Weegee, del Nueva York más sórdido al Hollywood de las estrellas
La Fundación Mapfre repasa en una exposición la trayectoria del célebre fotógrafo de sucesos y de los famosos del cine
Recorrer Nueva York de noche durante los años 30 y 40 no debía de ser lo más apropiado en términos de seguridad. Aunque en 1933 había acabado la ley seca, los conflictos entre bandas en los bajos fondos de la ciudad estaban lejos de cesar. En este contexto, los crímenes eran habituales en el lumpen de la metrópolis, y eso era precisamente lo que más atraía la atención de Weegee, el fotógrafo de sucesos que copaba las portadas de los diarios más importantes de la época.
Asesinatos, suicidios, peleas, arrestos e incendios. Estos eran los temas favoritos de Arthur H. Fellig, su verdadero nombre. O, más bien, su segundo nombre, el nombre de adopción. «Yo era experto en crímenes», llegó a confesar. Lo cierto es que sus imágenes nos sitúan frente a estos sucesos de una manera casi teatral, porque Weegee no se centraba únicamente en el asesino o el arrestado, sino que ampliaba la mirada e incluía a los curiosos que acudían a fisgonear e incluso a otros fotógrafos que cubrían el suceso.
Esta es una de las facetas que se muestran en Weegee. Autopsia del espectáculo, exposición que se puede ver en la Fundación Mapfre hasta el próximo 5 de enero de 2025. Organizada junto a la Fondation Henri Cartier-Bresson y comisariada por su director, Clément Chéroux, reúne un centenar de imágenes que recorren la trayectoria de este peculiar fotógrafo que consiguió elevar a la categoría de arte las imágenes de los sucesos más morbosos y sangrientos de la ciudad.
Nacido en Zólovich (oeste de Ucrania) en 1899 como Usher Felig, emigró a Estados Unidos a los diez años junto a su padre. Tras su paso por la isla de Ellis, a los 14 se asentó en el empobrecido barrio de Lower East Side de Nueva York. Tan solo un año después, y tras haber adoptado el nombre de Arthur H. Fellig en la oficina de inmigración, «deja los estudios para trabajar como ayudante de un fotógrafo y empieza a manejar las cámaras», cuenta Carlos Gollonet, conservador jefe de Fotografía de la Fundación Mapfre.
La decisión de trabajar, que respondía a la necesidad económica de la familia, le llevó hasta los fotógrafos Duckett & Adler y los laboratorios de la agencia ACME Newspictures hasta que en 1935 se estableció por su cuenta como fotorreportero. Con un gusto inequívoco por lo más siniestro y los sentimientos más salvajes del ser humano, Weegee centra su atención en los cuantiosos crímenes que sucedían en Nueva York para llegar a convertirse en uno de los nombres más conocidos que ocupaban las portadas de unos tabloides deseosos de generar un gran impacto en los lectores.
El primero en llegar al lugar del crimen
Se sabe con certeza que Weegee siempre era uno de los primeros en llegar a la escena del crimen. Una de las razones era que tenía sintonizada la frecuencia de la radio de la policía en su Chevrolet, donde pasaba horas esperando alguna noticia. «Su coche era como un estudio portátil, llevaba de todo y le permitía estar el primero en la escena del crimen. Weegee era conocido por todos, aquella era su forma de ganarse la vida y cuanto más inédita fuera la imagen más cabida tenía en los tabloides», recuerda Gollonet.
En cuanto la radio emitía la noticia, Weegee no perdía ni un solo segundo y se presentaba en el lugar concreto, donde en ocasiones se encontraba la sangre aún caliente. En aquella época existía una lucha por llegar los primeros y en este contexto su pequeño estudio móvil le permitía enviar su trabajo antes que nadie.
En sus imágenes vemos un coche accidentado, a la policía sacando el cadáver de un hombre y un coche de las profundidades del río, a gente observando un incendio. En una época en la que travestirse estaba penado, Weegee también acudía a las dependencias policiales a esperar al furgón en el que llegaban los detenidos en las redadas. Algunos se tapaban la cara para no ser reconocidos, otros, sin embargo, miraban a cámara, sonreían y continuaban, sin miedo, como si estuvieran saliendo a actuar a un escenario.
Sin olvidar su origen humilde, Weegee también retrataba a vendedores ambulantes, gente sin hogar y a los más desfavorecidos de la ciudad. Cuando se presentaba en un incendio, además de capturar cómo las llamas devoraban los edificios, Weegee se detenía ante las víctimas, como se puede ver en esa imagen que retrata a un matrimonio chino con un bebé que se cobija en el soportal de un teatro o esa serie de individuos anónimos que miran cómo una avioneta se ha estrellado en una planta alta de un edificio. Independientemente de la temática, en todas sus instantáneas existen algunos rasgos en común: la crítica social y el humanismo.
En la meca del cine
Sin embargo, pasados los años 40, cuando Weegee ya es la estrella del fotoperiodismo de sucesos, cuya obra se ha expuesto en el MoMA, decide que quiere cambiar de vida, de escenario y de ciudad. «Los tabloides ya no son tan populares para el público y esas imágenes tan oscuras tampoco. En esta época empieza a proliferar otro tipo de revista», apunta Gollonet. En este contexto, en la primavera de 1948 se traslada a Hollywood, donde trabaja como asesor técnico para la industria del cine, llegando a hacer algunas actuaciones como actor.
Allí comienza a retratar a las clases altas, la escena social, las galas y las fiestas. Aunque puede parecer una fotografía documental, más fácil y ligera, detrás subyace una burla hacia lo espectacular, el entorno banal que rodea a los famosos y la extravagancia. Los retratos de Marilyn Monroe, Charles Chaplin o el presidente Kennedy los deformaba en el laboratorio y «los vendía como algo novedoso porque tenía un gran manejo de la técnica cuando, en realidad, era una tradición que había nacido en los círculos de los fotógrafos aficionados de finales del siglo XIX», apunta Gollonet.
Con esas sátiras, el fotógrafo consiguió adelantarse a La sociedad del espectáculo, el ensayo que el filósofo Guy Debord publicó en 1967 y en el que revela la teoría y la práctica del espectáculo, dando cuenta del modo en que este regula nuestra experiencia del tiempo, de la historia, de la mercancía, del territorio y de la felicidad. Para Clement Chéroux, comisario de la exposición, «durante su primera etapa neoyorquina mostró que los tabloides vendían la crónica de sucesos como un espectáculo. A partir de 1945 puso en evidencia que el sistema mediático espectacularizaba a ultranza a los famosos».
En realidad, lo que realmente consigue Weegee es situar al espectador ante la reflexión sobre cómo miramos y cómo tendemos a convertirlo todo en un espectáculo. Tampoco hemos cambiado tanto desde entonces.