La disolución del hombre
«Al final el estructuralismo era, como la deconstrucción, un vaciamiento de la cultura y una evaporación de la historia»

'Tres estudios para una crucifixión', tríptico en óleo sobre lienzo de Francis Bacon (1962). | © The Estate of Francis Bacon
«El fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo», dijo Lévi-Strauss en el capítulo noveno de El pensamiento salvaje. Por la misma época Foucault decía que el hombre era un descubrimiento reciente, después anunciaba que el hombre podía desaparecer, y más tarde proclamaba que el hombre había desaparecido. Si los filósofos de la Escuela de París decretaron, ya en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la disolución del hombre, a nadie le tendría que extrañar la situación actual del pensamiento occidental, aquejado de solipsismo y descomposición. Para culminar el ascenso a la negatividad profunda y nuclear, al final de Tristes trópicos Lévi-Strauss refería:
«El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él… El hombre aparece como una máquina, quizá más perfeccionada que las otras, que trabaja por la disgregación de un orden original y precipita una materia poderosamente organizada hacia una inercia siempre mayor, que un día será definitiva. Desde que comenzó a respirar y a alimentarse hasta la invención de los instrumentos termonucleares y atómicos, pasando por el descubrimiento del fuego —y salvo cuando se reproduce a sí mismo— el hombre no ha hecho nada más que disociar alegremente millares de estructuras para reducirlas a un estado donde ya no son susceptibles de integración. Sin duda, ha construido ciudades y ha cultivado campos; pero, cuando se piensa en ello, esas realizaciones son máquinas destinadas a producir inercia a un ritmo y en una proporción infinitamente más elevados que la cantidad de organización que implican… Así, la civilización, tomada en su conjunto, puede ser descrita como un mecanismo prodigiosamente complejo cuya función es fabricar lo que los físicos llaman entropía, dicho de otra manera: inercia». Es decir, muerte.
La primera vez que abordé este momento de Tristes trópicos me sobrecogí a la vez que observé un error filosófico en el razonamiento del antropólogo. Lévi-Strauss dice que «el mundo comenzó sin el hombre», pero tendría que haber dicho la tierra, pues ella sí que nació antes que el hombre pero no el mundo, ya que el mundo, a diferencia de la tierra, es una construcción humana, que nació con el hombre y desaparecerá con él, y que quiere decir «orden». ¿Qué orden? El orden impuesto por el hombre, que lo superpone al caos, a la desintegración y a la envolvente opacidad de la materia. Juraría que el error del antropólogo era un síntoma de su desesperación: deseaba la disolución del mundo y del hombre, creía que el pensamiento mítico era tan virtuoso como el racional y colocaba al médico y al chamán en el mismo nivel, y en el mismo nivel el mito y la historia. Vindicaba el etnicismo y creía que el neolítico había sido nuestra edad de oro y nuestro paraíso perdido.
Don Quijote pensaba más o menos lo mismo cuando alababa las bellotas que le ofrecían los cabreros y añoraba la Arcadia perdida con anticuada retórica: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto».
«Los pensadores de la Escuela de París sentaron las bases de la postración del presente»
En el Amazonas, Lévi-Strauss creyó vislumbrar algo parecido, y describe las costumbres del pueblo bororo y el pueblo caduveo como un cronista que practicase la «entropología» más que la «antropología», es decir: la ciencia de la entropía y la desintegración, pues sabía que a los felices pueblos que estaba estudiando les quedaban dos días, y no en vano ahora mismo viven confinados, occidentalizados y en un territorio mucho más exiguo del que tenían cuando los visitó el antropólogo. De esa manera la ciencia del hombre pasaba a convertirse en la ciencia de la disgregación y de la muerte. Por eso a Lévi-Strauss le cautivaba tanto Taxila, la ciudad muerta, la ciudad que ya estaba en ruinas cuando el filósofo chino Xuanzang (602-664) llegó a ella en busca de las huellas perdidas de budismo. La muerte del hombre formulada por Nietzsche era confirmada por la antropología, pero no para dejar paso al superhombre en el que nadie creía pues parecía una imagen hipertrofiada y grandilocuente de la norma masculina.
Los pensadores de la Escuela de París sentaron las bases de la postración del presente, si bien pocos advirtieron su verdadero alcance. Al final el estructuralismo era, como la deconstrucción, una disolución del sentido, un vaciamiento de la cultura y una evaporación de la historia, reducida a mera mitología.
Cuando nos acercamos a los antropólogos y a los filósofos, prestamos atención a sus estructuras formales y filosóficas, olvidando las ideas nucleares de las que emanan, y que suelen permanecer ocultas. La idea nuclear de Lévi-Strauss se resume en una pregunta: ¿Qué hace el hombre sobre la tierra? Y el antropólogo responde: Desintegrarla. Es un pensamiento radical, que corta como una navaja de afeitar. La construcción cuando va unida a la destrucción conduce a la nada, viene a decir Lévi-Strauss. Observamos lucidez en sus palabras pero sentimos que trasmiten un pensamiento sin salida, como nuestra época. Con estas alforjas, es para pensar que nos estamos acercando a uno de esos momentos en los que vemos el rostro pavoroso de la verdad.