaba en el altar. Girard diría que la muerte de un inocente provoca culpa, y esa culpa se reparte entre todos los asistentes al sacrificio; comulgan con la culpa como después comulgarán con la carne de la víctima. Volvamos a Ifigenia: las naves griegas están a punto de emprender el viaje a Troya, pero no hay viento. El sacerdote Calcas cree que hay que sacrificar a Ifigenia, la hija del rey de reyes, para apiadar a los dioses. Es posible que tras la degollación de la muchacha en el altar, los griegos se repartieran su cuerpo en pequeños trozos, que curiosamente recibían el nombre de hostias. Concluida la ceremonia sacrificial, los vientos empezaron a soplar y la armada griega emprendió al viaje a Troya, ya sin los conflictos y los cismas que estaba provocando entre ellos la ausencia de viento.
Centrados en la dialéctica del sacrificio, el instante más trágico es el de la soledad de la víctima antes de morir: la soledad de Ifigenia ante el cuchillo de Calcas, la soledad ante un absurdo de proporciones desmedidas, ante una inmensa arbitrariedad. Girard decía que el cristianismo había supuesto una innovación civilizacional porque en el ritual de la misa se simbolizaba el sacrificio en lugar de llevarlo a cabo materialmente. ¿Pero eso no lo hacían ya los griegos a través de la tragedia, donde se representaba teatralmente el sacrificio humano en lugar de ejecutarlo realmente? A través de la alquimia del género trágico, el sacrificio se convierte en una representación teatral de hondo calado moral, estético y filosófico.
En el teatro griego, el público acompañaba en su suerte a Ifigenia, a Antígona, a Orestes, a Casandra, a Agamenón, a Medea y sus hijos, dejándose llevar por toda suerte de emociones y entregándose en cuerpo y alma a lo que estaba viendo y escuchando. Cuentan que en las primeras representaciones teatrales que se llevaron a cabo en Atenas, los espectadores huían del teatro porque no podían soportar tanto realismo. Las representaciones trágicas provocaban en los asistentes una suerte de purificación (catarsis) tras haber acompañado a la víctima en su camino hacia la muerte. Se trata de un efecto muy habitual en literatura que hemos heredado de los griegos y que algunas novelas consiguen plenamente. Pienso en Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Al final de la novela, el lector siente una especie de purificación liberadora cuando el cónsul Geoffrey halla la muerte en una barranca de Cuernavaca, empujado por un caballo que vaga solo en la noche.
Se dice recientemente que estamos sustituyendo el culto al héroe por el culto a la víctima. Esa disyuntiva no existía para los griegos, donde a menudo los héroes son víctimas y las víctimas son héroes, y es que jugaban con una ambigüedad que favorecía la inteligencia y estimulaba la razón. Bendita sea la ambigüedad que tanto se practicó en Grecia en todas las esferas: en la sexualidad, en la literatura, en la vida social. Cuando desaparece la ambigüedad desaparecen los matices: es el momento de la confrontación. Y la confrontación exige víctimas, reales o simbólicas, para poder ser superada: exige la sangre inocente que los griegos trascendían con la simbolización del sacrificio a través del canto de la víctima, es decir: a través de la tragedia. ¿Cuáles serían hoy día las víctimas poseedoras de esa inocencia completa que requería la moral sacrificial de los antiguos? Más de dos millones y medio de menores están en España en riesgo de pobreza o exclusión social. Una evidencia, otra más: a lo largo y ancho de la tierra va creciendo una enorme masa de pobreza que carece de conciencia, y que podría hacer de carne de cañón en cualquier guerra, en cualquier revolución o en cualquier contrarrevolución. Nunca he creído en el fin de la historia, que sería casi lo mismo que decir el fin de la tragedia.
«Ifigenia me parece la víctima más inolvidable de la tragedia griega»
Ciñéndonos a la modernidad, pocos cantos de la víctima han llegado a mí tan a fondo como El canto de los adolescentes de Stockhausen, pieza concebida como una misa e inspirada en el mito bíblico de los tres adolescentes judíos (Ananías, Misael y Azarías) que fueron arrojados a un horno en Babilonia por orden de Nabucodonosor. Una obra maestra de la música electrónica que produce terror y que nos conduce, más que a Babilonia, a los campos de exterminio de Cracovia. Otro canto capital de la víctima sería la obra Dies Irae de Penderecki, escalofriante oratorio dedicado a las víctimas de Auschwitz. Me fijo mucho en ambas composiciones, líricas, trágicas y muy sugerentes, cuando trato el tema de la víctima: suelen ser mi música de fondo porque ambas te llevan a un lugar muy hondo y convierten la desesperación humana en la melodía más íntima del alma: la desesperación de Ifigenia diciéndose adiós a sí misma ante el cuchillo de Calcas.
Veo que la hija de Agamenón se ha convertido en el leitmotiv de mi reflexión y creo saber por qué: si prescindo de Casandra, Ifigenia me parece la víctima más inolvidable de la tragedia griega. Por su inocencia, su juventud y su belleza representa el valor supremo de la vida a punto de convertirse en ceniza. Ahora mismo circulan muchas Ifigenias por internet. Sus fallecimientos parecen suicidios, pero son crímenes rituales con una estructura no tan diferente a la de la ceremonia que acabó con la hija del rey de reyes cuando estaba a punto de comenzar la guerra de Troya. Marguerite Yourcenar decía que todas las guerras son la guerra de Troya, porque la guerra de Troya empezó una vez y aún no ha acabado. Ahora mismo, en Ucrania, Israel y la olvidada Sudán están en plena guerra de Troya, dirigida por mentes empeñadas en segar vidas que ya solo quedan en el recuerdo de los que las quisieron. Los griegos sabían que el poder es una máquina de fabricar espectros y que la tragedia es un género espectral: convoca a la víctima, le da la vida y la palabra, y luego la deja marchar.