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¿Se ha convertido el miedo en el motor de la Historia?

El historiador Robert Peckman afirma que tras el 11-S, la crisis de 2008 y el covid somos más temerosos que nunca

¿Se ha convertido el miedo en el motor de la Historia?

Calle de Tokio durante la pandemia del coronavirus. | Europa Press

¿Tenemos miedo? ¿De qué tenemos miedo? Dejando aparte la dimensión individual o psicológica –el miedo es obviamente consustancial al ser humano-, la respuesta desde una perspectiva sociopolítica se ve abocada a una incómoda ambivalencia: por un lado, resulta inevitable reconocer que la panoplia de miedos ancestrales se ha visto sustancialmente reducida con el avance del conocimiento y, más en concreto, con un desarrollo científico y tecnológico que ha permitido controlar fuerzas naturales hasta hace poco indómitas y habitar un mundo menos amenazante para los requerimientos humanos. Por otra parte, el miedo se presenta en el escenario actual de forma particularmente insidiosa, que lo hace a un tiempo más difícil de precisar (líquido, en el tópico posmoderno) y por eso mismo un enemigo más incómodo de batir. 

Respecto a la confrontación con el pasado, la inevitable esquematización desemboca en un contraste que pocos osarían discutir: la especie humana se ha ubicado en el planeta con una permanente conciencia de vulnerabilidad, sobradamente justificada por la impotencia ante los elementos desatados (de terremotos a inundaciones), los animales salvajes o simplemente las dificultades de la mera subsistencia (de enfermedades a hambrunas). Lo indomeñable y desconocido (en rigor, casi todo lo existente) constituían una fuente permanente de temor. La autopercepción del hombre como desvalida criatura a merced del capricho de los dioses es una constante histórica en muchas civilizaciones. Concretamente en la nuestra, baste recordar el papel de Yavhé en el Antiguo Testamento, que luego, matizado, hereda el cristianismo y, sobre todo, las Iglesias cristianas, más interesadas en despertar el temor de sus fieles con el panorama estremecedor del Averno que con un inefable Paraíso.

Y, sin embargo, la claridad de esa contraposición con el pasado genera un malestar intelectual que ha sido señalado por múltiples tratadistas ya en el frontispicio de cualquier reflexión sobre el fenómeno polivalente del miedo. Citaré al maestro de historiadores, Jean Delumeau y su obra de referencia, la magna El miedo en Occidente (traducción de Mauro Armiño, Taurus, 2019): «¿No somos hoy más frágiles ante los peligros y más permeables al miedo que nuestros antepasados? Es probable que los caballeros de antaño, impulsivos, habituados a la guerra y a los duelos, y que se lanzaban a cuerpo limpio en las peleas, fuesen menos conscientes que los soldados del siglo XX de los peligros del combate y, por tanto, menos accesibles al miedo».

Obsérvese que en el planteamiento del historiador francés está implícita la dimensión que a la postre resultará determinante para nuestro recorrido: el miedo no es tanto un factor objetivo, catalogable como una fuerza física, cuanto una percepción que depende de las coordenadas humanas, colectivas e individuales. Esto es, lejos de concebir el miedo cual jinete del Apocalipsis, conviene enfatizar lo obvio, el miedo como sentimiento, como vivencia subjetiva de un peligro (real, imaginario o, lo que es más frecuente, magnificado o distorsionado). Para decirlo otra vez en términos de Delumeau, la mayor sensibilidad que distingue nuestro tiempo ante el fenómeno del miedo, provoca que este se convierta de facto en un componente mayor –incluso esencial- de la experiencia humana.

En Miedo. Una historia alternativa del mundo, que acaba de aparecer en español (con traducción de Pablo Hermida, editorial Paidós), el historiador Robert Peckham se atreve a realizar una interpretación del devenir humano desde esa perspectiva, es decir, considerando que el miedo «ha sido la fuerza motriz de la historia del mundo». Y a tenor de lo dicho, no puede resultar extraño que desde el comienzo nos desvele su propio acicate para escribir dicha historia, que es doble: primero, su experiencia personal de sentir el pánico en Hong Kong y en un dramático episodio en Pakistán; pero incluso por encima de eso, la convicción de que «después del 11-S, la crisis financiera del 2008 y la pandemia de la COVID-19, somos una sociedad más temerosa que nunca».

Pánico y violencia

Contemplar la historia con el filtro del miedo resulta una experiencia anonadante por cuanto genera algunas certidumbres o constataciones sobre la condición humana –no precisamente edificantes- y también no pocas perplejidades. Si repasamos, a vuelo de pájaro, los diversos episodios que constituyen la urdimbre del ensayo de Peckham se entenderá fácilmente lo anterior: siete siglos de temores, desde el siglo XIV a la actualidad, proporcionan un cuadro que supera la pesadilla infernal de El triunfo de la muerte de Brueghel, por citar una referencia clásica. La historia de Europa, trasunto de Occidente y hasta del orbe entero, resulta un interminable encadenamiento de horrores: hambrunas, peste negra, persecuciones étnicas, guerras de religión, caza de brujas, epidemias devastadoras, matanzas pavorosas, torturas refinadas, asedios feroces, pillajes y violaciones masivas, ejecuciones de inocentes y seísmos catastróficos –como el famoso de Lisboa en 1755- hasta desembocar en la apoteosis del horror de la pasada centuria.

Si este es el mejor de los mundos posibles (Leibniz), riámonos con el Cándido de Voltaire. Nuestra historia es, simplemente, la historia universal de la infamia. Es verdad que Peckham insiste en la vertiente positiva de los miedos grupales, a semejanza de lo que ocurre en su dimensión individual. El miedo puede servir desde señal de alarma para evitar el peligro hasta argamasa social en sentido constructivo. Pero en conjunto, la impresión que prevalece dista mucho de ese carácter estimulante. El miedo impone su marchamo destructivo, con todo su cortejo -del pánico a la angustia- y sus consecuencias indeseables –exclusión y violencia-. Pero, por encima de todo, siendo tantas las causas del miedo, la evidencia del recorrido histórico de Peckham es que nadie puede disputar al ser humano el dudoso honor de ser el primer y principal responsable de convertir la tierra en antesala del infierno. 

Así llegamos a la condición política del miedo, que está en la base de todo. Nada nuevo bajo el sol, en un arco que va del homo hominis lupus (Plauto) al Leviatán de Hobbes. Si Maquiavelo recomendaba el miedo por encima del amor para la perdurabilidad del gobernante, hoy la psicología de masas nos ha mostrado que el mismo temor al tirano puede convertirse en fuente de devoción, cuando no directamente pasión fanática (Frank Dikötter: Dictadores. El culto a la personalidad en el siglo XX, traducción de J. J. Musarra, Acantilado, 2023).

Resulta curioso constatar que en diversas etapas de la historia los seres humanos creyeron posible desterrar los temores ancestrales: sucedió con la razón ilustrada del XVIII, con el progreso positivista del XIX o con el fin de la historia que se proclamó al finalizar la Guerra Fría. En todos los casos, el sueño de la razón trajo consigo los peores monstruos, en el mismo corazón de la culta Europa, del Terror de Robespierre a la «solución final» (sintagma especialmente macabro en este contexto). ¿Y aquí y ahora, dónde estamos?

Combustible para el populismo

Pues depende mucho de qué parte del planeta esté usted pisando. A pesar de que en el mundo occidental nos quejamos de la innegable marejada iliberal y de la consunción a fuego lento del sistema democrático, lo cierto es que en la mayor parte del globo la situación es bastante peor. La Rusia de Putin usa el miedo como eficaz instrumento de control interno al modo clásico, mientras que China, la potencia que pretende disputar en los próximos años a EEUU la hegemonía, utiliza un miedo sofisticado que deja al Orwell de 1984 en una broma infantil: así, por ejemplo, el terror totalitario que se aplica al pueblo ligur, según Tahir Hamut Izgil (Vendrán a detenerme a medianoche, traducción de Catalina Martínez, Asteroide, 2004). 

La paradoja de Occidente estriba pues en que habiendo vencido a los miedos ancestrales, se halla prisionero de unos miedos residuales cuya persistencia se vive como más insoportable que nunca. Exigimos al Estado más seguridades, de la cuna a la tumba. El pánico desatado por la pandemia de COVID contrasta brutalmente con la tibia reacción social que produjo la mucho más mortífera gripe de 1918. Las grietas del Estado de bienestar generan miedos desproporcionados que constituyen el combustible para movimientos políticos que se extienden imparables, sin conocer fronteras.

En el fondo, puede contemplarse la actual crisis de las democracias –del populismo a la polarización, de la xenofobia al narcisismo identitario- como una reacción errática y miedosa ante los desafíos presentes. Los ciudadanos ya no votan en positivo, porque han perdido la esperanza. Votan contra quien perciben como amenaza o enemigo. Tenemos tanto miedo que no nos importa que los nuestros establezcan más y más cordones sanitarios para detener el avance de los bárbaros. Pero los bárbaros siguen ahí y, por tanto, el miedo se retroalimenta. Lejos de ser racionalizado o postergado, esos temores resultan hoy día más determinantes que nunca: ese es el triunfo del miedo.

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