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Catadura sintáctica

«Hay novelas que logran hacer una ulterior (o mejor dicho, una anterior) reducción de los comienzos y ofrecer arranques fulgurantes»

Catadura sintáctica

Retrato de León Tolstói. | Keystone Pictures USA

El comienzo de una novela es un umbral que ha de cruzarse para salir del mundo real y entrar en el inventado (cuando la novela es una gran novela, la lectura es una forma de abducción). Uno debe familiarizarse ―cuanto antes mejor― con la voz y la catadura sintáctica del autor y debe también vislumbrar con qué estratagemas narrativas va a vérselas.

Una de esas estratagemas literarias ―bien famosa, por cierto― es la desfamiliarización, lo que nos brinda una bonita paradoja: les estoy proponiendo que se familiaricen con la desfamiliarización.

Pero dejemos los retruécanos para mejor ocasión. Para introducirse de pleno en el universo de la ficción que vamos a leer, no suele bastar con la lectura de un párrafo o de una o dos páginas; suele hacer falta algo más, aunque tampoco debiera extenderse demasiado; eso sería mala señal.

Sin embargo hay obras que logran hacer una ulterior (o mejor dicho, una anterior) reducción de esos comienzos y ofrecer arranques fulgurantes. Entiendo aquí por «arranque» algo mucho más conciso que «comienzo»; sería una destilación o un concentrado que puede ir de una oración a un párrafo corto, a lo sumo. He aquí algunos de mis arranques de novela favoritos.

Empiezo con un grito, casi una imprecación, del furioso, marginal y absolutamente inimitable Léon Bloy, en Meditaciones de un solitario:

«Sí, Elisabeth, tu padrino es un solitario y hasta un cuervo nocturno, en el sentido de la terrible palabra griega nycticorax. Eso quiere decir que hablo o que grazno en las tinieblas, desde el fondo de un desierto al que solo vendrán a escucharme los que se han apartado de todos los caminos de las multitudes».

El lector que aborda Ana Karénina y se topa con estas dos oraciones, sabe que no se irá de rositas:

«Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo».

Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Jünger, es casi tanto una parábola profética como una novela, una novela terrible para tiempos terribles, que empieza así:

«Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver más…».

Otro bien distinto es el tono, casi coñón, de Iván Goncharov, al abrir su gran Oblómov, un personaje consagrado al ocio y la gandulería, con estas palabras:

«Una mañana, en su piso de uno de esos grandes bloques de la calle Gorochovaya, que podía acomodar a toda la población de un pueblo rural, Ilia Ilich Oblómov estaba echado en su cama». 

Ética del idioma. Voluntad de exprimir los recursos de la lengua, de homenajearla con una gratitud siempre insuficiente por todo lo que nos da: eso es Azorín, un maestro infalible para quien quiera aprender lo que es un estilo insobornable. Así arranca La voluntad:

«En las viejas edades, el pueblo fervoroso abre los cimientos de sus templos, talla las piedras, levanta los muros, cierra los arcos, pinta las vidrieras, forja las rejas, estofa los retablos, palpita, vibra, gime en pía comunión con la obra magna».

Casi todo amante de la literatura ha oído hablar de Finnegans Wake, de Joyce, y casi ninguno lo ha leído ni lo leerá jamás. Aunque la tengo en un altar, no tengo lo que hay que tener para recomendársela a nadie de cuya depravación estética no tenga sobrada constancia, pero tampoco me resisto a dejarles ver cómo empieza. Así, al menos, podrán decir que su decisión de no leerla tiene un fundamento:

«Riverrante, pasando Eva y Adán, de curva ribereña a codo de bahía, nos trae por un comodioso vicus de recirculación de vuelta a Howth Castle y Environs».

Un lacerante trallazo, un fulgor, una plegaria desesperada: así es el morboso arranque de Lolita. Nabokov consigue, nada más empezar, crear clima y envolver al lector en unas vagas promesas de pecado que lo atrapan:

« Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas».

Termino con el formidable arranque de Athena, de John Banville, uno de mis favoritos, por su resignada nostalgia envuelta en un ritmo prodigioso (que no resulta fácil verter al español sin pérdidas). Es este:

«Amor mío: Si las palabras pudieran alcanzar el mundo en el que tal vez andes penando, escúchame, he de decirte algo» (My love. If words can reach whatever world you may be suffering in, then listen. I have things to tell you).

Les deseo buenas lecturas.

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