La sexta de Shostakovich
«Sus quince sinfonías conforman un cosmos sonoro en el que se mezcla lo político y lo íntimo, la épica, la comedia y la tragedia»

Dmitri Shostakovich. | Redes sociales
La imponente obra de Dmitri Shostakovich (1906-1975) ha tardado décadas en asimilarse y comprenderse como merecía. Despreciada y ninguneada en su tiempo por los comisarios de la ortodoxia vanguardista–ahí está el caso vergonzoso de Pierre Boulez–, su música constituye hoy en día no solo uno de los ejemplos más complejos y ambiciosos de la supervivencia de la tonalidad sino también un documento histórico acerca de los estragos del totalitarismo soviético. Como súbdito del régimen estalinista, en el que fue uno de los artistas oficiales más prestigiosos, Shostakovich tuvo que jugar con una peligrosa ambigüedad para poder seguir componiendo sin perder ni la dignidad ni la vida. Cada una de sus partituras era sometida a un severo escrutinio por parte de unas autoridades que exigían una nítida propaganda a favor de su sistema político, presentado ante el mundo capitalista como la panacea de la felicidad y la justicia.
Sus quince sinfonías conforman un cosmos sonoro en el que se mezcla lo político y lo íntimo, la épica, la comedia y la tragedia, así como un grado inaudito de invención y desafío con un profundo sentido de la tradición. En la primera, un Shostakovich de diecinueve años empieza con una especie de burla contra la solemnidad del lenguaje sinfónico, un sentido del ridículo que nunca le abandonó y que incluso le llevó a romper deliberadamente con el maleficio de la novena, un número que hasta Bruckner y Mahler había sido sagrado en la música europea. Shostakovich se revolvió contra el agotamiento de esos compositores tardorománticos, utilizando sus ruinas para crear un nuevo lenguaje propio del siglo XX que sigue siendo si cabe aún más inteligible y pertinente en nuestros días.
Muchas de sus sinfonías –sobre todo la quinta y la séptima– son ya habituales en el repertorio internacional de las principales orquestas. Cada año, un joven director se atreve con una integral de Shostakovich, a menudo con resultados mediocres. El ruso es un compositor muy atractivo y rentable, pero al mismo tiempo dificilísimo de interpretar, como ocurre con prácticamente todos los músicos de esa tierra, de Tchaikovsky a Prokoviev o Gubaidúlina. Hay una sonoridad eslava que a veces, pasada por el cedazo del oído clásico europeo, pierde la aspereza e incluso la brutalidad de origen, generando una serie de malentendidos que en sí mismos han conformado una tradición.
La sexta de Shostakovich es un buen ejemplo para entender el problema. Estrenada en 1939 y aplastada entre dos piezas monumentales como son la quinta y la séptima, es una obra que rara vez se programa y que frecuentemente se arruina en las grabaciones de los más intrépidos. Se trata de una composición muy rara, deliberadamente apartada de la forma de las grandes sinfonías, con su planteamiento, su apoteosis y su conclusión. En lugar de ceñirse a los patrones de la sonata, Shostakovich empieza con un largo movimiento lento y especulativo, un adagio que dura más de veinte minutos y que en las sinfonías más convencionales suele ocupar la segunda o tercera sección. A ese introito meditativo y lúgubre, le siguen tan solo dos movimientos desconcertantes, breves y cómicos, un scherzo y un rondó. Aunque en su estreno fue bien recibida por el público, la crítica oficial no supo qué hacer con ella e incluso la definió como «un torso sin cabeza». A partir de entonces, se despachó como un error o una excentricidad.
Nada más lejos de la verdad, sin embargo. Shostakovich sabía perfectamente lo que hacía. La sexta es una suerte de confesión íntima en un momento de especial angustia política, una reflexión sobre las tensiones que pueden vivirse entre la desolación privada y el relato público impuesto por el poder. El estreno de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk (1934) estuvo a punto de costarle la vida a su autor. Durante el estreno, Stalin se levantó a mitad de la función, evidenciando su desagrado de forma ostensible. Al día siguiente, la prensa cargó contra la obra como ejemplo de vanguardismo degenerado. Y Shostakovich tuvo que “disculparse” componiendo la quinta a mayor gloria del régimen, aunque como siempre, por debajo de las aparentes concesiones, siguió colando señales de disidencia y desacuerdo, inaudibles para los gerifaltes.
Recordemos que, en noviembre de 1939, cuando se estrenó la sinfonía, la Unión Soviética había firmado el pacto de no agresión con la Alemania nazi. Stalin y Hitler se repartieron Polonia mientras Europa entraba de nuevo en guerra. Bajo esas circunstancias, el tono público que exigía Rusia era el de paz y alegría para los suyos, mientras el resto del mundo se hundía en una ominosa oscuridad. De ahí que Shostakovich empezara su sexta con una meditación solitaria y desgarradora seguida luego de dos movimientos rápidos y burlescos que venían a denunciar la hipocresía en la que vivía su país. El brusco contraste entre la densidad elegíaca del principio y el delirio estridente y enloquecido del resto sigue siendo la más contundente impugnación contra la expropiación de la vida interior por parte del Estado.
Como explicó el cada día más grande Leonard Bernstein –uno de los pocos directores occidentales que entendieron la obra–, en esa sinfonía, Shostakovich quiso reflejarse en Tchaikovsky, que en su propia sexta también compuso su personal lamento en si menor –la misma tonalidad de la “Patética”–, empezando con un largo adagio seguido de dos allegro. Al mismo tiempo, Shostakovich tuvo muy presentes a Bach y a Mahler, el compositor que introdujo el humor y la caricatura en el lenguaje sinfónico. Así su sexta se integró en la constelación canónica, desde lo más alto –Bach– a lo romántico y vanguardista –Tchaikovsky y Mahler–, pero en un estilo genuino e irreductible, el producto de su presente.
Se entenderá, por todo ello, la dificultad a la hora de ejecutar con solvencia una sinfonía de ese calibre y lo fácil que resulta darse de bruces contra su complejidad. Klaus Mäkelä, uno de los jóvenes directores más publicitados del momento, capaz de dirigir en cuatro capitales a la vez sin despeinarse, ha grabado hace poco un disco con la cuarta, la quinta y la sexta –así, de una tacada– al frente de la Filarmónica de Oslo. El primer movimiento es elegante y está bien tocado, pero carece de sustancia y de profundidad. Y los dos breves son un ejemplo perfecto de frenética calamidad muy propia de nuestra época. Si la partitura indica “presto”, pues a galopar como locos de se ha dicho, empastando todos los detalles y abrumando al oyente con un efectismo salvaje y deprimente.
Mucho más solvente es la reciente grabación que ha hecho el joven finlandés Santtu-Matias Rouvali con la orquesta Philharmonia–la que fue de Klemperer–, de la que es director principal. Rouvali tiene un sentido de la proporción, del tempo y de las dinámicas mucho más fino que Mäkelä. La instrumentación de los dos movimientos breves–en los que se escuchan timbales, pandereta, caja, triángulo, platillos, bombo, tam-tam, xilófono, arpa o celesta–requiere de un oído y una capacidad armónica que enseguida ponen a prueba el talento de un director. La rapidez se confunde a veces con la prisa, que es siempre una manera de disimular la impericia. Rouvali lleva con buen pulso, por ejemplo, el rondó, manteniendo el ritmo sin perder claridad ni nitidez, cuidando las transiciones y dando espacio a las coloraturas en medio del galope. Si no se quema con las urgencias y la sobreexplotación de la industria, cabe esperar grandes cosas de este director. (Hace poco ha publicado también una excelente tercera de Sibelius, con la sinfónica de Gotembrugo, junto a una quinta del mismo compositor no tan lograda, pero al menos se nota cómo trabaja y se esfuerza.)
Leonard Bernstein hizo dos grabaciones de la sinfonía, ambas espléndidas, más sobria y ceñida la de 1969 con la Filarmónica de Nueva York y más lírica y lenta la de 1986 con los vieneses, pero siempre sabio, atento y hondo. Un peldaño más arriba estaría la versión de Kurt Sanderling–el Karajan de la RDA– con la Sinfónica de Berlín, de la que fue titular en los años de la Guerra Fría. Sanderling no era ruso, pero como judío alemán se exilió en la Unión Soviética, donde fue asistente del gran Yevgueni Mravinsky, el director –por no decir el mariscal– de la Filarmónica de Leningrado. Tanto él como Sanderling fueron amigos íntimos de Shostakovich, por lo que tuvieron un conocimiento privilegiado de las motivaciones y los entresijos de su obra. Sanderling da una intensidad única y tremenda al primer movimiento y maneja con mano maestra la mezcla de humor y sardónica amargura de los dos últimos. Y en la cúspide estaría la versión del propio Mravinsky, el director que estrenó la sexta —y otras tantas de su autor– en 1939. Y aquí ya estamos en el ámbito de lo inexplicable. La orquesta de Leningrado toca como si hablara otro lenguaje –qué solos de pícolo, trompeta y corno inglés–, más allá de todo lo consabido para nosotros, con una naturalidad y una expresividad nativas en las que no falta ni sobra nada.
Enlaces recomendados:
Aquí el álbum con la muy meritoria versión de Santtu-Matias Rouvali:
Aquí un video de Leonard Bernstein dirigiendo la sexta con la Filarmónica de Vienna en 1986:
Aquí el álbum con la versión de Kurt Sanderling:
Y aquí la del gran Mravinsky:
Y finalmente, este video en donde Bernstein explica (en inglés) la génesis y la estructura de la sinfonía. Puede leer aquí todos los artículos de Andreu Jaume en THE OBJECTIVE, en la sección ‘Lo que hay que oir’. Además, encuentre más contenidos culturales en este enlace.