Comunistas españoles contra Solzhenitsyn: la hipocresía
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta
Entre los intelectuales de izquierdas que poblaron la España de 1975 y años inmediatamente posteriores hubo una evidente hipocresía. Muchos lo confiensan ahora: no querían una democracia, sino cambiar una dictadura, la de Franco, por otra, la comunista. Esos intelectuales vendían el comunismo como el paraíso en la tierra, lleno de libertad, sin opresión, alegre y progresista. Era el futuro en oposición a su presente franquista, reaccionario, gris y violento. En su propaganda negaban que hubiera represión en el mundo comunista. Decían que era propaganda fascista y yanqui para desprestigiar la causa.
Por eso sentó tan mal la aparición en España del escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn, el autor de Archipiélago Gulag, contando que en Rusia había una dictadura atroz y que le había sorprendido mucho que en España la gente tuviera libertad para escribir y comprar libros, hacer fotocopias, escuchar música y tantas otras cosas. Esto no quita que no hubiera represión en la España de Franco, pero sí que la dureza era mucho menor aquí que en cualquier país de la órbita comunista, especialmente que en la Unión Soviética.
Alexandr Solzhenitsyn visitó España en marzo de 1976 y fue entrevistado en TVE por José María Iñigo para su programa Directísimo. Tras hablar de los crímenes soviéticos, comentó que le sorprendía que, a diferencia de la URSS, en España se pudiera viajar libremente, leer prensa de otros países o hacer fotocopias sin pedir permiso. Aquello hizo sonar las alarmas de algunos. El ruso decía que era peor la dictadura comunista que la franquista. Intolerable. Los izquierdistas españoles vieron en Solzhenitsyn a un enemigo, a un tipejo infame que venía a manchar con la realidad incontrovertible su relato del paraíso comunista. Juan Benet, que tenía entonces 50 años y ya no era un crío, publicó un artículo para mostrar ese repudio diciendo «creo firmemente que mientras existan gentes como Alexandr Solzhenitsyn (…) deben perdurar los campos de concentración (…) un poco mejor custodiados a fin de que personas como Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco más de educación no puedan salir a la calle. Pero una vez cometido el error de dejarles salir, nada me parece más higiénico que las autoridades soviéticas (…) busquen el modo de sacudirse semejante peste».
Eduardo Barrenechea, subdirector de Cuadernos para el Diálogo, una publicación emblemática de la época, insinuó que Solzhenitsyn era nazi al decir que en la entrevista doblada «¡No sé si añadiría también en ruso algo de Heil Hitler!». En la revista Triunfo, de izquierdas, se publicó un artículo titulado Operación Solzhenitsyn para denunciar la «propaganda antidemocrática» de TVE, usando a un escritor ruso que era un «profesional del anticomunismo» al servicio de EEUU y de la CIA. Juan Marsé, un novelista que tenía entonces 43 años, publicó en la revista Por favor en abril de 1976 un artículo titulado Solzhenitsyn, chorizo de las letras, en el que decía que el ruso era un «absoluto sinvergüenza». Montserrat Roig, feminista del PSUC, escribió que el ruso era un «cómico de pueblo (…) pagado por una alianza de señores feudales». El semanario Personas, publicación progre apuntada al destape, dijo que el ruso era un «paranoico clínicamente puro». Antonio Álvarez Solís, que se despertó comunista en 1975 después de haber sido secretario del gobernador civil franquista de Barcelona durante nueve años, escribió en un folleto titulado El búnker, de 1976, que Solzhenitsyn era «el último fichaje informativo del búnker». Álvarez Solís apuntaba maneras, despreciando la violencia, o usando el doble rasero, porque en 2011 fue en las listas de Bildu.
¿Por qué lo dijeron? Vamos con la entrevista a Solzhenitsyn en Televisión Española.
Solzhenitsyn contó a José María Íñigo los efectos de la, en sus palabras, «desalmada religión telúrica del socialismo» que se ganaba los «espíritus jóvenes» dando una «engañosa claridad». En 1937, apuntó el ruso, mientras en España los comunistas decían que querían salvar al pueblo, en la URSS se fusilaba un millón de personas al año. «Vosotros no sabéis qué es el comunismo» ni qué es una «dictadura» a pesar de Franco. «En nuestro país —la URSS— nos encontramos como en una cárcel». Tenía razones para tal afirmación. Su libro se basó en más de 200 entrevistas a supervivientes de los campos de trabajo soviéticos. Solzhenitsyn ya había pasado por uno como consecuencia de haber criticado en una carta privada a Stalin en 1945. Dijo que el «Padre de los Pueblos» no era un buen militar. Fue condenado a trabajos forzados por haber cometido un «crimen contrarrevolucionario». Le aplicaron el famoso artículo 58 del Código Penal comunista que sirvió para las purgas.
Alexandr fue de un campo a otro, cada vez más duro, hasta que le diagnosticaron cáncer en febrero de 1953. Al mes siguiente, un dos de marzo, murió Stalin, lo que salvó la vida al escritor. Los gerifaltes comunistas decidieron remozar el régimen, y para ello era necesario renegar de Stalin. Pusieron en marcha el Tribunal Supremo, que se dedicó a liberar a presos políticos. A su salida, en 1956, Solzhenitsyn escribió una novela con sus vivencias carcelarias a la que tituló Un día en la vida de Iván Denísovich. La obra fue utilizada por Kruschev para demostrar la supuesta apertura y el inicio de una nueva época, así que permitió su publicación en diciembre de 1962. Unos meses había tenido lugar la crisis de los misiles en Cuba, y a la dictadura comunista en Rusia le venía bien cierta distensión. Alexandr fue presentado como un miembro del grupo disidente, al estilo Andréi Sájarov y Roy Medvedev, que obtenía su distinción intelectual por la resiliencia. Aquello fue magnífico para Solzhenitsyn porque muchos presos, miles, empezaron a escribirle para referir sus experiencias. La información acumulada fue la base de su obra más conocida, Archipiélago Gulag.
Solzhenitsyn publicó en 1968 Pabellón del cáncer, una historia que recoge parte de su experiencia en Kazajistán, cuando estaba internado. Aquello podía justificar la recopilación de información sobre los gulag, pero no convencía al KGB. Ese mismo año los rusos habían invadido Checoslovaquia, asesinando a 108 personas para evitar una mínima apertura. La URSS no podía permitirse más rendijas ni disidentes. El problema era que Solzhenitsyn ya era un intelectual muy conocido, por lo que decidieron anularlo. Fue expulsado de Moscú, amenazaron a su familia y amigos, y la prensa del régimen comenzó a verter insultos contra su persona y su obra. El objetivo era convertir a Alexandr en un paria, en un personaje sin autoridad para criticar al régimen soviético. El escritor siguió su tarea. Dividió el manuscrito y lo escondió. Siguió una rutina muy estricta. Se reunía con sus amigos pero nunca hablaban por teléfono ni en un lugar público o donde pudieran grabar la conversación. No dejaban nada escrito. Si escribían algo, lo leían y quemaban. Alexandr comenzó a vivir como un espía de película. No repetía itinerarios, y si cogía el tranvía no se bajaba siempre en la misma parada, o lo hacía de sopetón para entorpecer el trabajo de los sicarios comunistas. Tenía que dar a conocer al mundo el horror comunista como fuera, así que organizó rutas de fuga de su libro para que llegara a Occidente.
Toda una epopeya.
La Academia sueca decidió dar a Solzhenitsyn el Premio Nobel de Literatura en 1970. El episodio parece sacado de la novela The Prize, de Irving Wallace, que en 1963 llevó al cine Mark Robson, con Elke Sommer, Edward G. Robinson y Paul Newman, que hizo de novelista galardonado metido en una historia de espías comunistas. Solzhenitsyn, a diferencia del personaje de Wallace, decidió no ir a la entrega del premio. Envió el discurso, que resultó un alegato a favor de la libertad del hombre, y en especial del escritor como alma de la nación. Aquello era imposible en el comunismo. Yelizaveta Voronyanskaya, una de sus amigas y su secretaria, fue torturada para que confesara el paradero del manuscrito de Solzhenitsyn. No lo hizo, pero al volver a casa se suicidó. Era el mes de diciembre del año 1973. El escritor decidió entonces publicar el primer volumen de Archipiélago Gulag.
Dos meses después, en febrero de 1974, fue detenido por la KGB y enviado a prisión. ¿Qué hacer con el Premio Nobel? El daño ya estaba hecho porque el libro circulaba. Le despojaron de su nacionalidad soviética y fue expulsado a la Alemania Federal, lo que permitió su libertad y que el mundo conociera una de las caras de la sangrienta represión comunista en Rusia. El horror de la vida de los presos políticos, la arbitrariedad del sistema, la violación de los derechos humanos, o el número indeterminado de muertos dejaron al descubierto la enorme mentira del paraíso comunista. Aquello fue algo difícil de soportar para los progresistas occidentales, también desmoralizados por la verdad de la Revolución Cultural maoísta en China, que vertía sangre sin fin.
Posiblemente, Archipiélago Gulag está a la altura de la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi, sobre todo cuando el italiano escribió en la segunda entrega que nazis y soviéticos buscaban el exterminio. Solzhenitsyn produjo el documento más demoledor sobre la realidad de la utopía comunista hasta que Stéphan Courtois dirigió el trabajo titulado El libro negro del comunismo en 1997. Ante la evidencia, algunos dijeron que el genocidio perpetrado en la URSS no era comparable al nazi, y se negaban a reconocer que fue Lenin el precursor del archipiélago de campos de internamiento y exterminio. Otros, como el historiador Eric Hobsbawm, dieron por bueno el «experimento social» porque había servido, en su opinión y mintiendo, para que el modelo socialdemócrata se instalara en Europa. La obra de Solzhenitsyn hizo por poner a los comunistas frente a su realidad casi tanto como la caída del Muro de Berlín.
Por supuesto que se sabía lo que estaba pasando. Otra cosa es que se mirase para otro lado, o que el dinero soviético tapara bocas. La obra de Solzhenitsyn no fue la primera que describió el horror comunista en la URSS. La corresponsal española Sofía Casanova pintó los crímenes en La revolución bolchevista. Diario de un testigo (1920). Iván S. Shmelióv tuvo que exiliarse para denunciar en El sol de los muertos (1923) la represión en Rusia. Lo mismo ocurrió con Evgueni Zamiatin y su novela Nosotros (1924), que reflejó en una distopía la realidad totalitaria. André Gide visitó el «paraíso» comunista y criticó lo que allí pasaba en Regreso de la URSS (1936). Quizá el caso más interesante sea el de Robert Conquest, militante del Partido Comunista británico en su juventud, y que se convirtió en uno de sus denunciantes más duros. Publicó El gran terror: la purga de Stalin en los años treinta (1968) sobre las purgas comunistas entre 1934 y 1939. Conquest criticó a algunos intelectuales europeos por ser portavoces del comunismo a pesar de las pruebas sobre la vulneración de los derechos humanos. Esto sigue ocurriendo a pesar de las evidencias.
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