Una lectura en vilo
‘La vida suspendida’, de Eduardo Laporte, es un libro inquietante, conmovedor y terrible, de una escritura admirable

El escritor Eduardo Laporte. | Virginia Carrasco (RRSS)
La vida suspendida, de Eduardo Laporte (Editorial Sr. Scott, 2025), es un libro inquietante. En realidad es un libro terrible. Pasa con él lo que con la música de Erik Satie: uno no debe ponérsela en la tarde de un domingo melancólico o con el ánimo mohíno.
Sin embargo, la desazón que produce La vida suspendida llega envuelta en la amabilidad de una prosa, de un estilo que tiene una naturalidad y una elegancia estimulantes: te lleva a lo tremendo de la mano de lo mundano, de lo amable, de lo culto –cultura moderna, cotidiana; de profesionales en la primera madurez (o segunda, no sé cuántas hay), con buenas lecturas al coleto; digestible; sin indicios de rigor mortis academizante; pelín cultureta, tal vez, pero cultureta inteligente, no hay duda–.
Todo el circo ambiental, el utillaje de la historia y de su narración, es amable y copioso en guiños cómplices: ahí está la bien consignada devoción por Battiato o por Leonard Cohen –a su modo unos divinos–; ahí están los sinsabores vitales del narrador, que se acompasan a esa edad, a ese estatus, a esas músicas, a estos tiempos, a esa tipología social y psicológica de profesional casi joven, urbanita, agobiado ocasionalmente por alguna estrechez económica o algún amor desdichado. Hasta aquí todo más o menos razonablemente normal.
Pero el protagonista de esta bien fabricada autoficción (convengamos que lo sea, porque quiénes somos nosotros para negarlo) lleva la procesión por dentro: podría haber sido padre, haber perpetuado sus genes, sido un demiurgo, cocreado una vida, una persona… y no sucedió. El protagonista y su pareja comprendieron que era necesario abortar.
De pronto al lector, a algún lector, lo asalta una pregunta: ¿comprendieron que era necesario o quizás más bien sólo conveniente o tal vez adecuado o que era lo inteligente y lo sensato?
Pero estoy poniendo, torpemente, en la cabeza de un escritor lo que, con muchas probabilidades, sólo está en las mientes de este lector. Audacia culposa, la mía, la de sospechar, suponer… porque el protagonista-narrador, en lo que es casi un arrebato, nos responde:
«Quizá por eso María y yo sabíamos que no había más opciones. Que la opción elegida estaba elegida de antemano, por nuestro maestro interior, por el destino o por lo que fuera».
Parece una explicación fuerte, convencida, enérgica, ¿tranquilizadora?… si no fuera porque las apelaciones al «destino» o a «lo que fuera» parecen interpelar la autoridad del maestro interior.
El aborto es un acto grave, biológico, médico, moral, social, legal, hondísimamente personal, doloroso, pero desde hace un tiempo es también un emblema y un grito de identidad del feminismo, o de algunos de sus sectores, y desde que es tal, parece que a los hombres, a los padres, se los ha apartado en buena medida del asunto… o se han apartado ellos mismos, actitud que puede deberse a más de un motivo: reconocimiento de que se trata de una decisión que sólo puede tomar la mujer; miedo a ser acusado de patriarcalismo o de misoginia; comodidad vergonzante y unamuniana –«que decidan ellas»–. ¡Ah, saberlo!
«En ‘La vida suspendida’ nos llega una sensación de corresponsabilidad seria y resignada sobre la preñez y el aborto»
Aportar la mitad del ADN del feto ha perdido una grandísima parte de su significado, excepto si se trata de determinar una paternidad de la que se quiere escurrir el bulto. Entonces la importancia es absoluta, pero por lo demás estamos en el totalitarismo del ADN mitocondrial, en el ostracismo del cromosoma Y.
En La vida suspendida nos llega, desde la narración misma, una sensación de corresponsabilidad seria, meditada y resignada sobre la preñez y el aborto. Casi res porta el diari, que decía mi abuelo. A la vez nos llega el sabor de la angustia y de la confusión y de la duda. También nos llega un sentimiento de nostalgia, nostalgia de un futuro, de lo que pudo haber sido y acabó no siendo.
Entonces va el protagonista y nos dice que, en su zozobra, en su turbación, en su cóctel de sentimientos y de sensaciones, en su maelstrom de culpas y autoacusaciones y autocondenas y autoexculpaciones (¡quién puede manejar todo eso y salir indemne de la ordalía!) le puso nombre al nascituro abortado. Para pensar en él, para hablar con él, suponemos. Le puso el nombre de una potencia celestial que en la mente de casi todos nosotros evoca la inocencia y la bondad sin resquicios.
Al nombrarlo, la criatura cobra vida ante nosotros. La paradoja es tremenda.
¿Qué nos puede estar diciendo este bautizo fantasmal?
Aventurar una explicación sería una audacia más imperdonable aún que las que ya llevo cometidas. Pero, a fin de cuentas, hablo de un texto que se me ha dado, como lector, para leerlo, es decir, para interpretarlo. Por eso me preguntaba, durante la lectura, si acaso se le pone nombre a un mero «amasijo de células» o a cualquier otro sintagma con el que proclamar que un aborto, dentro de los plazos que marca la ley (¿o es la ciencia?) no es terminar con una vida; o sí, pero no humana; o sí, pero no independiente.
«No está escrito que las leyes, la moral individual y los sentimientos vayan siempre de la mano»
Después me avergüenzo de ese pensamiento, porque comprendo que puede no haber ninguna contradicción moral entre aceptar los presupuestos que defienden la legitimidad del aborto y, a la vez, imaginar cómo podría haber sido el nonato y la vida de uno con un nato que criar. No está escrito que las leyes, la moral individual y los sentimientos vayan siempre de la mano. En un mundo ideal, tal vez, pero no en el nuestro. Los sentimientos, sobre todo, son caprichosos y tienen vida propia.
Este libro de Laporte está lleno de momentos y fragmentos conmovedores y, como he dicho, terribles, a los que se hace frente con grandes dosis de valentía y con una escritura admirable. Se lidia página a página con el morlaco de la amargura, abanicándole el capote ante la cara para cambiarlo de terreno: el capote aquí es el magnífico estilo literario del escritor. En un capítulo amargamente titulado Día del Padre, llega a decirnos:
«Y quizá por eso la escritura de este texto no esté cursando con alegría, sino más bien generándome una apatía nueva».
El texto no desmiente, sino que corrobora esta venial autodeprecación, pero ese estado de ánimo que le comunica apatía al narrador, no nos lo traspasa a los lectores: al contrario, nos interpela con cada meandro emocional y nos mantiene en tensión.
Este libro no se lee arrellanado, sino con el culo en el borde del sillón.
Gandules emocionales, abstenerse.