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Kant: una inteligencia superior en carne y hueso

El profesor Manfred Kuehn traza en una excelente biografía el retrato del gran filósofo de la Ilustración

Kant: una inteligencia superior en carne y hueso

Immanuel Kant. | Wikipedia

Probablemente, una de las mayores dificultades a la hora de escribir biografías sobre genios consiste en encontrar la manera de trascender el retrato canónico del personaje elegido. En liberarse de su efigie sin incurrir en la repetición (previsible) de su estatua. En caso contrario, casi es mejor no empezar la tarea. ¿Para qué volver a transitar el camino de una vida de la que se ha contado todo? Se antoja un esfuerzo estéril. Y, sin embargo, en la mayoría de estos casos las existencias, hazañas y milagros de los grandes hombres y mujeres de la historia es donde más necesario resulta hacer este ejercicio de análisis, sin caer en el habitual revisionismo. 

Con los personajes verdaderamente capitales de la cultura, ya sean políticos, intelectuales o artistas, sucede algo equivalente a lo que ocurre con los grandes clásicos de la literatura: cada generación debe interpretarlos –y, por tanto, traducirlos– en función de su sensibilidad, en busca de una perspectiva acorde con su propio tiempo. Que los grandes escritores sigan diciéndonos cosas muchos siglos después de haber escrito, como sucede con Homero o con Cervantes, se debe no solo a la condición imperecedera de sus obras, sino al milagro de que los hombres de cada hora son capaces de identificarse con ellos. De leerse en sus obras.

Este es uno de los motivos por los que merece la pena sumergirse en el excelente ensayo que Manfred Kuehn (1947) ha hecho sobre la vida de Immanuel Kant, el gran filósofo de la Ilustración y padre del fértil concepto del imperativo categórico. Kuehn, que ha rastreado el idealismo alemán y dedicado trabajos de fuste a desentrañar el hecho religioso, es el autor del nuevo compedium sobre el pensador de Königsberg que acaba de editar Akal, al socaire del aniversario de su nacimiento, del que este año se han cumplido los 300 años. Es, sin duda, muchísimo tiempo. Aunque no lo suficiente para agotar el legado de un filósofo célebre por haber llevado una existencia en apariencia prosaica, sin excesivos sobresaltos, habituado a no abandonar los estrechos límites geográficos de su pueblo. 

Más o menos ésta es la imagen de Kant que alumbraron sus primeras biografías, algunas de ellas publicadas antes y justo después de su muerte, inmortalizada por Thomas de Quincey en un librito escrito en 1827 –que fue reeditado en español hace tres años por el sello gaditano Firmamento– donde se reúnen los textos del escritor británico redactados para la revista Blackwood’s Magazine. En el prefacio de este retrato crepuscular, Marcel Schwob explica uno de los motivos de la inmensa trascendencia kantiana: «La inteligencia humana nunca se elevó hasta el punto que alcanzó en Kant. Y ni aun en tales cotas la inteligencia se revela divina. No sólo es mortal, sino que, cosa horrible, puede declinar, envejecer y deslucirse». 

El enfoque de De Quincey ya era entonces novedoso, incluso para un escritor de filiación romántica: caracterizar al filósofo prusiano a partir del retrato detallado y minucioso de sus últimos días, en los que el brillo de su inteligencia –según los testimonios que dejaron sus contemporáneos– parecía declinar, como si fuera exactamente igual que cualquier otro ser humano. Kant fue un cerebro privilegiado con una muerte tan ingrata como corriente. Si tal circunstancia nos sigue pareciendo una paradoja es porque hemos aceptado la ensoñación contraria: un gran hombre debería merecer una muerte también extraordinaria y colosal, aunque no exista razón para tal cosa ni nada impida –más bien todo lo contrario– que una inteligencia destacada se extinga al mismo tiempo que el cuerpo físico en el que se encarna.

Prestigio social

Quizás por esto, Manfred Kuehn también comienza su biografía por el día de la muerte del filósofo: el 12 de febrero de 1804, a las once de la mañana, dos meses antes de convertirse en octogenario. En ese instante –cuenta Kuehn– la filosofía alemana discurría ya por senderos diferentes a los que transitó el pensador ilustrado en sus trabajos y reflexiones. Al deterioro físico se le sumaba el cuestionamiento intelectual, aunque ambos factores no erosionaron su prestigio social: el entierro de Kant, que murió con la sencillez de un niño, fue un acto egregio de homenaje colectivo, más propio de un monarca que de un sabio de aldea. Su cuerpo fue expuesto ante los ojos de sus paisanos durante 15 días. Las condolencias fueron infinitas. En su honor se interpretó en el funeral la cantata compuesta para honrar a Federico II de Prusia. El filósofo-rey fue despedido con el tañido de las campanas de todas las iglesias de Königsberg. 

Y, sin embargo, –precisa Kuehn– Kant no creía en Dios, ni tampoco tenía excesiva fe en sus ministros o en la iglesia luterana, a pesar de haber aceptado la religión como un rasgo más de su concepción del hombre. No tardaron demasiado tiempo en aparecer, si bien al comienzo de forma anónima, relaciones de hechos sobre su vida, a las que Kuehn dedica el prólogo de su libro, que insisten en sus incoherencias (aparentes) e intentan, más que mancillar su obra, cosa imposible, pues semejante inquisición únicamente está a las alturas de sus iguales, relativizar los elogios excesivos acerca de su persona, como acostumbra a suceder cuando los retratos post mortem abusan de los adjetivos positivos y concitan tan inquietante unanimidad. 

¿Era Kant un hombre tan grande? Para responder a esta cuestión, Kuehn relata su vida en orden cronológico –desde su nacimiento hasta su deceso– sin alejarse nunca de este contraste entre la altura de su obra y las circunstancias, nada excepcionales, de su vida. Decir que Kant fue un pensador sobresaliente no supone ninguna sorpresa; lo pensaban así hasta sus más envidiosos contemporáneos. Sí lo es, por el contrario, preguntarse –que es lo que hace esta biografía de Akal– cómo tan prodigioso intelecto se camufló debajo de la personalidad de un hombre zarandeado por los mismos males que a todos –antes o después– terminarán alcanzándonos. Esta perspectiva es la que convierte el libro de Kuehn en una narración apasionante.

Razón y experiencia

Es la historia de cómo un joven de una familia sin posibles, cuyos estudios no fueron en exceso brillantes, y que quedó a cargo de su familia tras la muerte de su progenitor, a la que mantuvo a flote como profesor particular hasta que logró entrar en la universidad –tras cuatro rechazos que no hicieron mella en su voluntad–, trastocó el sistema del pensamiento occidental a partir de una concepción del hombre que sitúa en primer término su libertad y fija una pauta moral universal prescindiendo de Dios y de la teología.

Su gran aportación fue una síntesis virtuosa entre la razón y la experiencia. No creía ni en el dogmatismo abstracto de las teorías ni en la infalibilidad de los hechos. El conocimiento, a su juicio, es una suma de ambas cosas. No existe la predestinación, sino la capacidad –sea acertada o errónea– de elegir del individuo de acuerdo no tanto a sus intereses, sino en consonancia con sus principios. Kuehn nos habla en su libro de todas estas cosas, pero también de su afición al billar y a la bebida, del humor que mostraba en sus clases –no así en sus escritos– y de sus habilidades sociales, incluyendo el juego. Nos devuelve a un Kant de carne y hueso, alejado de su propio arquetipo, y nos enseña que muchas veces lo extraordinario habita en lo que nos parece ordinario.

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