El activismo vital de Hannah Arendt
La biografía intelectual de Thomas Meyer sobre la filósofa aporta nueva documentación de sus años en París y en EEUU

Hannah Arendt en 1958. | Wikimedia Commons
La historia de cualquiera de nosotros obedece a los anhelos íntimos, esos secretos que nos definen y que, para ser protegidos, no deberíamos revelar nunca a nadie, aunque la mayoría de las veces acabe siendo gobernada por la arbitrariedad de los desengaños y los desafectos, que son las dos experiencias más habituales que acostumbra a depararnos el inevitable trato con los demás. Si hubiera que condensar en un argumento sencillo el devenir vital de Hannah Arendt (1906-1985) cabría resumirlo diciendo que la insobornable independencia intelectual de la pensadora alemana, que le llevó a oponerse –tras investigarlos a fondo– a los totalitarismos de su tiempo, sin dejar por eso de practicar la crítica (razonada) frente a su tribu (los judíos), para escándalo de los que creen que la identidad puede anular a la inteligencia, es consecuencia del desplazamiento moral que, en varios momentos de su vida, sintió de quienes eran (o pudieron ser) sus iguales.
De ellos da cuenta Thomas Meyer, profesor de Filosofía de la Universidad de Múnich, en la rigurosa biografía intelectual que escribió hace dos años y que ahora, en traducción de J. Rafael Hernández Arias, acaba de publicar en español Anagrama. Meyer ha tenido acceso a documentación inédita sobre la vida de la autora de La condición humana. ¿Qué cuenta este material de archivo que no supiéramos ya? Básicamente que Arendt, a quien se la considera una de las más importantes teóricas políticas –ella rechazaba la condición de filósofa–, huyó como alma que lleva el diablo de los ambientes académicos e ilustrados, que eran a los que estaba destinada profesionalmente y en los que al menos hasta 1933 se movió en Alemania.
Fue entonces cuando descubrió el lienzo grotesco en el que estaba inmersa. La uniformización nazi –ese año Hitler se había convertido en canciller del Reich– sedujo a muchos académicos e intelectuales, que en buena medida se asimilaron al ambiente social dominante. Incluyendo, por supuesto, la estigmatización hebrea. La gleichschaltung, que así se llamó el proceso mediante el cual el nazismo se hizo con el control absoluto de la sociedad, cosechó adhesiones entre la intelligentsia, incluida también la de origen judío. Incluso con más facilidad que entre otras capas sociales con menor capacidad económica y formación cultural. Así fueron las cosas. Parte de la aristocracia del pensamiento alemán fue victimaria. Y, salvo excepciones, como Karl Jaspers, no opuso excesiva resistencia al delirio totalitario.
Este espectáculo resultó tan grotesco para la sensibilidad de Arendt que, como documenta in extenso Meyer en este libro, dos años después, tras ser detenida unos días y casarse en una boda relámpago con Günther Stern, al que había conocido en Marburgo, la pensadora alemana cruzó la frontera ilegalmente y se dirigió a París. En esta huida, que sería la primera de su vida, marcada por los exilios sucesivos –a la etapa francesa seguiría el traslado a Estados Unidos, precedido de una travesía en barco desde Lisboa a Nueva York en 1941–, Arendt buscaba ponerse a salvo del fanatismo hitleriano, pero también apartarse de la que hasta entonces había sido su placenta mental, que incluía a notables personajes como Martin Heidegger, epítome de esta (nada excepcional) forma de perversión intelectual.
Tal reacción instintiva acabó convirtiendo a la joven filósofa en una mujer comprometida (pero a su manera) con la causa judía. El libro de Meyer arroja luz sobre las lagunas de estos años capitales –aunque realiza un recorrido completo por la vida de Arendt, desde sus antecedentes familiares a su deceso– y extiende sus pesquisas a las labores civiles de la autora de Eichmann en Jerusalén, que consistieron en trabajar para sacar a muchos niños y adolescentes judíos de la Alemania nazi y, sorteando la burocracia y los impedimentos, enviarlos a las comunas agrícolas de Palestina. El exilio de Arendt, que la convirtió en una ciudadana apátrida desde 1937, cuando Alemania le retiró la nacionalidad, hasta 1951, momento en el que adquirió la condición legal de estadounidense, cambió por completo su perspectiva sobre la política.
Contra el adoctrinamiento social
Dejó de ser un hecho abstracto, sobre el cual los intelectuales y académicos enunciaban y discutían sus teorías, para convertirse en una vivencia personal. Una experiencia desgarradora y directa. Arendt nunca más contempló su objeto de estudio del mismo modo. Probablemente sea esta nueva luz sobre el activismo de Arendt, del que ella únicamente habló en contadas ocasiones, con su prolongación durante su exilio en América a través de su trabajo en la Jewish Cultural Reconstruction, una organización judía, la gran aportación de esta biografía, que se suma a otras anteriores, como la que Elisabeth Young-Bruehl publicó en 1982 –Hannah Arendt: For Love to the World (Yale University Press) y publicada en español por Edicions Alfons el Magnánim, de la Generalitat valenciana, en 1993– o la firmada por Laure Adler, publicada por Ariel en 2019.
El trabajo de Meyer es meticuloso, eficaz, casi obsesivo. Nos muestra todas las etapas de transformación de Arendt, que –como evidenciase su agria controversia con el Estado de Israel– no huía únicamente de Hitler, sino que escapaba de cualquier forma de ingeniería social que aniquilase a los individuos, castigase la discrepancia, interpretase la tibieza como una disidencia o combatiera la libertad personal (de pensamiento y de acción) en cualquiera de sus variantes. La vida de Arendt es una lucha sin cuartel contra el adoctrinamiento social, proceda de donde preceda. Sin importar ni su origen ni sus máscaras. Para ella lo trascendente no era el odio, sino comprender sus motivos. Entenderlo para, así, poder combatirlo de raíz.
Quizás la vigencia de su pensamiento, que explica los horrores de su tiempo sin dejar de advertirnos sobre los infiernos que, en preludio, habitan el nuestro, resida en esta convicción, que la filósofa describió como esa súbita sensación de vacío que experimentó a su alrededor no al reparar que el nazismo quería exterminar a los judíos –Arendt descubrió el antisemitismo de niña en Königsberg, donde se crio tras haber nacido en Hannover–, sino al ver que sus amigos asumían la atmósfera totalitaria.
Arendt nunca creyó en la idea del pueblo elegido, una opinión que no le perdonaría el sionismo. Descubrió que el nazismo y el comunismo habían destruido el principio kantiano del imperativo categórico. No tenía bienes, ni grandes posesiones, ni compromisos que respetar la hora de pensar y escribir. Extrajo su tesis sobre la banalidad del mal, que había conocido en primera persona en Alemania y constató después en el famoso juicio contra Eichmann, a partir de su propia experiencia y del dolor de los demás, seres de carne y hueso. Por eso pudo formularla desde lo concreto a lo universal, descubriéndonos que el Holocausto no fue una ópera wagneriana, como dice el mito, sino el sórdido sonido del silencio de la maldad humana, cuyos primeros compases siempre son el desprecio a la realidad –que no tiene alternativa– y la negación (interesada) de los hechos.