Un panfleto (ilustrado) en defensa de Occidente
El periodista italiano Federico Rampini diagnostica la crisis de Europa y Estados Unidos en ‘El suicidio occidental’
Todas las revoluciones vienen a impugnar un determinado estado de cosas –buenas o malas– e imponen, por lo general a la fuerza, aunque no siempre lo muestren a través de la violencia, un statu quo distinto –el nuevo tiempo, un concepto de clara filiación evangélica– donde una parte de las masas son entronizadas de forma simbólica, a través de un cerrado y selecto grupo de representantes que se erigen en la vanguardia del movimiento; y otras, sobre todo las que se manifiestan de forma tibia, neutra o persisten en su independencia, son canceladas, denigradas y perseguidas. Muchas veces, hasta el martirio. Así es como demasiadas rebeliones (incluidas las justas) se han convertido en venganzas, pogromos e inmensas matanzas.
Es curioso que, a lo largo de la Historia Universal, no hayamos conocido casi ningún cambio súbito de poder, a excepción de la revolución liberal, que entronca con el noble ideal de la primitiva democracia griega, que no se cobrase un sinfín de muertos y donde los verdugos no vistieran, con devoción sacerdotal, los inmaculados paños de los falsos santos. En cierto sentido, aún no hemos salido de aquella honda neurosis –tan española– de la pureza de sangre, cuando ser del linaje de un cristiano viejo, o fingirlo, otorgaba prevalencia en una sociedad jerárquica donde el origen y la cuna valían mucho más que los méritos individuales.
«Cada época tiene sus ritos de iniciación, sus pruebas para pertenecer a los grupos dominantes. En el Ancien Régime, la burguesía hacía todo lo posible por descubrir algún ascendiente directo perteneciente a la nobleza. En la Unión Soviética de Stalin y en la China de Mao era mejor no tener ningún antepasado empresario (enemigo de clase, categoría maldita) y poder jactarse de gozar de un ADN obrero o campesino. Con cada época cambian los atributos exteriores premiados por el establishment y las élites. Lo importante es que esté claro: hoy, en Estados Unidos, tener la piel blanca se está convirtiendo en una desventaja, mientras que pertenecer a una minoría étnica te sitúa del lado de los justos en la nueva nomenclatura hegemónica».
Así de rotundo y concreto se expresa Federico Rampini (Génova, 1956) en El suicidio occidental (Ladera Norte), un ensayo que se presenta a sí mismo como un panfleto en defensa de los valores culturales de la civilización europea y su proyección al otro lado del Atlántico. Rampini, columnista del Corriere della Sera y, antes, periodista del diario La Reppublica, reside en Estados Unidos, donde trabaja como profesor en Berkeley y en el Council on Foreign Relations, un think tank de política internacional. Forma parte, pues, de una suerte de intelligentsia encargada de expandir las ideas e intereses del capitalismo globalizado.
Su ensayo es un diagnóstico muy bien armado sobre la crisis de valores que se ha instalado en los países de Occidente, cuyo rasgo esencial es la impugnación absoluta de su propia historia y esa extraña patología que lleva a empresas, políticos e intelectuales a disculparse por los supuestos pecados cometidos por sus antecesores, como si las generaciones heredaran genéticamente la mentalidad de los que les han antecedido en la línea del tiempo. No se trata exactamente de un panfleto –sus 262 páginas exceden la brevedad que, en origen, se exigía al género, concebido como una útil herramienta de controversia ideológica– pero sí de una encendida defensa de lo que somos. Tampoco es agresivo, tono preceptivo en esta clase de escritos, a través de los cuales se difundió –notable paradoja– la leyenda negra española.
Una civilización en la encrucijada
El libro de Rampini, sin duda, es una pieza de confrontación intelectual, pero está lleno de ilustración. Profundiza en la historia de las ideas, analiza los cambios políticos y se apoya en hechos objetivos, no en ideas previas. Su tesis es que nuestra civilización se encuentra en una encrucijada equivalente a la de la antigua Roma: las migraciones (bárbaras) han debilitado los antiguos valores cívicos, los ciudadanos ya no sienten la necesidad de defender su universo cultural, una religión que predica el pacifismo y la ecología obligatoria –similar al primitivo cristianismo– se ha convertido en una iglesia, las élites (como siempre) se han corrompido, la virtud es una arqueología y Occidente ha perdido la autoestima.
Todos son, con las variantes lógicas de tiempo y espacio, los argumentos de Edward Gibbon, autor de la monumental crónica escrita en el siglo XVIII sobre el declive del imperio romano. La diferencia entre aquel pasado tan remoto y nuestro presente es que la crisis occidental contemporánea tiene un ingrediente nuevo: la alianza entre las élites del capitalismo digital (los nuevos patricios), ciertos políticos progresistas y unas minorías que practican lo mismo que ellas han padecido en tiempos previos: la segregación. Tal formulación nos conduce al marco de una gran batalla cultural. Acaso porque esto mismo –la lucha encarnizada entre dos concepciones del mundo– es lo que subyace en los fenómenos sociales que explican no sólo la geopolítica, sino el creciente miedo, el insólito pavor, a ejercer la libertad de pensamiento.
Frente a otros modelos de organización social, Occidente es una civilización que, a pesar de sus excesos, que conviene juzgar en su contexto histórico, no a posteriori, se caracteriza por la fascinación crítica. No existe ninguna otra cultura que se haya analizado tanto a sí misma para avanzar, liberarse de dogmas y organizar sociedades abiertas, más libres, solidarias y democráticas. El problema que enuncia Rampini tiene que ver con la inversión absoluta de este proceso: la autocrítica ha devenido desde los años sesenta, donde se incubó la ortodoxia de la contracultura, en un retroceso, marcado por la corrección política, la demagogia pública y la obstinación, casi enfermiza, de intentar solucionar problemas complejísimos –véase el deterioro de la educación, la inmigración o la sostenibilidad económica– con soluciones maniqueas, basadas más en adoctrinar y contentar a las masas que en la inteligencia.
Rampini cree que el mundo tiene mucho que agradecer al diabólico Occidente: «La medicina moderna la inventamos nosotros y ha salvado cientos de millones de vidas y ha aumentado la longevidad en las zonas más pobres del mundo. La agricultura moderna, otro invento de Occidente, es la razón más importante por la que el planeta puede alimentar a 8.000 millones de habitantes. La lucha para mitigar el cambio climático se basa en la tecnología occidental. La revolución científica e industrial, la economía de mercado y la democracia liberal son los tres regalos más importantes de Occidente al resto del mundo».
Élites, minorías y profetas ‘woke’
El periodista italiano, eurocomunista en su juventud, centra su análisis en la transformación cultural de Estados Unidos, que ha pasado de ser una sociedad liberal (dentro de la ley) a convertirse en el laboratorio de una multiculturalidad que esconde sus ansias de venganza al tiempo que fabrica una filosofía –el buenismo– para satisfacer a unas élites universitarias y progresistas a las que les importa más el relato político que los hechos. Rampini describe los segundos para discutir (a fondo) el primero. Hace así un ejercicio dialéctico valiente que responde a esa noble costumbre de pensar lejos de los lugares comunes y los argumentarios.
El mérito de su ensayo es desvelar los silencios de esta nueva escolástica capaz de impugnar el Columbus Day –una fiesta creada por Roosevelt en 1934 para reconocer la integración en Norteamérica de la comunidad inmigrante italiana, sustituida por el Día de los Pueblos Indígenas–, derribar y hasta decapitar las estatuas de personajes como Cristóbal Colón, acusar a cualquier blanco de ser racista (¡por el color de su piel!) y hacer tabla rasa con la Historia para guiar a una sociedad desarticulada, concebida como una mera suma de distintas identidades grupales que reclaman todos los derechos, incluso los ficticios, sin asumir ninguno de los correspondientes deberes que está obligado a cumplir cualquier ciudadano.
¿Por qué ha triunfado esta alianza entre las élites capitalistas, los profetas de la cultura woke y los paladines de las minorías? El periodista italiano lo explica en el epílogo de su ensayo: el apoyo a los activistas de causas banales, o directamente virtuales, ya que fueron solventadas hace tiempo gracias a la legislación social existente –que, por cierto, rige únicamente en los países occidentales– les permite no sentir responsabilidad frente a la desigualdad, la precarización social, una clase media menguante –y cada día menos alérgica a proyectos políticos de corte autocrático– y unas masas trabajadoras empobrecidas y perjudicadas –según el autor– por una inmigración ilegal masiva que facilita que sus salarios desciendan.
Rampini no predica un regreso al pretérito ni tampoco defiende el pasado colonial occidental, con el que también es crítico, y que no parece excesivamente diferente al ejercido por las teocracias árabes o el imperialismo que practican Rusia (en Ucrania) o China, cuya vocación es sustituir a Estados Unidos como árbitro mundial. Únicamente cuestiona (a fondo) el catecismo posmoderno y dice, alto y claro, su verdad: «La política identitaria permite ignorar las verdaderas desigualdades colectivas». Y, añadimos nosotros, también destruye al individuo al convertirlo en un creyente sometido a una tribu. El futuro feliz que algunos nos prometen se parece demasiado al infame pasado: puritanos, inquisidores, banderías, burocracia, fake news y la eterna caza de brujas (ahora con el famoso pasaporte digital) de siempre.