El fin de año que cambió España
Hace 150 años comenzó el medio siglo de paz de la Restauración canovista, con el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874
«Naranjas en condiciones» decía el telegrama enviado desde Valencia a Madrid el 27 de diciembre de 1874. Pero no se lo enviaba un cosechero de la huerta a un mayorista de frutas, sino un general golpista a otro. «Naranjas en condiciones» era la señal en clave de una rebelión militar que no solo iba a acabar con el régimen republicano y a restaurar la monarquía, sino que pondría fin a la sangría de guerras y conflictos del siglo XIX español.
En 1808 Fernando VII, siendo príncipe, organizó con su camarilla palaciega un falso motín popular conocido como «Motín de Aranjuez», el primer golpe de estado de la Historia de España, que destronó al rey legítimo Carlos IV y dio a Napoleón la excusa perfecta para intervenir en nuestro país. Desde entonces España había sido una nación desgarrada por guerras y convulsiones políticas. La Guerra de Independencia, la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luís para restaurar el absolutismo, las tres Guerras Carlistas, golpes de estado continuos, magnicidios, dictaduras, revoluciones, cambios de dinastía, cambios de régimen…
España estaba exhausta en 1874. El bienintencionado experimento de la Primera República había sido un desastre, con cuatro presidentes en once meses, una rebelión generalizada por toda España de los republicanos «federalistas», que proclamaban un «cantón independiente» en cualquier pueblo, y de los carlistas, que pretendían la vuelta al pasado cavernícola. Tras once meses de República, el ejército dio un golpe, las tropas entraron en las Cortes, los diputados republicanos salieron por las ventanas y asumió el poder el general Serrano, como «presidente del Poder Ejecutivo de la República».
Sin embargo entre los militares cada vez eran más numerosos los que veían como única salida la vuelta de la monarquía en la persona del príncipe don Alfonso de Borbón, un joven de 17 años recién cumplidos, hijo de la destronada y exilada Isabel II, de la que nadie quería saber nada. Hay que decir que detrás de ese movimiento restaurador había un genio político, don Antonio Cánovas del Castillo, el más grande estadista que ha tenido España en toda su Historia.
Cánovas no solamente maquinaba un cambio de régimen como habían hecho tantos antes que él, Cánovas tenía además un madurado proyecto para después del golpe, lo que se llamaría «la Restauración» o más apropiadamente «la Restauración canovista». Consistiría en un pacto político entre la izquierda y la derecha moderadas, para alternarse en el poder mediante ciclos electorales, dejando fuera a los extremistas de uno u otro color. El nuevo monarca debía también someterse a la moderación, no pretender gobernar él, sino acatar la Constitución.
Ese sistema ideado por Cánovas le daría a España medio siglo de estabilidad política, hasta que las injerencias políticas de Alfonso XIII, que rompió las reglas de juego establecidas por Cánovas, desembocaran en la Dictadura de Primo de Rivera de 1923, pero eso es ya otra historia. Ahora estamos a finales del año 1874, con un ambiente de expectativas en la venida del príncipe Alfonso, pero sin que nadie diera el primer paso en ese sentido. Cánovas contaba con que encabezase el movimiento militar el general Concha, héroe de las guerras carlistas de gran prestigio, pero Concha murió en junio del 74, precisamente luchando contra los carlistas en Estella.
Desaparecido ese caudillo militar indiscutible que acataba sus órdenes, Cánovas no se fiaba de ningún otro general, y apostaba por la acción política, pero para aquellos hombres de armas baqueteados en cien combates, esa espera resultaba frustrante. Y pasó lo que tenía que pasar, que el más echado para adelante, Martínez Campos, decidió dar el golpe por su cuenta.
Arsenio Martínez Campos era todo un personaje dentro de la institución castrense. En el comienzo de su carrera había elegido ser un estudioso de la guerra antes que un hombre de acción. Se graduó en Estado Mayor y alcanzó prestigio como estratega, lo que le llevó a la docencia como profesor en la Escuela de Estado Mayor. Pero en 1859 fue a la Guerra de África como oficial de Estado Mayor, y el olor de la pólvora le gustó y cambió su vida.
Después de África participó en la expedición de castigo a Méjico, luego en la Primera Guerra de Cuba, donde ascendió al generalato por méritos de guerra, y de vuelta a España combatió incansablemente a los carlistas y a los republicanos federalistas, desmontado los cantones de Valencia y Almansa. Su buena fama entre sus compañeros de armas, y la impaciencia que mostraba en liquidar lo que quedaba de la Primera República y traer a don Alfonso, inquietaron al gobierno. Se decidió desterrar a Martínez Campos, pero él se enteró de los planes gubernamentales y aparentó retirarse del juego, marchándose a Ávila. En realidad sacó un billete para Valencia.
La razón de ir hacia la región levantina era que el 22 de diciembre un general llamado Luis Dabán, que estaba al frente de una brigada de 1.800 hombres en Sagunto, le había ofrecido secundarle en un levantamiento a favor del príncipe Alfonso. Martínez Campos ya le había escrito una carta a don Alfonso comunicándole que iba a proclamarlo rey de España, nada menos. Aunque formalmente le pedía permiso para hacerlo, estaba claro que no se iba a esperar a tenerlo.
Lo que sí esperaba Martínez Campos era el telegrama de «Naranjas en condiciones» con el que empezamos estas líneas. Junto a dos compañeros de armas, pero vestidos de paisano, pasaron en el tren la noche del 27 al 28. El día de los Inocentes estuvieron escondidos en la casa de un alfonsino valenciano, y al anochecer se metieron en una humilde tartana de campesinos y salieron para Sagunto, adonde llegaron a medianoche. Uno de los acompañantes de Martínez Campos era precisamente hermano del general Dabán, que los recibió en Sagunto.
El pronunciamiento
A la mañana siguiente tocaron diana a las 7 y, ante la tropa formada, Martínez Campos lanzó una breve arenga y proclamó rey de España al príncipe don Alfonso «en nombre del Ejército y de la Nación». Martínez Campos había llevado a cabo lo que se llamaba un «pronunciamiento», el golpe de Estado a la española.
Este modelo propio de la Historia de España consistía en que algún comandante militar de una guarnición periférica, con fuerzas insuficientes para asaltar al poder en Madrid, llamaba a la rebelión, esperando que se le fuesen uniendo otras unidades militares. Si el movimiento de rebeldía se generalizaba y cobraba fuerza, el poder dimitía generalmente sin dar batalla.
El primer levantamiento fue el de Rafael de Riego, un simple teniente coronel que mandaba un batallón de 400 hombres. El 1 de enero de 1820 se «pronunció» en el pueblo de Arenas de San Juan (provincia de Sevilla) proclamando la Constitución de Cádiz de 1812. Así acabó con el régimen absolutista de Fernando VII y dio comienzo al Trienio Liberal.
El último pronunciamiento de nuestra Historia fue, en cambio, un trágico fracaso. El 12 de diciembre de 1930 dos capitanes, Galán y García Hernández, se pronunciaron en Jaca (provincia de Huesca) y proclamaron la República. No tuvieron apoyos, el gobierno monárquico reaccionó enérgicamente y la sublevación fue aplastada y sus jefes fusilados, cuatro meses antes de que llegara la República por unas elecciones municipales.
El pronunciamiento de Martínez Campos fue un éxito porque inmediatamente se le unió el jefe del llamado Ejército del Centro, que estaba combatiendo contra los carlistas en Castellón y Cataluña. Los alzados ocuparon Valencia, detuvieron al capitán general, que no se quiso unir al golpe, e impidieron el intento del alcalde de armar a una milicia republicana.
Vino entonces un intercambio de mensajes entre los pronunciados en Valencia y el gobierno en Madrid, en que ambas partes se mostraban corteses y moderados. El presidente del gobierno era Sagasta, progresista y masón, que curiosamente se convertiría en pieza clave de la Restauración canovista, pues fue quien como jefe del Partido Liberal se alternaría en el poder con el conservador Cánovas.
Sagasta presidía el gobierno, pero el poder lo tenía el general Serrrano, que estaba al frente del Ejército del Norte combatiendo a los carlistas en Vascongadas y Navarra. En la noche del 30 de diciembre hubo un intercambio de telegramas entre los dos, en el que Serrano le confesó que no tenía fuerzas leales suficientes como para acudir a Madrid a apuntalar a la República. Los oficiales a las órdenes de Serrano eran, en efecto, partidarios del príncipe Alfonso en su mayoría, así que el presidente del Poder Ejecutivo de la República hizo la maleta y se fue inmediatamente a Francia.
A las 11 de la noche el capitán general de Madrid, que en vista de como iban las cosas se había enganchado al pronunciamiento, le comunicó muy educadamente a Sagasta: «Señor Presidente, me veo en la sensible necesidad de manifestar a usted que la guarnición de Madrid se asocia al movimiento del Ejército del Centro, y que va a constituirse un nuevo gobierno». Sagasta protestó «enérgicamente» para salvar las apariencias, pero le traspasó los poderes.
El embajador francés, que respondía al rimbombante nombre de conde Jean-Baptiste Alexandre Damase de Chaudordy, resumió así el proceso que iba a cambiar a España para el siguiente medio siglo: «Jamás cambio alguno de régimen ha tenido lugar con una calma y una armonía tales».