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¿Se están levantando las intelectuales contra los excesos de la cancelación?

La corriente de opinión de Pola Oloixarac, Amalia Valcárcel o Ana Iris Simón es crítica con el derrape feminista

¿Se están levantando las intelectuales contra los excesos de la cancelación?

La portada de 'Bad hombre'. | Penguin

Sisterhood above all es el lema al que recurren las protagonistas de la serie de ciencia ficción Dune: la profecía para justificar cualquier sacrificio. Propio o ajeno. Lo de ponerlo en inglés, además del toque pedante, pretende resaltar que la «hermandad» que debe prevalecer «sobre todo» se refiere solo a hermanas, en femenino: se trata de una secta de mujeres no ya liberadas, sino al frente de un plan para dirigir la raza humana. No conviene ponerse en su camino. Por supuesto, hay disensiones. La primera temporada de la serie acaba de terminar con una bien gorda en todo lo alto. Veremos.

En esta otra obra de ciencia ficción que a veces parece el escenario sociológico actual podría estar pasando algo parecido. Salvando las distancias, por supuesto, pero HBO no suele lanzar las metáforas en vano. El movimiento feminista lleva siglos luchando contra la injusta desigualdad de géneros. Se ha derramado mucha sangre, sudor y lágrimas para alcanzar hitos como el de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana de 1791. Queda mucho camino por recorrer, y la actitud de cierto feminismo radical no ayuda con unas formas que recuerdan a los excesos del Terror que minaron los logros de la Revolución Francesa

Cualquier crítica a esta sisterhood por parte del género masculino no hace sino reforzar su núcleo de creencias por motivos obvios. Si proviene de mujeres de derechas, la sospecha de síndrome de Estocolmo también parece evidente. La cuña capaz de abrir de verdad en canal las inconsistencias y la terrible violencia del fenómeno tenía que estar hecha de la misma madera. La película La virgen roja, de Paula Ortiz, describe el embrión de esta locura en un caso real de principios del siglo pasado. Manuel Ruiz Zamora la definió como “una valiente crítica a las inercias del odio, la intransigencia y el sectarismo”, y se preguntaba si tras ella se podía atisbar “una especie de rebelión dentro del feminismo contra el que en la actualidad detenta el predominio”. Mujeres como Pola Oloixarac, Ana Iris Simón o Amalia Valcárcel pueden estar empezando a responder. 

Una imagen de Kali ilustra la portada de Bad Hombre (Random House), el último libro de la argentina Pola Oloixarac. La diosa terrible, sangrienta, del hinduismo.  En una entrevista con The Objective, Oloixarac explicó que se ha servido de las herramientas de la novela para penetrar “oscuridades telúricas que de otra manera no miraríamos”. Aunque la estructura y el ritmo pertenecen a lo mejor de ese género, la autora no disimula que se halla detrás de la protagonista y narradora, que cuenta varios casos en los que fue invitada a participar en la cancelación de varios hombres acusados (y sentenciados muy sumariamente) de conductas inapropiadas por tribunales espontáneos de la sociedad woke

Oloixarac se vio involucrada porque pertenecía a los círculos en los que se forman esos tribunales. En el libro describe su formación en el que quizá sea uno de los templos del progresismo cultural más ortodoxo: la facultad de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Después inició una carrera literaria que despegó por la fascinación de la crítica por su novela Las teorías salvajes (Alpha Decay, 2009). Algo realmente salvaje: la protagonista no se dedica precisamente a traerle las zapatillas a su maridito.

El éxito la llevó a los circuitos culturetas ad hoc, incluida un San Francisco en el que lo woke llega a límites realmente estrafalarios. Pero ella resultó más izquierdista que la izquierda. Puro punk. Cuando la instaron a participar en los linchamientos, tuvo la osadía de… ¡hablar con los condenados! Corría un riesgo tremendo. Al dejar entrar los matices y el cruce de versiones, Olaixarac descubrió cosas tan desagradables como la falta de pruebas, los intereses espurios, el miedo al ostracismo, una compulsiva necesidad de pertenencia… 

Durante la entrevista, Oloixarac argumentaba su postura con sentido común: “Me parece inaceptable esta teoría de que todos los hombres son violadores en potencia. Tiene que ver con una nueva antropología negativa que quiere diluir el delito, democratizarlo en un montón de personas”. Pero la espoleta, reconoce, fue la adrenalina: “Nunca había escrito un libro con historias reales. Algunos amigos me aconsejaron que no me metiera en esto, y me daba cuenta de que estaba como manejando material nuclear… Y me fascinaba. Sentía que podía meter los dedos en el enchufe de la cultura de mi época, de lo que está pasando y nadie podía hablar”. 

Algo tan básico como escuchar “formaba parte de esa aura de clandestinidad que tenía la escritura del libro. Como feminista se supone que la palabra de esos hombres no tenía ningún valor. Es una situación absurda. Desvaloriza la idea de la justicia, que no puede pasar por anular a la otra persona. Una justicia feminista no puede pasar por esa pedagogía de la crueldad, de aplastar a alguien hasta el punto de no escucharlo o dejarlo afuera de la sociedad porque es un no ser”. La escritura de Bad hombres implicaba “como una traición a mi género, porque no estaba suscribiendo la verdad absoluta del ‘yo sí te creo hermana’. Pero a mí me parece más importante decir ‘yo te escucho hermana’. Quiero saber todo, entender toda la situación y, desde ahí, ver cómo puedo ayudarte”.

¿Desde cuándo algo tan evidente se ha convertido en subversivo? “Las mujeres, y especialmente las feministas, tenemos a nuestro cargo la revisión de los errores del feminismo, que han llevado a la actitud totalmente absurda y ridícula de asumir que algo es ya perfecto e intocable por llevar la etiqueta de feminista”. Una etiqueta, además, muy útil para según qué menesteres. Al espíritu punky de Oloixarac le hacía gracia que la irrupción de Bad hombres coincidiera con la caída de dos políticos que usaron y abusaron del feminismo woke para consolidar sus carreras. Cuando la presentó en Buenos Aires estalló el escándalo del juicio al expresidente argentino Alberto Fernández por maltratar a su mujer. “Las feministas kirchneristas empezaron a decir que el ‘yo te creo, hermana’, que hasta entonces consideraban la ley máxima, era algo relativo…” A España, el libro llegó con el cadáver político de Íñigo Errejón aún caliente.

Aunque Bad hombres quizá sea una declaración de intenciones más explícita y estructurada sobre una perspectiva general del asunto, el caso de Errejón ha permitido, entre otras cosas, una de las irrupciones más emocionales de ese feminismo crítico en formación. Ana Iris Simón es la sospechosa más habitual de la izquierda dominante, que la considera la quintaesencia del rojipardismo (una supuesta contaminación conservadora del progresismo). Ella se sigue considerando de izquierdas. Simplemente tiene memoria. Se acuerda de que, en su momento, con mayor o menor acierto, la razón de ser de la izquierda era preocuparse por los parias de la tierra. Luego, cuando ya era demasiado evidente que el socialismo real de la URSS o Cuba no alimentaba a su gente, que el PC chino se daba al capitalismo autoritario y el rojísimo Zapatero se veía ‘obligado’ a recortar a mansalva y abaratar el despido… llegaron Pablo Iglesias y compañía a descubrir la panacea de Gramsci y la guerra cultural: “La palabra dictadura no mola nada, no hay manera de vender eso” (grandioso vídeo). La izquierda vende ahora productos más bien excéntricos, y algunos no compran. 

Por ejemplo, Ana Iris Simón, que aun así continúa escribiendo en El País, supuesto torreón del castillo izquierdista (otra cosa es lo que dure ahí, no sería la primera en emigrar). Tiene 33 años y no abundan los jóvenes escritores que hayan llegado a su altura, sobre todo después del bombazo de Feria (Círculo de Tiza). Además, arrancó con una estupenda pinta de intelectual progre en formación. El establishment la esperaba con los brazos abiertos, pero algo se torció. Su artículo “Errejón, yo sí te creo” lo explica mejor que cualquier sesudo ensayo. Cuenta una reunión con el susodicho en 2020: “Le hablé de que, en parte por las inercias del feminismo hegemónico —el de las redes y las revistas—, había hecho cosas de las que luego me había arrepentido. Como insistirle a la dirección del medio en el que trabajaba para publicar testimonios anónimos de mujeres contra fotógrafos que, presuntamente, habían abusado de ellas. Errejón me rebatió”. 

A partir de la anécdota concreta, el artículo trascendió hasta una reflexión muy profunda: “¿Deseamos acabar con la presunción de inocencia? ¿Queremos que se instaure una justicia paralela en redes y medios? ¿Es deseable —siquiera posible— impartir justicia a partir del ‘solo sí es sí’?” El paradójico J’accuse (Errejón no queda muy verosímil en el papel de Dreyfus) continuaba varias líneas, pero la autora eligió para publicar en su cuenta en Twitter el final: “Cuando Errejón se autoinculpó de haber llevado ‘una forma de vida neoliberal’, muchos lo acusaron de echar balones fuera. Pero hay que celebrar que por fin haya reconocido que el liberalprogresismo en el que milita es el proyecto cultural del capitalismo”. 

Se puede estar a favor o en contra de lo que, más o menos difusamente, se considera “la izquierda”, desde el marxismo estalinista hasta la socialdemocracia más suave. Pero esa no es la cuestión del momento. La gran pregunta que cada vez más voces se atreven a lanzar es: ¿en qué basa esa ideología woke la superioridad moral que utiliza para autoerigirse en hegemónica dentro de la izquierda? Si el feminismo radical es algo así como la tropa de élite de esta ideología, parece lógico que protagonice la batalla más cruenta dentro de la izquierda.  

A sus 74 años, Amalia Valcárcel es un icono del feminismo y una figura de la izquierda hegemónica hace unos años. Asidua firmante de El País, coincidiendo con el 41 Congreso del PSOE del mes pasado publicó una curiosa tribuna en El Mundo titulada “Q+: las siglas que suplantan la igualdad por la proliferación de identidades”. En ella, volvía a criticar a quienes pretendían añadir a la lista de las identidades sexuales merecedoras de protección el concepto de Queer + (según sus seguidores, personas que no entran dentro de la cisheteronormatividad y quieren vivir libremente sin etiquetas). Valcárcel dejaba muy claro que el asunto quedó cerrado en el anterior congreso del PSOE: las letras que valen son las de LGTBI (lesbianas, gais, transexuales e intersexuales). Ni una más. 

Pero lo verdaderamente interesante era el arranque del artículo: “Escribió Thomas de Quincey que ‘si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente’. ¿Qué sucede cuando una minoría voraz comienza una huida irresponsable o definitivamente peligrosa sólo porque su único fin es mantener el privilegio de que disfruta?” Una acusación muy grave que conecta con el caso de los linchamientos del “hermana, yo te creo” en su mismo núcleo. ¿Cómo ha llegado esa minoría a acumular tanto poder en nuestras sociedades como para guillotinar públicamente a sus víctimas propiciatorias sin tener que dar explicaciones a nadie? ¿Quién se lo ha permitido y por qué? ¿De quién dependía el ministerio de Igualdad de Elena Montero? Pues ya está. 

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