Los secretos de los templarios: una historia de poder
«Los templarios fueron los grandes protegidos del papa y levantaron una polvareda de envidia, pasando de ser la nueva caballería a convertirse hacia el final de su existencia»
La Orden del Temple ha irrumpido de nuevo y por tercera vez en lo que va de año en la prosaica y politizada actualidad, setecientos años después de su prohibición, acaecida el 2 de abril de 1312 y dictada por el papa Clemente V en el Concilio de Vienne (Francia), espoleado por Felipe IV rey de Francia, tras la proclamación de la bula «Vox in excelso». Las últimas demandas de conciliación se presentaron en octubre de 2023 y enero de 2024, aunque ya habían presentado otras en 2005, 2006 y 2007, año de una demanda de juicio ordinario, más un recurso de apelación en 2008. ¿Por qué fueron encumbrados, patrocinados, solicitados y, finalmente, exterminados de esa manera tan sangrienta y abrupta?
Los templarios fueron, efectivamente, los grandes protegidos del papa y levantaron una polvareda de envidia, pasando de ser la nueva caballería a convertirse hacia el final de su existencia, para algunos de sus enemigos, en una «nueva monstruosidad». Sus epígonos, reunidos hoy en la Asociación Orden Soberana del Temple de Cristo, exigen al papa Francisco la rehabilitación de la orden de los monjes guerreros, que fueron ejecutados y perseguidos, y cuyos bienes –más de ochocientos castillos en toda Europa– confiscados, expropiados y expoliados siguen ocultos en sus criptas, según historiadores y expertos en la Orden, y son considerados tesoros de incalculable valor. También le reclaman al sumo pontífice la devolución de miles de documentos que descansan en los Archivos Apostólicos del Vaticano y que contienen valiosa información de los dos siglos en los que la orden estuvo activa en Jerusalén, la península ibérica, Francia, Inglaterra, Polonia, Alemania, Hungría y Chipre, entre otros lugares.
Los templarios, nacidos con las cruzadas y protagonistas de las guerras de religión entre los siglos XI y XIV, se movían siempre entre dos extremos: eran guerreros santos, peregrinos y guerreros, hombres de biblia y espada, pobres y financieros. La famosa cruz roja estampada en su uniforme simbolizaba la sangre que Cristo había derramado por la humanidad. La Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón fue semilegendaria desde su origen, en 1119, basado en los principios de castidad, obediencia y pobreza, aunque con el tiempo acumuló poder y riquezas, causa ulterior de su aniquilación por el rey galo, q ue un día fue su amigo. Fue, sin duda, uno de los grupos armados e influyentes más poderosos de la Baja Edad Media: no en vano, gran parte de su riqueza provenían precisamente del patronazgo de la nobleza, un capital que se completaba con donaciones de las clases más humildes, a fin de financiar sus incursiones en Palestina, Siria, Asia Menor, Egipto, el noroeste de África e incluso el sur de España.
Rodaron cientos de cabezas: la crueldad de Saladino con los templarios
Explica Dan Jones en Los templarios. Auge y caída de los guerreros de Dios (Ático de los libros, 2021) que llegaron a ser también héroes locales, porque aquellos que no entraban en batalla en Tierra Santa, se quedaban rezando en Europa y sus plegarias eran demandadas por todos los pueblos de la cristiandad. En el nacimiento de los templarios tuvo mucho que ver el caballero francés Hugo de Payns, que junto a otros ocho compañeros formó una guardia permanente para los peregrinos occidentales en Tierra Santa, siguiendo el ejemplo de un grupo de médicos voluntarios –los hospitalarios– que habían fundado un hospital en Jerusalén, en 1080: el Hospital de San Juan.
Tras recibir la aprobación del rey cristiano de Jerusalén y la bendición del papa de Roma, establecieron su cuartel permanente en la Ciudad Santa, en la mezquita de al-Aqsa, en el monte del Templo. Tras buscar y conseguir financiación por toda Europa, los templarios pasaron de ser una hermandad que protegía peregrinos a un grupo militar de soldados de élite que llegó a poner al sultán Saladino contra las cuerdas, al punto de que terminó por obsesionarse con ellos y llegó a supervisar personalmente la ejecución de cientos de templarios en un solo día, una cuestión de cálculo militar. Sí, eran el grupo armado más solicitado en los estados cruzados cristianos: el reino de Jerusalén, el condado de Trípoli y el principado de Antioquía, pero no siempre estuvieron dirigidos por sabios estrategas. El torpe maestre templario Gérard de Ridefort, por ejemplo, condujo a los ejércitos de Dios a la batalla apocalíptica de Hattin en 1187. Saladino llegó a ofrecer un precio exorbitado por prisionero, cincuenta dinares, a cualquier musulmán que llevara ante el sultán un caballero del Temple o del Hospital y, según narra Imad al-Din, «ordenó que se les cortara la cabeza a todos y se les borrara de la tierra de los vivos».
Al poco tiempo, el mítico Ricardo Corazón de León les dio nuevo impulso en 1190 y se desarrollaron financieramente gracias al favor real y al apoyo financiero de los nobles que, queriendo imitar al monarca inglés, favorecieron económicamente a los hasta entonces caballeros paupérrimos. Y no solo tuvieron que combatir en África contra las huestes del sultanato, sino que se vieron obligados a participar en las guerras intestinas de varias facciones de guerreros europeos, belicosidad sostenida en el tiempo que les fue debilitando hacia 1260. En esa década, sufrieron una de sus más tremendas derrotas a manos de los ejércitos mongoles, dirigidos por los descendientes del mismísimo Gengis Khan, y de los mamelucos, una casta de soldados esclavos musulmanes.
Falsas acusaciones antes de la hoguera: la codicia de los bienes ajenos
Explica Dan Jones en Los cruzados. La épica historia de las guerras por Tierra Santa (Ático de los libros, 2020), que su persecución y sacrificio fue una operación financiera desleal y sádica impulsada por Felipe IV y sus ministros, con la connivencia de Clemente V, antiguo obispo de Burdeos y cuyo nombre era Bertrand de Got: para más señas, el peor clérigo que se haya sentado en el trono de san Pedro, según Federico Sánchez y Francisco Sancabal, coautores de Los misterios de la Orden del Temple (Arcopress, 2016), que describen al papa y al rey galo como sátrapas y asesinos. Entre los acusadores más insidiosos destacó Guillermo de Nogaret, un abogado que inventó el relato de que los templarios celebraban en secreto ceremonias blasfemas y eran merecedores de un castigo ejemplar. Lo cierto es que los enemigos de los guerreros de Dios querían apoderarse de sus bienes dentro del reino de Francia y aumentar el tesoro de la corona francesa, envuelta en problemas financieros sistémicos. Entre otras calumnias, los hombres del rey acusaron a los templarios de escupir y orinar en las cruces, negar el nombre de Cristo, besarse y acariciarse entre ellos en rituales de iniciación y adorar estatuas e ídolos. En la tierra que los vio nacer y que durante dos siglos los había protegido, los hermanos de la orden fueron difamados con falsos testimonios de sodomía y sacrilegio, torturados y condenados a la hoguera.
La súbita disolución de la orden acarreó, como hemos dicho, arrestos en masa, persecuciones, torturas, juicios espectáculo y confiscación de sus propiedades y pertenencias para escarmiento de los fieles, que vieron con horror cómo sus héroes eran exterminados. Muchos miembros fueron sentenciados a largas condenas de cárcel, obligados a dejar las armas y a vivir como meros monjes en monasterios no militares de otras órdenes y, en el caso de los reinos de la península ibérica, se les permitió unirse a la Orden de Cristo portuguesa debido al destacado papel que muchos templarios habían jugado durante la Reconquista. Puesto que en el momento de su arresto eran más de 15.300 templarios, de los cuales 650 fueron asesinados, incluyendo el gran maestre Jacques de Molay, quemado en la hoguera el 18 de marzo de 1314 y cuyas últimas palabras fueron la promesa de que Dios vengaría la orden, hoy piden la restitución de su memoria y que sean considerados mártires. Los bienes de la Orden fueron entregados en su mayor parte a la Orden de San Juan del Hospital y ahora los caballeros también le piden al papa Francisco una compensación económica.
Criptas y tesoros que llevan ocultos nueve siglos
Hoy, los últimos caballeros de la Orden del Temple piden ante la Santa Sede que se autorice a la Orden a formar un ejército o cuerpo armado y a intervenir en conflictos religiosos y como mediador entre partes, en el turbulento avispero de Oriente Próximo, así como un reconocimiento del rito de Melquisedec para el sacerdocio templario, gracias al cual los líderes de la Iglesia dirigen la Iglesia y llevan la predicación del Evangelio por todo el mundo. Ahora, gracias a investigadores como Manuel Fernández Muñoz en Eso no estaba en mi libro de historia de los templarios (Almuzara, 2021), ya sabemos de la existencia de dos iniciaciones templarias: la primera, una ceremonia llena de simbolismo y que transcurría durante tres días en un calabozo oscuro provisto de un cántaro, símbolo del grial; una calavera, recuerdo de la muerte; una capa marrón, el distintivo de la pobreza; una vela, distintivo de la luz, y un mendrugo de pan duro, en representación del desencanto por los placeres mundanos. El segundo rito estaba reservado solo para aquellos que habían conseguido hacerse templos vivientes y que, en un determinado momento, podrían ingresar en los oratorios y capillas para beber del grial y convertirse así en sus custodios.
Cuenta en este ensayo Manuel Fernández Muñoz que los caballeros del Temple, cada vez más acosados por monarcas y validos, aprendieron una disciplina ancestral, la del arte de esconder sus posesiones bajo tierra, a la manera de los antiguos sacerdotes del templo de Salomón, quienes ocultaron sus objetos sagrados en la gruta subterránea del sanctasanctórum durante más de mil quinientos años. Desde entonces, en los edificios de la Orden y los castillos construían una sala secreta o cripta, donde los maestres templarios compartían con sus hermanos la sabiduría de los antiguos sabios de Sion y, sobre todo, escondían fortunas incalculables junto a ciertos objetos cargados de poder. Quizá, tras esta nueva petición al Sumo Pontífice de los templarios demandantes en nuestro siglo, no se encuentre sino la intención de que la Orden, una vez rehabilitada como prelatura personal, pueda acceder a una fortuna que, de ser fieles al espíritu de Bernardo de Claraval, serviría acaso para rearmar el ejército occidental más poderoso del siglo XXI. ¿El tan debatido Ejército Europeo? Esta será ya otra historia… no menos apasionante.