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Mayra Montero: el amor de Bobby Fischer y el dolor de Cuba

La escritora cuenta en su última novela su encuentro a los 14 años con el genio del ajedrez en un torneo en La Habana

Mayra Montero: el amor de Bobby Fischer y el dolor de Cuba

Mayra Montero. | Bernardo de Niz

Mayra Montero (La Habana, 1952) tenía una historia que contar. Una historia tremenda que le sucedió en el quicio entre la niñez y la edad adulta. La ha escrito en una novela, La tarde que Bobby no bajó a jugar (Tusquets), cuya elaboración la enfrentó a algo muy complejo: «El sentimiento de que estaba pagando una deuda a la adolescente que fui, a la muchacha que, después de todo, sufrió mucho luego de esa aventura», cuenta a THE OBJECTIVE.

Tras salir con su familia del absurdo infierno comunista de Cuba a los 17 años, Montero se exilió en Puerto Rico, donde comenzó una carrera literaria que la llevó a quedar finalista del Premio Herralde de 1986 con La trenza de la hermosa luna (Anagrama). Una década después publicó Como un mensajero tuyo (1998), ficción basada en una aventura real del legendario tenor Enrico Caruso. Un personaje famoso con una historia de amor en La Habana…

Pasó el tiempo, Montero consolidó su prestigio como escritora hasta que, finalmente, pasada la setentena, ha decidido contar, ya sin rodeos, su Gran Historia en La tarde que Bobby no bajó a jugar. Aunque se supone que no es la suya, maticemos, sino la de Miriam, una adolescente de 14 años en cuya opresiva cotidianidad en la Cuba de 1966 se abre un resquicio luminoso con la llegada a La Habana del estadounidense Bobby Fischer, genio absoluto del ajedrez.  

A Miriam no le interesa el ajedrez, pero su pandilla de amigas ha contactado con un relojero de origen polaco que, a cambio de un autógrafo de Bobby, está dispuesto a darles el tesoro de valor incalculable: un disco de los Beatles, prohibidos por el celo revolucionario de Fidel Castro. Miriam es elegida para entrar en el hotel en el que se aloja el genio y completar la misión.

La novela se desdobla en dos narraciones que se entrecruzan: por un lado, la historia de Miriam; por el otro, la del romance entre Mario, el relojero, y la madre de Bobby 10 años antes, con la Revolución aún en ciernes. En ambos casos, la ficción corre muy pegada a la realidad. 

Relato autobiográfico

«En el contexto de mi carrera, significa mi novela más autobiográfica o autorreferencial», reconoce Montero. ¿Por qué ahora? «Nunca me planteé si escribirla antes o después. Seguramente se me ocurrió en el momento en que el fantasma de Fischer me toco con su varita mágica y dijo: cuéntalo».

Porque ella es Miriam. De acuerdo, pero ¿hasta qué punto son autobiográficos sus capítulos en primera persona? «Son autobiográficos… hasta todos los puntos». Todo un escándalo. Porque, aunque el género permita añadir detalles que enriquecen la trama, los principales nombres aparecen sin tapujos: «Son los que le dan verosimilitud a la novela, y los detalles los que le dan sentido y profundidad a una historia». 

Incluso en lo más escabroso: Bobby, de 23 años, desvirga a Miriam. Aunque esta le dice que tiene 16 años (sus amigas la han escogido precisamente por ser la más desarrollada, además de por hablar algo de inglés), no deja de ser un asunto peliagudo. «No le temo a la verdad. Y la verdad está en la memoria. Evoco unas horas de pasión, respeto, alegría y consentimiento. Todavía, a mi edad, me reafirmo en aquel dichoso consentir. Por otro lado, no escribo una novela con el temor o la esperanza del escándalo en mente».

La otra trama, la del relojero, también bebe de hechos reales: «El relojero existió. Fue un personaje entrañable de mi niñez y adolescencia, de la vida del barrio en general y sus vecinos. Gran aficionado al ajedrez, vivía solo con su padre». Y ahí sí que hay una licencia novelística: «No soy muy dada a revelar lo que es ficción y lo que no, pero aquí haré la excepción: el hermano de Mario, Emanuel, sí que es un invento mío, inspirado en la personalidad y sabiduría de mi padre, aficionado al ajedrez, guionista de comedias y empedernido jodedor».

Exilio y Guerra Fría

El ajedrez es más que el telón de fondo de la novela. En ella, el padre de Mario asegura que  «es un juego de matones», pero unos matones muy particulares: «Es el juego de la inteligencia, de la estrategia, de la mayor abstracción y, de alguna forma, el de las inquinas más cerebrales y duraderas», nos matiza ahora Montero.

Entre eso y los vericuetos de la Guerra Fría, la narración adquiere por momentos tintes de thriller. Una de las consecuencias de aquel tiempo difícil fue el exilio: «A menudo tengo la impresión, dolorosa, de que en Puerto Rico no me consideran puertorriqueña, aunque he vivido allí más de 50 años y los buenos amigos me digan que soy una más. Por otro lado, la Cuba a la que pertenecí se esfumó. Soy un poco anfibia, un poco híbrida, un mucho desarraigada».

Cuba ahora es, sobre todo, un recuerdo doloroso. «Hubo un tiempo en que viajaba con frecuencia a La Habana para reconectar, me quedan allá parientes y amigos. Ahora no me interesa. Luego de la muerte de Fidel, se produjo un golpe militar, no blando, sino disfrazado de valores que no existen. La isla está militarmente gobernada por una cúpula de coroneles y burócratas corruptos. Hay más desigualdad que en tiempos de la dictadura batistiana, y encima una represión tremenda».

Contra el olvido

La temperatura emocional óptima la encuentra en otro lugar, sorprendente para quien no conozca la historia íntima de Cuba: «Siempre estuve muy unida a mi familia de Ferrol, en Galicia, y allá voy cada vez que puedo, hago vida familiar con mis primos en la casa de mis abuelos y, de algún modo, recupero un cálido sentido de pertenencia».

Pero algo me dice que, sobre todo, Mayra Montero sigue habitando un territorio que se esmera por preservar del frío del olvido. La entrevista, por email, culmina con una «Nota final: perdonen la tardanza en contestar, estoy en Islandia y recién regreso a Reikiavik. Fuera de la ciudad se me hacía imposible contestar». 

La tarde que Bobby no bajó a jugar arranca con un fabuloso prólogo, de lo mejor del libro: un gélido jueves de enero de 2008, en un hospital de Reikiavik, un doctor aficionado al ajedrez coloca un alfil en la mano vencida de Bobby Fischer, para que, al apretar en busca de aquel viejo poder, las venas de su brazo se hinchen y puedan recibir una dosis compasiva de morfina.

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