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Cultura

La cultura del vacío

Estamos desnudos y enloquecidos ante las ruinas de la historia mientras los foros se llenan de voces altisonantes

La cultura del vacío

Biblioteca.

El 3 de octubre de 1979 el filósofo Nikos Poulantzas se suicidó. Yo acababa de llegar de Grecia y escuché el rumor en el Barrio Latino: mis amigos universitarios decían que «Nikos se había tirado de una ventana, causándose la muerte». Curioso rumor que omitía dos datos fundamentales: el hecho de que se había defenestrado, abrazado a sus libros marxistas, y la circunstancia de que lo había hecho desde el piso 22 de la Torre de Montparnasse. Entonces, como ahora, el poder alteraba los datos y mentía por omisión. En la Francia del 79, no convenía decir que un filósofo de la Escuela de París (si bien nacido en Grecia) se había defenestrado en una torre que se había convertido para la gente en el símbolo máximo del capitalismo desenfrenado y arrogante. Tampoco interesaba decir que el maestro se había arrojado al abismo abrazado a sus propios libros. Ese toque melodramático le confería al acto un valor simbólico que había que extirpar del relato. Las omisiones continuaron con las muertes de los demás componentes de la Escuela de París.

Tan sólo un año después del fallecimiento de Poulantzas, su gran amigo Louis Althusser estrangulaba a su mujer Hélène Rytmann tras 30 años de relación con ella. No ingresó en prisión, pues el cuerpo psiquiátrico lo defendió asegurando que era un pobre demente. Espoleado por la difamación y el desprecio, Althusser quiso aclarar los hechos en un libro titulado L’avenir dure longtemps, donde culpabiliza a la víctima, asegurando que era Hélène la que suplicaba morir y la que le había exigido, continua y obsesivamente, librarla del suplicio de vivir. Tanto Poulantzas como Althusser representaban la última fase del marxismo teórico: la estructuralista, aunque en el caso de Althusser se apuntaba ya una suerte de deconstrucción de los códigos del capital y de Marx en libros inacabados como Marx dans ses limites, donde analizaba la crisis del marxismo que se estaba desplegando en el suelo francés.

En muchos aspectos, Poulantzas y Althusser encarnan la precipitación del marxismo hacia el vacío, en cierto modo su suicidio. Los dos estaban desesperados porque desde los inicios de la década de los setenta tenían poco eco sus enseñanzas. No se equivocaban y resultaba evidente que ya en el año 72 los demás miembros de la Escuela de París habían abandonado el marxismo sin hacer ruido y por la puerta de atrás, como si se sintieran avergonzados por haber dedicado tanto tiempo a lo que ahora les parecía una doctrina más que una ciencia.

Y fue así como se dedicaron a destruir todo el moralismo de la izquierda, toda la ideología del esfuerzo y el combate, convirtiéndose en representantes de la izquierda del placer, o de la deconstrucción, o de la fuga de la lógica binaria, empleándose en buscar incesantemente la novedad. Barthes lo dejaba claro en una entrevista en la que decía: «Nuestra misma historia, en este momento, nos invita a ir sin cesar de innovación en innovación. Lo nuevo tiene para mí una especie de valor catártico, de valor de purificación en sí mismo, sin que importe el contenido de lo nuevo. Lo nuevo es una especie de trayectoria dialéctica absolutamente necesaria en nuestra historia actual. Somos una sociedad móvil, ¿no es cierto?, y por lo tanto, debemos ir cada vez más lejos, más adelante, más allá y por doquier». Es evidente que su propuesta podría servir como anuncio publicitario de las grandes plataformas comerciales que imponen la innovación con fines meramente comerciales y con la ayuda espuria de la obsolescencia programada.

No se trata ya de una propuesta marxista, y en la entrevista citada, Barthes le reprocha a la izquierda su puritanismo espartano, si bien insiste en que todavía hay derechas e izquierdas, una insistencia sospechosa, pues parece motivada por la duda. En la misma época, Marguerite Duras no creía ya en esa diferencia y se negaba a votar, pues aseguraba que la derecha y la izquierda eran la misma sustancia vomitiva y su diferencia ya ni siquiera era formal. El marxismo estaba desapareciendo como referencia fundamental en toda la Escuela de París, ya antes de que Foucault se mostrase comprensivo y amable con el liberalismo. Junto a él, Deleuze, Lyotard, Derrida y Baudrillard danzaban sobre un puente resbaladizo que les iba acercando a una izquierda despojada de sentido que parecía aspirar a la indecible verdad que ocultan las estructuras: la vacuidad. Un proyecto casi oriental.

«Un vacío que parece destinado a desembocar en un totalitarismo de derechas o en un totalitarismo de izquierdas»

Y ahora entremos en el núcleo del problema: si de la ecuación derecha/izquierda ha desaparecido el marxismo o se ha convertido en algo residual y pintoresco, ¿dónde apoyar la distinción o la diférance entre derecha e izquierda? Utilizando la gramática de Derrida, la derecha y la izquierda se necesitarían tanto la una a la otra que, en un buen porcentaje, serían claramente lo mismo y funcionarían como monedas intercambiables y de parecido valor. Extinguido el marxismo y tras el paso nivelador y destructor de la French Theory, cabría deducir que los oponentes en la política de ahora serían una especie de neoliberalismo de derechas contra una suerte de neoliberalismo de izquierdas, que a su vez podrían derivar en anarcoliberalismo de derechas y anarcoliberalismo de izquierdas.

Aunque me acerqué a los textos de Marx y de Althusser, aceptando algunas de sus tesis acerca del capital y de la lucha de clases, prefería leer a Boas, a Kroeber, a Girard y a Lévi-Strauss, que veían las culturas con más elasticidad, pero tiendo a pensar que si te olvidas de Marx, eso es lo que queda: liberalismo y hasta anarcoliberalismo a diestra y siniestra, sin olvidar además que han sido justamente el liberalismo y el marxismo los que nos han traído hasta este lugar de la historia que bien podría llamarse la cultura del vacío.

El pensamiento francés pasó de ser marxista a ser heideggeriano y a seguir el dictado de las invenciones posibilitadas por la filosofía de Heidegger como el existencialismo, la deconstrucción y la hermenéutica, que han servido para desmantelar el edificio que construyeron nuestros antecesores. Desde Nietzsche, la filosofía parece una fábrica de muerte en alianza con las ciencias humanas que semejan todas ellas empresas de pompas fúnebres. Nada nuevo bajo el sol, hubiese dicho Lévi-Strauss, que al final Tristes tropiques asegura lo siguiente: «Desde que comenzó a respirar y a alimentarse hasta la invención de los instrumentos termonucleares y atómicos, pasando por el descubrimiento del fuego, el ser humano no ha hecho nada más que disociar alegremente millares de estructuras para reducirlas a un estado donde ya no son susceptibles de integración. Sin duda, ha construido ciudades y ha cultivado campos; pero, cuando se piensa en ello, esas realizaciones humanas son máquinas destinadas a producir inercia a un ritmo y en una proporción infinitamente más elevados que la cantidad de organización que implican».

Desde el interior de ese mecanismo de destrucción sistemática de estructuras al que se refiere el antropólogo, la etnología, la filosofía y todas las ciencias humanas se habrían dedicado a narrar el proceso de desintegración del mundo más que a trazar la senda de la concordia y la convivencialidad. Y en esa situación estamos ahora mismo: desnudos y enloquecidos ante las ruinas de la historia mientras los foros se llenan de voces altisonantes que hacen más clamoroso el vacío, un vacío que parece destinado a desembocar o bien en un totalitarismo de derechas o bien en un totalitarismo de izquierdas. Ambos estarían tan necesitados el uno del otro, tan pegados a su dialéctica mimética y espejeante, que Margueritte Duras tendería a verlos como almas gemelas.

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