El infierno son los otros
«Confundir nuestro ser con los simulacros que nos adhirie la sociedad es caer en una alienación muy perturbadora»
Al final del drama de Sartre A puerta cerrada, cuando ya está a punto de caer el telón, el personaje canallesco apodado Garcin exclama: «Todas esas miradas que me devoran… ¡Cómo! ¿Sólo sois dos? Os creía muchas más… De modo que esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído… Seguro que os acordáis: el azufre, la hoguera, las parrillas… Qué tontería todo eso… No hacen falta las parrillas. El infierno son los otros». Como es sabido, la frase «el infierno son los otros» se descontextualizó muy pronto y adquirió vida propia. En el párrafo citado, queda bastante claro que Sartre se está refiriendo a la mirada del otro, pero si despojamos al texto de lo dicho a ese respecto, y nos quedamos únicamente con la celebérrima aseveración miles de veces citada, podemos entender que el pensador quería decir que nuestras relaciones con los otros están emponzoñadas y que son siempre de naturaleza infernal.
Según Sartre, el otro no es el infierno porque exista y su existencia nos limite y nos violente, el otro es un infierno porque nos mira, y con su mirada nos juzga. Sartre cree, como lo creía Lacan que se apropió de muchas ideas del filósofo existencialista, que la identidad está fuera del cuerpo, y que se constituye a partir de los juicios de los demás. Nuestra identidad residiría, más que en nuestro ser, único e insustituible, en la dispersión esquizoide de nuestra imagen vista por los otros, y hasta creada por los otros. Desde esa perspectiva, nuestra identidad se hallaría fuera del yo, gravitando en la estratosfera de la otredad. El problema de dispersar nuestra personalidad en los otros y confundir nuestro rostro con el rostro de la multitud es abismal y está conduciendo a no pocos adolescentes al suicidio.
El gran problema derivado de una identidad concebida desde una dimensión ajena, o de una identidad enajenada, es que traiciona el concepto de identidad y estaríamos hablando, más que de una verdadera identidad, de una identidad delegada y diferida, de una identidad traicionada en su sentido primordial, que haría referencia a lo que es único y nos diferencia de los demás. La identidad no es el documento que nos identifica dentro de un Estado y donde figura nuestro nombre. Nuestro nombre es intercambiable y lo compartimos siempre con otros, igualmente son intercambiables nuestros apellidos, y hasta nuestra imagen, pero son sólo aspectos superficiales del ser, que planean por encima de su verdadero contenido y de su profundidad existencial, aspectos que atañen a la máscara social, que atañen a la nada, que es a lo que se dedica la filosofía después de Sartre.
Asegurar que la identidad reside en la mirada del otro, insistir en ello con obcecación, sin intentar precisar las fronteras entre el ser y su máscara social, no ayuda a las víctimas de las conjuras de internet, sorbidas por la gramática del chivo expiatorio. No comparto la idea de vincular tan ciegamente la identidad con la ajenidad, y el yo con la mirada exterior. Confundir nuestro ser con los simulacros que nos va adhiriendo la sociedad es caer en una alienación muy perturbadora. La muerte simbólica no es la muerte real, si fuésemos de verdad conscientes de ello, tomaríamos con menos seriedad la grotesca y desalmada comedia de internet.
«La identidad real no es la identidad imaginaria: tú no eres lo que dice de ti el otro o lo que imagina de ti»
¿Dónde está nuestra individualidad, nuestra identidad, nuestra vida? Sólo en nuestro cuerpo que vive y respira, sólo en nuestro aliento, sólo en nuestros sueños y nuestros deseos y nuestros pensamientos de fondo, sólo en nuestra existencia corporal y mental, sólo en nuestra existencia real y carnal. Somos un abismo difícil de descifrar y no una colección de imágenes rotas. Quemar una bandera no es quemar un país, ajusticiar en efigie no es ajusticiar de verdad, aniquilar una imagen en las redes no evita que el representado siga respirando por su cuenta. La identidad real no es la identidad imaginaria: tú no eres lo que dice de ti el otro o lo que imagina de ti. Es importante resaltar esta evidencia para poder respirar en tiempos como los nuestros.
Narciso confunde el reflejo con el cuerpo, la imagen con el ser. Narciso cree que su identidad es el reflejo que le devuelve el agua, y esa creencia le incita a entregarse en cuerpo y alma a la mirada del agua, a la mirada del otro, del gran Otro. Es el devorado por la imagen que le da de sí mismo la otredad, es el consumido por la máscara… Sí, Sartre creía que el infierno eran los demás, porque nos miraban y juzgaban. Más cercano a nosotros, y más existencialista, Torrente Ballester vino a decir en alguna de sus novelas que el infierno es uno mismo. Y ese infierno propio, o esa «noche personal», como diría el poeta alemán Gottfried Benn, se puede agrandar hasta la atrocidad si confundimos nuestro ser con la imagen adulterada que crean los demás, una imagen basada, según creía Nietzsche, en la interpretación superficial que hacen los demás de nuestros pasos por la vida.
Dicho lo cual, no negaré que internet ha acentuado hasta el suplicio esos dos infiernos complementarios: el generado por nuestro ser y el generado por los demás. Para que el desgarrón mortal no se produzca es importante saber dónde acabas tú y dónde empieza el otro, porque los demás no van a morir por ti, ni van a vivir tu vida, ni van a morir tu muerte.