Espejo, espejito: los oscuros secretos de la cosmética renacentista
Ático de los Libros publica ‘Cómo ser una mujer del Renacimiento’, de la historiadora Jill Burke
«Se dice a veces que la belleza es completamente superficial. Tal vez. Pero, al menos, no es tan superficial como el pensamiento. Para mí, la belleza es la maravilla de las maravillas. Las personas superficiales son las únicas que no juzgan por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo que no se ve».
Esta paradoja de Oscar Wilde podrían encabezar las páginas de Cómo ser una mujer del Renacimiento. Ignoro si la autora, Jill Burke, profesora en la Universidad de Edimburgo, pensó en el escritor irlandés a la hora de comenzar este ensayo. Sin embargo, el paralelismo entre ambos es claro: la idea de que una hermosa apariencia puede ser el síntoma de algo mucho más profundo ‒substancial para el creador de El retrato de Dorian Gray‒ sobrevuela toda la investigación de Burke.
Cómo ser una mujer del Renacimiento analiza el impacto del arquetipo de belleza en la vida femenina durante una época obsesionada por las apariencias. De ahí que el libro admita una lectura ligera cuando nos habla de ornamentos y cosméticos ‒causa de más de un envenenamiento en el siglo XVI‒ y otra más profunda cuando Burke describe las consecuencias sociales de esos cánones de perfección.
Uno de los aspectos más evidentes que consigna el ensayo de Jill Burke es el impacto de los valores dominantes en la moda renacentista. A la luz de la filosofía de Marsilio Ficino, un pensador protegido de Cosme de Médicis, se explica con mayor claridad este fenómeno: «No podemos ver el alma, no podemos ver su belleza ‒nos dice‒, pero podemos ver el cuerpo, que es nube y sombra del alma».
El extraño caso de los cosméticos venenosos
Como todas las cosas que alcanzan valor en la vida, ser bella también tenía un coste. La mujer renacentista dedicaba horas a conseguir un rostro de porcelana, mejillas incandescentes y una cascada rubia que se derramara sobre su espalda. En la práctica, reflejar la «nube y sombra del alma» implicaba todo tipo de sacrificios. Incluso depilarse con potingues de cal viva y arsénico.
Al convertir sus cuerpos en objeto de culto, cualquier remedio era bueno si les permitía conservar la gracia juvenil. Para mostrarse fecundas y disponibles, las mujeres adquirían ingredientes que hoy nos parecen repulsivos, como el excremento de gato, o simplemente letales, como las soluciones de plomo, amianto o mercurio.
¿Y qué decir de las mezclas decolorantes para tener el cabello de color trigo? Si el estereotipo más generalizado era el de una mujer lozana y pálida, estaba claro que esa idealización de la feminidad daba ventaja a las rubias. Sobre todo, cuando parecían pintadas por Botticelli.
Como ven, ser una influencer renacentista equivalía a convertirse en algo parecido a un cuadro viviente.
Solo unas pocas se tomaban aquello de manera más desahogada. En especial, las damas de la aristocracia que, gracias a una educación refinada, podían permitirse el lujo de ser rebeldes.
Con todo, la duda persiste. ¿Empleaban cosméticos dañinos por una cuestión de vanidad e ignorancia? La respuesta es: evidentemente, no. «Se suele presuponer que las mujeres empleaban ingredientes venenosos sin saber que eran tóxicos ‒escribe Burke‒. Sin embargo, es un tópico misógino que ha circulado desde la época clásica y fue repetido en el Renacimiento, incluso por médicos que intentaban vender sus recopilaciones de recetas cosméticas y en libros populares dirigidos a suprimir las libertades de las mujeres. Las mujeres renacentistas sabían que algunos de los ingredientes de los cosméticos eran venenosos pero los usaban igualmente».
Ese fue, sin ir más lejos, el caso de Prudenzia da Trani, casada contra su voluntad, siendo aún muy joven, con un rico comerciante florentino. El tipo era mucho mayor que ella y la historia acabó mal. Como aclara Burke, Prudenzia «no fue la única que usó el maquillaje como un método letal para huir del matrimonio».
Dar por sentado que ser glamurosa era un asunto arriesgado nos hace olvidar un detalle importante, y es que muchos de estos compuestos podían ser efectivos. En más de un caso, no solo carecían de contraindicaciones, sino que aportaban vitamina E y antioxidantes. «Estas recetas ‒aclara Burke‒ demuestran la impresionante variedad de conocimientos científicos prácticos que poseían muchas mujeres de la época, aquellas primeras químicas y botánicas desconocidas».
Objetivo: parecerse a Venus
Jill Burke también es sensible a las dinámicas de poder que motivaban estas prácticas. ¿Cómo conseguir la dosis de encanto necesaria para que no pudieran quitarte los ojos de encima? ¿De qué modo acercar la cara al espejo y ver un rostro misterioso y virginal?
Hay toda una generación de mujeres que lo descubrió leyendo un superventas: el tratado Gli ornamenti delle donne (1652), obra del médico veneciano Giovanni Marinello.
En sus páginas, la autora descubre que las mujeres del Renacimiento ya se preocupaban por cuestiones como el sobrepeso o las estrías posparto. Por el lado negativo, también ve en la obra de Marinello una «maquinaria de autoinsatisfacción». Del mismo modo que ahora Instagram invita a realizar todo tipo de malabarismos para parecerse una gran modelo, este libro también proponía una meta imposible: «conseguir los físicos ideales» descritos por «poetas antiguos y modernos».
El carácter único del texto de Marinello «no reside solo en que su tamaño no tenga precedentes» -incluye más de 1.400 recetas para embellecer el rostro, el cabello y el cuerpo-, sino en que propone «descripciones del cuerpo perfecto, parte por parte, para que las lectoras lo imitasen».
De un modo sibilino, ese modelo estético, exclusivo de las venus y las madonas, era tan inigualable que los consejos del veneciano acababan provocando un trauma. Para las lectoras, sus cuerpos no eran otra cosa que proyectos inacabados que debían someterse a un continuo y laborioso reajuste.
En busca de la belleza interior
«He procurado en todo momento ‒dice Burke en su obra‒ tener en cuenta el contexto intelectual, social y político de la época, aunque, inevitablemente, me he sentido atraída por lo que más conecta con las preocupaciones actuales. La historia no solo ocurre en el pasado».
De ahí que la historiadora explique los patrones de la hermosura renacentista con guiños a un puñado de protofeministas. Entre ellas, Lucrezia Marinella, autora de un libro opuesto al de Marinello, La nobilità et l’eccellenza delle donne co’diffetti et mancamenti de gli huomini (1591).
El contraste entre unas normas tan rígidas como las de Marinello y la insumisión de Marinella resulta aleccionador. Fueron humanistas como ella las que, sin discutir el papel de hijas virtuosas y esposas honestas -algo impensable en el siglo XVI-, defendieron que una mujer independiente y bien formada podía equipararse al hombre en intelecto, sabiduría y capacidad creadora.
En este punto, conviene tener presente lo que señaló la historiadora estadounidense Joan Kelly en su ensayo Did women have a Renaissance? (1977): a pesar de los avances culturales y económicos de la Italia renacentista, las mujeres fueron moldeadas como objetos estéticos, y salvo excepciones, acabaron encarnando los clichés que ya habían sublimado los viejos poemas de amor cortés.
El debate que generó Kelly en los setenta llega a nuestros días. De momento, toman ventaja los que reivindican a una serie de mujeres sabias, ignoradas en las crónicas, pero fundamentales para enfocar bajo una óptica nueva la historia de ese periodo.
En uno de los capítulos de la Historia de la belleza a cargo de Umberto Eco (Lumen, 2004), el escritor Girolamo de Michele destaca que el Renacimiento «es un periodo de iniciativa y actividad para la mujer, que en la vida de la corte dicta las leyes de la moda y se adapta al boato imperante, pero que no descuida el cuidado de la mente, participa activamente en las bellas artes y tiene habilidades discursivas, filosóficas y dialécticas».
La historiadora Vicenta María Márquez de la Plata y Ferrándiz traslada este argumento a España en Mujeres renacentistas en la Corte de Isabel la Católica (Castalia, 2005), un formidable ensayo protagonizado por damas que promovieron las artes, cultivaron el conocimiento y alcanzaron posiciones de poder y autoridad. Aquí destacan seis figuras: Beatriz de Bobadilla, camarera mayor y consejera de Estado, Beatriz Galindo la Latina, la académica Lucía de Medrano, Beatriz de Silva y Meneses, fundadora de las religiosas concepcionistas, la reina Catalina de Aragón y la líder de los comuneros, María Pacheco.
Burke apunta en la misma dirección. «Aunque la inmensa mayoría de las mujeres del Renacimiento crecieron sometidas a restricciones sociales y legales -escribe-, la moda del siglo XVI de educar a las niñas nos permite hacernos una idea, gracias a las obras de Moderata Fonte y otras destacadas escritoras de la época, de lo que podían lograr cuando se apoyaba su aprendizaje».
Aunque este fue un movimiento limitado en su impacto social y en su duración -nos dice-, la Italia septentrional y otros puntos de Europa fueron la cuna del pensamiento a favor de la igualdad entre hombres y mujeres en el siglo XVI. «Los padres, los tíos y otros tutores comenzaron a invertir en la educación de sus hijas; y las madres y las tías instruidas comenzaron a animar a las niñas de su familia a recibir también una educación». El buen desenlace de esa historia, felizmente, ya lo conocemos.