La fascinación de los 'palaces'
«No creo que Roman Polanski hubiera podido filmar su comedia pasada de vueltas en uno de estos pulcros palaces de nuevo cuño»
La última película de Roman Polanski transcurre en un aristocrático hotel en la localidad suiza de Gstaad. Se trata de una obra coral, a medio camino entre el humor negro, la incorrección política y la crítica social más disparatada, mediante la cual el cineasta de 90 años se burla de todos los convencionalismos imaginables acerca del lujo y de la Vieja Europa. La cinta está poblada de personajes tan excéntricos como grotescos, pero el verdadero protagonista de la historia es el propio establecimiento. De ahí el sucinto título del filme: The palace.
¿Qué es un palace?, se preguntarán ustedes. Pues un palace no es exactamente un palacio –que, en francés, se dice palais– sino un hotel con el señorío y las dimensiones del mismísimo Titanic. Un paquebote más propio de la Belle Époque, con sus salones gigantescos, sus restaurantes de alta cocina, sus suites presidenciales y sus incontables atenciones al cliente. Nada que ver con esos hoteles boutique que se han puesto de moda en los últimos lustros, con dimensiones reducidas, mucho encanto y pocos servicios. Aquí el atractivo principal radica en una elegante desmesura.
El desarrollo de dicho concepto suele atribuirse a César Ritz, un visionario hostelero suizo del siglo XIX que forjó su leyenda como director del Savoy de Londres –con el legendario Auguste Escoffier haciendo de chef– y que luego impulsó la creación de los hoteles Carlton y Ritz en diversas capitales occidentales. Nuestro hombre no solo diseñó dormitorios espaciosos ostentosamente decorados y dotados de cuartos de baño de uso privativo, sino que implementó el servicio de habitaciones como un plus fundamental para fidelizar a la clientela cosmopolita, con la figura del concièrge como un profesional bien adiestrado y con infinitos recursos, capaz de conseguir (casi) cualquier cosa para sus distinguidos huéspedes.
Aquellos palaces decimonónicos vivieron su apogeo durante la Belle Époque, asociados a una tendencia de consumo que empezaba a imponerse entre las élites: un turismo primerizo, relacionado a veces con los balnearios, las playas, los casinos o, simplemente, la oferta cultural de las grandes metrópolis. Hasta entonces, las familias adineradas que viajaban a Londres o a París para hacer compras o disfrutar de la temporada operística se alojaban durante el tiempo que fuera menester en las residencias de algún primo lejano, como nos han enseñado los relatos de Jane Austen. Pero las clases sociales emergentes, que acababan de llegar a la City en un transatlántico de la Cunard o la White Star Line, ¿dónde hallaban un aposento adecuado a su condición disponible para unas cuantas semanas?
Así surgieron en la capital británica los grandes hoteles de Mayfair o de The Strand –estos últimos, estratégicamente situados cerca del área de teatros de Covent Garden–, empezando por el Brown’s, el Claridge’s o The Langham, que acogieron a la jet set de la época victoriana con Oscar Wilde a la cabeza, mientras que en París inauguraba, en 1835, el Meurice, enclavado en la rue de Rivoli, a dos pasos del Louvre, frente al Jardín de las Tullerías.
Pronto, el fenómeno se contagió a la Costa Azul, con el Hôtel de la Californie en Cannes, el Negresco de Niza o el Grand Hôtel de Montecarlo, acogiendo a la aristocracia rusa que venía al Mediterráneo en invierno. ¿Y en España? En tiempos de Alfonso XIII se edificaron el Ritz (1910) y el Palace (1912) de Madrid, el María Cristina (1912) de San Sebastián, el Majestic (1918) barcelonés y el Alfonso XIII (1928) de Sevilla. El boom parecía imparable.
Eran edificios imponentes, con todas las instalaciones necesarias para entretener a una clientela exigente que deseaba sentirse como en casa. Había suites para las personalidades y habitaciones individuales más modestas, en las buhardillas, para acoger a los sirvientes que viajaban con sus señores; además de escalinatas majestuosas, comedores refinadísimos repletos de plata y porcelanas y un buen número de salones con diferentes utilidades.
«El de las mujeres, para toma el té y conversar; el de los hombres, para jugar al billar, apostar o fumar. En estas estancias tenía lugar la vida mundana del hotel, puesto que los clientes tenían la seguridad de estar en su ambiente y no codearse con gente que no fuera de su condición«, explica el investigador Bruno Lavelle.
¿Por qué el Ritz de la Place Vendôme, inaugurado en 1898, se convirtió en the place to be por encima de todos sus predecesores y sucesores? El ingenioso César lo dotó de todas las comodidades imaginables en aquel tiempo: electricidad, agua corriente, teléfono en todas las habitaciones… además de imponer en su comedor gastronómico el menú a la carta, que revoluciona la restauración parisina permitiendo al comensal elegir en cada momento lo que más le apetecía comer de una lista amplia de manjares suculentos. Había nacido el palace moderno, que se iría poniendo al día con el paso de las décadas, acogiendo restaurantes de autor y hasta coctelerías de primera fila mundial (piensen en el bar del Hôtel Plaza neoyorquino o el del Connaught londinense).
Llevaban la mayoría de estos establecimientos un siglo de actividad cuando el gobierno francés que presidía Nicolas Sarkozy decidió en 2011 definir con precisión el modelo y otorgar a dicha categoría hasta entonces oficiosa el debido marchamo administrativo. Por aquel entonces, yo estaba destinado en París y viví en primera fila el reconocimiento oficial de esta clase ultra premium, otorgada a aquellos negocios hoteleros que representasen el colmo de la hospitalidad à la française.
Lo que hasta entonces había sido un concepto casi intangible pasó a convertirse en «un reconocimiento que se concederá durante 5 años a una veintena de hoteles en todo el país, en función de que cumplan unos requisitos de excelencia», anunció el secretario de Turismo, Hervé Novelli, al delegar en la Agencia estatal de Desarrollo Turístico Atout France la gestión de tan exclusivo club.
Se establecieron de inmediato unas bases de calidad y se creó un jurado de 10 expertos para determinar quién tenía derecho a ostentar la preciada placa dorada junto a su puerta y quien no. Entre otras cosas, un palace comme il faut debía hallarse erradicado en un edificio histórico de época, con una arquitectura excepcional e inimitable, decoración con antigüedades y obras de arte, servicios e infraestructuras al mejor nivel (restaurantes estrellados, gimnasio, piscina, spa, jardines…), personal altamente cualificado, una relación de 2,75 empleados por llave, debía tener entre 50 y 200 habitaciones y mayor número de suites que cualquier cinco estrellas al uso.
Parecía todo un poco ostentoso y clasista, ¿verdad? Pues no era ningún capricho chauvinista, sino una calculada operación promocional. Recuerden que el sector turístico es la primera fuente de ingresos de la economía gala, generando un millón de empleos directos y otro tanto de indirectos, representando una cifra de negocios de 80.000 millones de euros que se reparten 210.000 empresas y atrayendo al Hexágono a 100 millones de visitantes en 2023, siendo este país, desde hace lustros, el principal destino vacacional mundial.
La proliferación de hoteles cinco estrellas en Francia –165 entonces, 440 hoy–, unida a la entrada en el mercado europeo de las grandes cadenas de lujo asiáticas (The Peninsula, Sangri-La, Mandarin, Raffles), obligaba a la Administración a crear esta nueva categoría ultra premium para salvaguardar, en cierta forma, la grandeur del patrimonio hotelero histórico galo.
Así que la comisión, presidida por el académico Dominique Fernández, se tomó la misión tan rigurosamente que su primer dictamen dolió a algunos. Solo ocho hoteles fueron propuestos para dicha la categoría: Le Bristol, Le Meurice, el Parc Hyatt Vendôme y el Plaza-Athénée, en París, así como el Hôtel du Palais (Biarritz), Les Airelles y Le Cheval Blanc (Courchevel) y el Grand Hôtel du Cap Ferrat (Saint-Jean-Cap-Ferrat). Una lista de nombres incuestionables, que primaba lógicamente la abundancia de negocios referenciales en la capital de Francia y no se olvidaba tampoco del turismo invernal alpino ni de los clásicos paquebotes del veraneo costero en ciudades balneario. Pero también una lista rácana, ya que descartaba inicialmente nombres legendarios como el Negresco (Niza), el Martínez (Cannes), el Georges V parisino o el mismísimo Ritz, con quien el tribunal no tuvo la menor clemencia, reprochándole unas instalaciones muy avejentadas.
Hoy son 31 los palaces reconocidos en el top de 2023 de Atout France, incluyendo a los pioneros, así como a algunos castigados de la lista inicial (Georges V), a otros que no se presentaron por hallarse en reformas (Crillon, Eden Roc), a varios enclavados en parajes campestres (Château Saint-Martin, Les Près d’Eugénie) o vitivinícolas (Les Sources de Caudalie, Villa La Coste) e incluso a algunas de las últimas inversiones de grandes capitales asiáticos en la ciudad de la luz.
Menudo éxito, ¿verdad? Sucede, sin embargo, que los palaces de nuestra era, lejos de ser un negocio, suponen lo que un estudio de Jones Lang LaSalle denominaba trophy assets, al ser difíciles de rentabilizar y estar ligada la inversión al valor patrimonial y la hipotética plusvalía de una futura venta. «Debido al coste de la adquisición, al gasto constante en mantenimiento y a unas plantillas numerosas y bien pagadas, estos hoteles limitan mucho la rentabilidad futura de los activos», sugería el citado informe.
¿Quiénes son sus orgullosos propietarios? «Fondos soberanos o inmobiliarios, así como grandes fortunas privadas con liquidez suficiente para no preocuparse de nad», señalaba Jean-Michel Normand en Le Monde. Así, el Meurice y el Plaza Athenée están en la órbita del Sultán de Brunei; el príncipe Al-Walid posee el Georges V; Mohamed Al-Fayed, el Ritz…
¿Y los nuevos? Pues Qatari Diar adquirió hace tres lustos el Royal Monceau de la Avenue Hoche, encargando su explotación al grupo Raffles de Singapur; mientras que el antiguo Majestic de la Avenue Kléber se ha metamorfoseado en The Peninsula bajo el auspicio de la familia hongkonesa Kadoorie y otro millonario de dicha ciudad, Robert Kouk, es el propietario del Shangri-La de la Avenue Iena, que ocupa el antiguo palacete en la rive droite de Roland Bonaparte.
No creo que Roman Polanski hubiera podido filmar su comedia pasada de vueltas en uno de estos pulcros palaces de nuevo cuño, carentes de charme y rebosantes de huéspedes treintañeros sin el menor apego por los antiguos ritos. Tampoco Edmund Goulding habría localizado en ninguno de ellos su película Gran Hotel (1933), ambientada en el Berlín de Entreguerras con un prodigioso electo de actores encabezado por Greta Garbo y John Barrymore. Ni Wes Anderson hubiera perseguido en sus instalaciones el fantasma de Stefan Zweig, con ese estilo narrativo entre humorístico y melancólico que caracteriza El Gran Hotel Budapest (2014).
Y es que la fascinación de los palaces de siempre radica, fundamentalmente, en cierta decadencia llevaba con dignidad y un regusto a tiempos más amables que algunos mitómanos añoramos no haber vivido. Alójense en alguno de ellos –cuanto más desvencijado, mejor–, antes de que la inclemente búsqueda de la rentabilidad los convierta en una caricatura de sí mismos, y entenderán de qué les hablo…