OnlyFans, Lipovetsky y la dictadura de la frivolidad
El pensador francés critica en ‘La consagración de la autenticidad’ el exhibicionismo ‘kitsch’ que fomentan las redes
Ahora que el mundo está al borde de la catástrofe, y vivimos entre tramas de corrupción institucionales de lo más variadas, riadas amazónicas revienta-vidas y disputas tribales por la audiencia televisiva entre un hormigo con complejo de Napoleón y el príncipe de la izquierda que aplaude las batucadas como forma de manifestación, ¿por qué no hablar de OnlyFans? Una plataforma que, irónicamente, se revela como un termómetro privilegiado de lo que somos como civilización. Y para entender esta ironía, nada mejor que las tesis abordadas por el filósofo francés Guilles Lipovetsky, quien publicó este año un nuevo ensayo con el que retarnos a dudar de los sobreentendidos modernos: La consagración de la autenticidad (2024).
Pero antes de bucear en el pensamiento del autor, ejemplifiquemos los pormenores de OnlyFans: esa plataforma de suscripción «íntima» (genial eufemismo de pornográfica), que funciona como una red social de pago donde, por un pico, se tiene acceso al desabrigo de periquitos y periquitas varios. Hay de todo en el club digital. Un bufé que fácilmente puede pasar del estriptis, al lupanar con espectáculo de sexo, según se pague. A priori, nada nuevo bajo el sol. La digitalización es un sendero hacia la automatización de la satisfacción de los deseos, e incluso al acceso a su goce indirecto. Una tentación con la que la posmodernidad juega igual que un tahúr. O, al menos, eso dirá Lipovetsky. Pero antes de entrar en la obra del francés, merece la pena especificar un elemento que, honestamente, puede ser una buena encarnación de este descarrilamiento.
Cecilia Sopeña es una de las creadoras de contenido en OnlyFans más reconocidas de nuestro país. Aunque sólo se haya tenido acceso a unos pocos de sus vídeos, según para quien, sabe avivar un interés por el ciclismo como no lo hacen 20 Tours de Francia a la hora de la siesta. Claro, que la creadora de contenido se preocupe tanto por exhibir una premeditada desnudez, como por el juego pedalero, parece la mejor excusa para interesarse por el mundo del piñón. Según parece, la nudicista Sopeña rindió sus viejas armas; las tizas y las calculadoras, en cuanto vio que su contenido en OnlyFans le daba más libertad y boniatos que la docencia. Y parece dramáticamente lógico, cuando la educación se revela como una obligatoriedad social latosa, frente a los millones de salidos que se echan el día scrolleando en un reino de los vicios donde gobierna quien se ofrece libérrimo y lo más despelotado posible.
Sea como fuere, se ha producido un nuevo giro de los acontecimientos. Vista la millonaria bolsa que Sopeña ha engordado desde que empezara su tour por OnlyFans, hace no mucho protagonizó un vídeo en el que la creadora de contenido aparecía con su madre en el programa de Juan Dávila. En él confesaba como insta a su progenitora a que ella también participe de la aplicación del despelote panóptico. Aclarando previamente, eso sí, que no tiene por qué sexualizarse, ni participar del lucrativo estriptis digital (como si la plataforma se sostuviera gracias a otro tipo de contenido). Un par de reclutas allí presentes y, a la postre, miles de comentaristas anónimos en redes rindieron pleitesía a la propuesta.
Esta última reacción, la de naturalizar y promocionar que una hija invite a su madre a hacer dinero en una aplicación como OnlyFans, es lo que mejor puede ligarse a la obra de Lipovetsky. En especial sus ensayos El imperio de lo efímero (1987) y El lujo eterno: de la era de lo sagrado en el tiempo de las marcas (2003). Porque detrás de una supuesta inocencia casquivana como esta, hay toda una lectura sociocultural a mano que, precisamente, el filósofo galo ha iluminado a lo largo de varias décadas.
«Democratización del lujo»
Si bien algunos tienden a colgar a Lipovetsky el sambenito de conservador mohíno y puritano, sólo lo hacen quienes no lo han leído con atención. También quienes creen que invitar a tu madre a un sitio donde puede acabar poniendo sus cueros en pompa a ojos de miles de onanistas anónimos, con la naturalidad con que se le diría que consuma menos colesterol, es de lo más saludable. Para Lipovetsky, acciones mercadotécnicas como estas se sostienen en conceptos tales que el amorramiento materialista, la salivación por la élite o una democratización del lujo, que jamás lo había hecho tan aspiracional sin importar la clase. Esto último sería la explicación de que los límites al buen gusto estén cada vez más gangrenados, y se vuelquen hacia la vulgaridad. Eso, sin contar con que desde que se dio el poder de sumas rockefellerianas a influencers cretinos, se venera cada vez más un exhibicionismo kitsch que no deja de flirtear con lo obsceno.
De ahí, propondrá Lipovetsky, que por el exceso y la vanidad, por la plegaria cosmética o el diezmo de la atención, se legitimen gestos antes, como mínimo, cuestionables. Esa democratización del gusto por el lujo ha hecho que deje de sorprendernos los límites a los que están dispuestas a llegar las personas por alcanzarlo. O las excusas que encuentren para justificar sus ambiciones, que pueden ir desde un reclamo de «libertad», de la «autenticidad» hasta, como declaró Sopeña respecto a su tejemaneje materno, un ejercicio «empoderador». Según ella, una demostración de autonomía en busca de la sororidad online… Sin entrar a contradecirla, se huele a que lo mejor que han hecho Sopeña y su madre con estas declaraciones, ha sido airear la moqueta del priapismo digital. Un nuevo ejemplo de que internet, como un buen electricista, no desaprovecha un empalme. Y mucho menos la oportunidad de sacarle una jugosísima rentabilidad.
La plutocracia ha entrado hasta la cocina de nuestras vidas y nos está preparando tortitas mientras nos masajea sórdidamente los hombros. La pornificación y mercantilización descontrolada de todo es uno de los últimos tirones de fórceps que faltan para parir una sociedad gástricamente nihilista, pero ni siquiera en un valor nietzscheano, sino en su perversión mercantilista. Una deriva que, irónicamente, Lipovetsky liga a un hito: el quiebro de la cultura de clase. Una cultura que, antaño, en la ultra riqueza pasaba por el ocio y el título, y hoy sólo está relacionada con el dinero. ¿Acaso el nuevo rico ruso tiene algo que ver con el futbolista o las estrellas del show business? En absoluto.
La posmodernidad, en la que el autor galo ha volcado todos sus estudios, parece seguir deslizándose, como ya lo advirtió hace 40 años en su obra más conocida: La era del vacío (1983) por derroteros contra el aseo ético y estético, limando hasta el hueso la poca chicha de hondura que tuviera. Hacerles un perfil de Facebook a tus padres para que se reunieran telemáticamente con sus camaradas de colegio, o emitieran desafortunados comentarios excesivamente emotivos en las publicaciones, tenía su ternura. Motivarles a que se hagan OnlyFans para sacar cuartos por fotografías de su ropa interior en ejercicio de sus funciones, por el contrario, tiene su inquietud.
Donde impera la pasta se hace carne la frase de Hassan-i Sabbah: «Nada es verdad, todo está permitido». Y ese es el imperio donde, poco a poco, habitan cada vez más nuestros sentidos. Especialmente, aquellos ligados a lo común. ¿En qué deberíamos refugiarnos, según Lipovetsky, para no ser arrasados por esta dictadura de la frivolidad? En primer lugar, en darle más valor a la modestia, a la discreción y al cuidado de la privacidad. Que si bien parece una batalla deseable, también una con pocas papeletas para ser venidera.