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Cultura

La memoria colonial: el Thyssen se suma a la moda

El museo pretende recordar el dolor humano causado por los imperios europeos

La memoria colonial: el Thyssen se suma a la moda

Desnudo azul de Mijaíl Lariónov (1908). | Museo Thyssen-Bornemisza

El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid abre sus puertas a La memoria colonial, una exposición que pretende profundizar y enriquecer la narrativa del arte histórico. En un año marcado por la polémica sobre la descolonización de los museos, el Thyssen se suma a la moda de recordar la historia colonial tras la incitación de Ernest Urtasun a que estas instituciones revisen sus colecciones y adecúen su discurso a «una visión más plural de la historia y del legado artístico». Siguiendo los pasos del Museo Reina Sofía con Descolonizar la Mirada, la exposición reúne 75 piezas, abarcando obras del museo, la Colección Carmen Thyssen y el TBA21. 

Recibido con reacciones controvertidas, en la rueda de prensa de su inauguración, Guillermo Solana, director artístico de la institución, negó que la exposición haya sido impulsada por el Gobierno actual o influenciada por la situación política. Afirmó que nunca recibió instrucciones de ningún miembro del Gobierno y aún no ha tenido contacto con el actual ministro de Cultura. En respuesta a las críticas sobre la corrección política en los museos,  añadió: «A veces, parece que esto es una cosa de anteayer, pero empezó hace más de medio siglo, hacia 1970, antes incluso de que nacieran muchos de los hoy presentes». 

La exposición es sin duda ambiciosa, pero  sus objetivos están lejos de cumplirse. Se echa de menos un enfoque histórico riguroso en lugar de caer en la tentación de unificar procesos históricos diferentes  -la conquista del Oeste americano o las atrocidades neerlandesa en Ghana, por ejemplo,- como hechos semejantes.

Montando en el campamento, Little Big Horn, Montana, de Joseph Henry Sharp (1899)
Grupo familiar ante un paisaje, de Frans Hals (1648)

Los comisarios han tejido un relato que interpela el legado colonial europeo desde el siglo XVII, desafiando con vigor el predominio del eurocentrismo en la historiografía del arte. Desde las primeras salas, se delinean cómo las expresiones artísticas europeas del siglo XVII capturaron una enigmática fascinación por culturas no occidentales, patente en obras emblemáticas como El jardín del Edén de Jan Brueghel el Viejo (1610) y La última cena de un anónimo veneciano (1570). Estos testimonios no sólo revelan una romantización de lo desconocido, sino también el inicio de una Europa que interpretaría y adoptaría estéticamente elementos culturales de tierras distantes durante el auge de la expansión colonial.

El jardín del Edén, de Jan Brueghel el Viejo (1610)

La exposición pone de relieve cómo la expansión naval y el comercio europeo a partir del siglo XV fomentaron la explotación colonial, dando origen a un sistema capitalista global. Este fenómeno, conocido como extractivismo, no sólo implicó la explotación de recursos naturales, sino también la coerción de mano de obra indígena y africana. Asimismo, se manifestó en la expresión artística, que reflejó una profunda admiración por las culturas no occidentales, plasmada en movimientos artísticos como las chinoiseries y el japonismo. Obras notorias como Joven con un vestido japonés. El quimono (1887) y La toilette (1742) testimonian cómo el arte europeo interpretó y asimiló visualmente los atributos culturales de otras civilizaciones, subrayando así el fenómeno del extractivismo cultural. Sin embargo, resulta ser un ejemplo desconcertante, ya que introducir la memoria colonial con el orientalismo y la romantización de China y Japón (que nunca fueron colonias europeas) parece forzado. 

Joven con un vestido japonés. El quimono, de William Merritt Chase (1887)

El devenir transcontinental en la historia se despliega con el siglo XVIII, marcado por la abolición de la esclavitud en Europa y América del Norte, que engendró sociedades abolicionistas y levantamientos emancipadores como la Revolución de Haití. La exposición resalta cómo desde los albores de la colonización, los pueblos indígenas y los africanos esclavizados se resistieron con tenacidad, recurriendo a la música, la danza y prácticas espirituales para preservar su identidad. El cimarronaje, expresión de la huida de la esclavitud, y la formación de comunidades autónomas emergieron como respuestas contundentes a la opresión colonial. Continuando con la incoherencia intelectual de la exposición, uno puede ver un cuadro como Retrato de grupo con sir Elijah y Lady Impey (1784), que denuncia la colonización británica de la India, descuadrando los planos que la exposición plantea desde un principio. 

Retrato de grupo con sir Elijah y Lady Impey de Johan Zoffany (1784)

La narrativa no se limita al sufrimiento; también celebra la perseverancia frente a la adversidad, ya que la cronología de la exposición se prolonga hasta nuestros días gracias a las 17 obras procedentes del TBA21. Los creadores de estas piezas no se limitan a ser meros observadores; más bien, personifican al ‘otro’. Ejemplos paradigmáticos de este cambio incluyen la serie de fotografías Etnografía blanca de Paulo Nazareth, el video Harén de Inci Eviner y la serie Lluvia dorada / Pardo es el papel de Maxwell Alexandre. Dicho esto,  agrupar en una misma sala las experiencias de una romaní como Selma Selman, una gitana bailando en Sevilla capturada en Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar, delante del Pabellón de Carlos V (1851), y la objetivización de mujeres indígenas como en Dos desnudos femeninos en un paisaje (1926), bajo el contexto de memoria colonial, parece reflejar una falta de rigor intelectual. No queda claro qué se está denunciando exactamente: ¿a los pintores europeos (aunque Selma Selman y la gitana sean europeas), o simplemente a los hombres en general? En este caso, el título de Memoria colonial podría resultar engañoso.

Dos desnudos femeninos en un paisaje, de Otto Mueller (1926)
Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar, delante del Pabellón de Carlos V, de Alfred Dehodencq (1851)

Además, la exposición cuenta la objetivización de las mujeres indígenas como meras extensiones de la naturaleza para el uso del hombre, solo para cambiar abruptamente a narrativas sobre la vida afroamericana en EE. UU. en el siglo XX (como los Panteras Negras, la brutalidad policial, y el Renacimiento de Harlem), transmitiendo prisa y falta de cohesión en la presentación de los temas.

Domingo después del sermón, de Romare Bearden (1969)

Da la impresión de que se han agrupado de manera indiscriminada diversos grupos minoritarios en la exposición, sin considerar adecuadamente sus contextos individuales, y, por lo tanto, comprometiendo la coherencia y la claridad de los temas tratados. Al final, estos son temas que no deberían limitarse a una mera ‘memoria’, ya que como todas las memorias, pueden ser frágiles, fragmentadas y ambiguas. Más bien, merecen ser tratados con una historia precisa, bien narrada y basada en hechos concretos. Agrupar tantas historias bajo un mismo paraguas les hace un flaco favor. 

Pese a todo, la exposición nos hace reflexionar sobre cómo contar nuestras historias cuando se nos han negado el nombre, el recuerdo, el cuerpo en el territorio y el archivo. Nos interroga también sobre cómo dar testimonio de nuestra historia cuando se ha negado incluso nuestra humanidad.

La memoria colonial en las colecciones Thyssen-Bornemisza permanecerá abierta al público hasta el 20 de octubre, ofreciendo una oportunidad para reconsiderar y reevaluar la historia del arte desde una perspectiva crítica.

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