España en sus novelas: los relatos que conforman un país
El historiador Jordi Canal selecciona en ‘Contar España’ 12 obras de ficción para conocer mejor nuestro pasado
«Los historiadores y los apasionados de la historia deberían leer más novelas». Esta es la primera frase que se encontrará el lector, nada más abrir el libro, en la última obra de Jordi Canal: Contar España. Una historia contemporánea en doce novelas (Editorial Ladera Norte). Tanto el título como el subtítulo tienen su miga, por lo que volveré a ello más adelante. Pero vamos primero a dilucidar qué es exactamente eso de leer novelas para aprender historia.
Mejor dicho, deberíamos establecer en primer lugar cómo no debe entenderse la mencionada frase: en una etapa, como la presente, de fulgurante éxito de la —en mi opinión, mal llamada o mal entendida— novela histórica, con una inflación desorbitada de títulos (buena parte de ellos clónicos), lo primero que hay que deshacer es la creencia generalizada en muchos lectores de que están leyendo historia tan solo porque los deslices de alcoba —pongo por caso— se ubican en tiempos de Cleopatra. O porque el suspense acerca de quién es el asesino tiene lugar en la corte de los Médici.
Esto que estoy señalando lo dice también el autor de este libro: «Las denominadas novelas históricas resultan, casi siempre, las menos interesantes para el historiador lector de novelas». Puede parecer paradójico, pero es muy fácil de explicar: el género novela histórica es por lo general pura mistificación, una historia de cartón piedra, como aquellas películas «de romanos» de los tiempos dorados de Hollywood. Lo que Jordi Canal propugna es otra cosa, bien distinta: utilizar el punto de vista del historiador para preguntarse cómo podría adentrarse lo máximo posible en los entresijos del pasado.
El historiador tiene muchos recursos a su alcance, múltiples fuentes disponibles. Pero también algunas limitaciones importantes. La más importante de ellas, el respeto a la verdad demostrable, la acotación empírica: debe atenerse, en definitiva, a los hechos. No caben recursos imaginativos ni, mucho menos, abiertas fabulaciones. Hasta las suposiciones deben quedar claramente establecidas como tales, es decir, meras hipótesis. Y es aquí, en este punto, donde la imaginación del novelista, los recursos del narrador, vienen a suplir y complementar el oficio de historiar.
Llegar adonde no puede llegar el historiador. La sensibilidad o el sentimiento como continuadores de la razón. La creatividad como alternativa a la estricta investigación. Vargas Llosa acertó a definir este propósito de un modo magistral: la verdad de las mentiras. Pero, ¡ojo!, que en este sintagma el foco debe ponerse en el primero de los conceptos: la mentira es aquí instrumental, un recurso para poder llegar a una verdad más profunda. Más allá o más adentro de los parámetros que explican un tiempo o una sociedad, está el ser humano de carne y hueso, que ama, sufre y sueña. Es a este al que queremos llegar. Hace falta reconstruirlo, ponerse en sus zapatos, mirar con sus ojos. Pero así trascendemos el campo de la historia e ingresamos en el ámbito de la imaginación.
Una selección libre y personal
Quien haya seguido la trayectoria de Jordi Canal, no se sorprenderá de esta preocupación suya por llegar a las entretelas del pasado, que deriva en su condición de voraz lector de grandes obras narrativas, una de sus pasiones confesables, nos dice. Además de la producción científica que le ha acreditado como uno de los mejores especialistas en el campo del carlismo y del catalanismo y además de su faceta de gran divulgador, patente tanto en obras generales como en innumerables artículos en publicaciones periódicas, Canal ha puesto siempre de manifiesto su curiosidad por ir más allá de la mera relación de los fríos datos y los escuetos acontecimientos para captar la intrahistoria de los grandes momentos del pasado.
En esta su última obra, el historiador catalán, afincado desde hace muchos años en París, nos propone recorrer la historia reciente de nuestro país (desde el siglo XIX hasta nuestros días) de la mano de 12 novelas significativas. Digo significativas con toda la intención, y aún tendría que añadir que son el resultado de una selección muy personal, alejada de las rigideces de cualquier tipo de canon y las exigencias de cualquier clase de cuotas. Una selección libérrima, que por ello mismo puede concitar tantos aplausos como reservas entre los puristas y guardianes de las esencias.
Esto último va por los que escudriñan con lupa y ojo avieso las listas y selecciones. Puede sorprender a primera vista, teniendo en cuenta las premisas antedichas, que en la relación de obras que ha utilizado el autor para los propósitos antes explicitados no figuren novelas tan obvias para sus fines como La Regenta, Fortunata y Jacinta, La Colmena, Tiempo de silencio, Nada o Los santos inocentes, por citar tan sola algunas entre las más celebradas. De modo complementario, sorprenderá la presencia de obras que gozan hoy de mucha menos estima, como Pequeñeces, del padre Luis Coloma o Los cipreses creen en Dios, de José María Gironella.
Pero, dejando aparte el respeto a lo que el autor confiesa que es un criterio particular y subjetivo, está también la dimensión sociológica del hecho literario. Hay novelas que, sin ser obras maestras, ni mucho menos, nos dicen mucho más del ambiente de época, de las creencias, costumbres y pautas vitales del momento que otras de mérito más reconocido por su aportación estética o estilística. Como podrá comprobar cualquier lector que se adentre en las páginas de este ensayo, Canal no se limita en sus 12 capítulos, correspondientes a las 12 novelas, a contarnos su argumento, sin más. Este libro es mucho más que eso, y de ahí su valor.
Conocer más para comprender mejor
No es solo —y eso ya sería encomiable— una invitación a la lectura de las novelas en cuestión. Es también un estudio, sintético, como no podía ser de otro modo —el volumen tiene poco más de 200 páginas— del contexto en todos los sentidos: contexto histórico, naturalmente, pero también inserción de la novela considerada en cada caso en la producción literaria del autor y, junto a ello, cuando la ocasión lo requiere, un examen de personajes y situaciones noveladas con el correspondiente cotejo histórico. Lo que sabemos por la historia adquiere así otros matices y sobre todo perfiles más vívidos y enriquecidos.
Con estos mimbres, se puede entender mejor lo que antes se argumentó acerca del contraste con la novela histórica de mero consumo: aquí no se trata de un mero divertimento, de pura evasión, sino de conocer más para comprender mejor: adentrarse en la guerra de la Independencia de la mano de Galdós; en las guerras carlistas, según Unamuno; en el caciquismo y el mundo rural, siguiendo a Pardo Bazán; en los estratos del pensamiento conservador, desde la óptica del padre Coloma; en el anarquismo que contempló Baroja; en el infierno rifeño que dibujó Sender; en la etapa republicana según Gironella; en el exilio tras la guerra que pintó Max Aub; en la lucha antifranquista que protagonizó Semprún; en el 23-F de Javier Cercas; en la corrupción urbanística que denuncia Chirbes y, en fin, el terrorismo etarra retratado por Fernando Aramburu.
Termino con la referencia anunciada al principio respecto al título y subtítulo. Se menciona en este último, con toda precisión, los dos conceptos básicos que sirven de coordenadas a este ensayo: por un lado, la historia; por otro, la novela. De la feliz conjunción entre ambas, de la leal colaboración entre ellas que articula el historiador, no ya mero lector, surge un mejor, un más profundo conocimiento de nuestro pasado. Pero al hacerlo más próximo, más cercano, lo hace también más nuestro. Es nuestra historia y nuestro país. De ahí el paso que se enarbola en el título: Contar España. El conjunto de las novelas aquí tratadas conforma el relato de España: la simbiosis entre pasado y presente supone el reconocimiento de lo que hemos sido y lo que somos.