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Historias de la historia

Un crimen de estado

«El 19 de agosto se cumplen 200 años de la muerte del Empecinado, vilmente ahorcado como un criminal, cuando fue uno de los grandes héroes de la Guerra de Independencia»

Un crimen de estado

Juan Martín el Empecinado, por Goya. | Wikipedia

Benito Pérez Galdós le dedicó un libro de los Episodios Nacionales, titulado sencillamente El Empecinado. No hacía falta más, porque esta palabra se convertiría en el nombre del arquetipo del guerrillero español. La importancia del personaje así nombrado, Juan Martín Díez  el Empecinado, fue tal que trascendió a la Historia y entró en la lingüística, pues el verbo «empecinarse», que significa «empeñarse, obstinarse», se deriva del carácter del guerrillero.

Lo más curioso de esta increíble historia de la Historia es que «Empecinado» era un término despectivo. Así llamaban los de la comarca del Campo de Peñafiel a los naturales de Castrillo de Duero, un pueblecito en el límite de Valladolid con Segovia. Corre por Castrillo el arroyo Botijas, que arrastra un cieno negruzco como la pez, denominado «pecina», de forma que los de los pueblos de alrededor se burlaban de los de Castrillo, apodándoles «empecinados», equivalente a sucios y negruzcos.

Quizá llevaran tiznados los cuerpos o las ropas, pero en cuanto al honor, los de Castrillo lo mantenían muy limpio. Cuando en 1808 un soldado francés abusó de una muchacha de Castrillo, Juan Martín Díez, un labrador acomodado de la localidad, de 33 años de edad, mató al violador. No le quedó más remedio que abandonar su hacienda, y con dos paisanos más echarse al monte. Así, de esta forma propia de drama calderoniano, comenzó su carrera de guerrillero, el Empecinado.

Tres años después Juan Martín Díez estaba al mando de 6.000 hombres, la partida de guerrilleros más importante de la Guerra de Independencia, y la gente del pueblo le había puesto el «Don» delante de su nombre, pese a que según Pérez Galdós «en el hablar era tardo y torpe, pero expresivo, y a cada instante demostraba no haber cursado en academias militares ni civiles».

Sin embargo, tenía un genio militar nato, que le hacía ir mucho más allá de los golpes de mano del guerrillero y comportarse como un general victorioso. Pérez Galdós lo llega a comparar con el mismísimo Napoleón: «Su espíritu, como el de Bonaparte en esfera más alta, estaba por íntima organización, instruido en la guerra y no necesitaba aprender nada. Organizaba, dirigía, ponía en marcha fuerzas diferentes en combinación, y ganaba batallas sin ley, ninguna de guerra, mejor dicho, observaba todas las reglas sin saberlo».

Al finalizar la Guerra de Independencia había alcanzado el grado de mariscal de campo (general de división) y, entre otros reconocimientos, una Real Orden del 9 de octubre de 1814 le otorgó el privilegio de «usar el renombre de Empecinado, para sí, sus hijos y herederos», y de firmar con él las órdenes y documentos oficiales. El mote peyorativo de los de Castrillo se había convertido en un título de nobleza. Y en Alcalá de Henares, que el Empecinado había defendido con éxito de una ofensiva francesa en 1813, levantaron una pirámide para conmemorar su victoria.

Pero Fernando VII, que durante toda la Guerra de Independencia, mientras estaba prisionero en Francia, había sido «el Deseado», al regresar a España renegó de la Constitución de Cádiz y reimplantó el absolutismo. Todos los patriotas liberales sufrieron la represión del nuevo absolutismo, y el Empecinado fue desterrado a Valladolid.

En 1820 el general Riego dio un golpe de Estado y reimplantó la Constitución de Cádiz, obligando al rey Fernando VII a jurarla. Vino un corto periodo de libertades, el Trienio Liberal, en el cual el Empecinado fue nombrado gobernador de Zamora y capitán general, y con su ciencia de guerrillero se dedicó a la contra guerrilla, persiguiendo a las partidas de absolutistas que proliferaron por España, como un anuncio de lo que serían las rebeliones carlistas.

Los cien mil hijos de San Luis

La llamada Revolución Española tuvo una enorme repercusión en todo el mundo, desde Grecia a Brasil, y en varios estados italianos se produjeron revoluciones que adoptaban la Constitución de Cádiz. Las potencias reaccionarias de la Santa Alianza, Austria, Rusia y la Francia de la Restauración borbónica, decidieron intervenir aplastando el foco revolucionario en que se había convertido España, que fue invadida por un potente ejército francés, los Cien mil Hijos de San Luís.

Fernando VII intentó atraer al Empecinado a su causa, que se uniera al llamado «Ejército de la Fe», compuesto por españoles ultraconservadores que apoyaban la vuelta del absolutismo. Un correveidile del rey le llevó la propuesta al antiguo guerrillero, al que se ofrecía un título nobiliario, conde de Burgos, y un millón de reales, pero respondió: «Diga usted al rey que si no quería la Constitución, que no la hubiera jurado; que el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos». Este desplante a Fernando VII marcaría su destino, pues el monarca era rencoroso y cruel.

Los Cien mil Hijos de San Luís ganaron la campaña y devolvieron sus poderes omnímodos a Fernando VII. El liberal que pudo se exilió, la única forma de evitar la venganza del Deseado, y el Empecinado se refugió en Portugal. Pero se anunció una amnistía y Juan Martín decidió acogerse a ella. En realidad, para el Empecinado la amnistía era una trampa. Fue detenido por los Voluntarios Realistas, una milicia absolutista, en Olmos de Peñafiel, localidad cercana a su pueblo natal, el 22 de noviembre de 1823.

Tendrían que haberlo llevado a Valladolid para que lo juzgase la Real Chancillería, un tribunal superior, como correspondía a su condición de general del ejército, pero eso no habría satisfecho el rencor de Fernando VII, que encargó del asunto al corregidor de la comarca, Domingo Fuentenebro, enemigo personal del Empecinado. Juan Martín fue llevado al pueblo de Nava de Roa y entregado al alcalde, Gregorio González, que era un absolutista furibundo.

Fernando VII ordenó que fuese juzgado en ese pueblo, donde todo el poder estaba en manos de los ultra reaccionarios, por lo que se pudo celebrar una farsa de juicio, aunque no se saben los detalles, pues el rey ordenaría quemar las actas del proceso para ocultar el crimen de Estado. Siguiendo el capricho real, el Empecinado sería condenado a morir ahorcado como un vulgar criminal, cuando como militar y reo de delito político le correspondía morir fusilado. Pero antes del tormento final le esperaba un auténtico martirio.

La prisión se prolongó durante más de año y medio, y durante ese tiempo, los días de mercado, el Empecinado era expuesto en la plaza de Roa, encerrado en una jaula, para que el populacho que en sus años de guerrillero lo había vitoreado, ahora lo insultase y vejase. En una carta de Fernando VII fechada en mayo de 1824, cinco meses después de la detención de Juan Martín, decía el rey «ya es tiempo de despachar al otro mundo a Chaleco (otro guerrillero liberal) y el Empecinado».

La sentencia a morir en la horca fue refrendada por Fernando VII el 10 de agosto de 1825, y el 19 llevaron al Empecinado al cadalso que se había montado en la plaza del pueblo, montado en un burro desorejado para mayor humillación. Pero a esta tragedia le faltaba un final estruendoso.

Dice Pérez Galdós que «era D. Juan Martín un Hércules de estatura poco más que mediana, una organización hecha para la guerra, una persona de considerable fuerza muscular, un cuerpo de bronce que encerraba la energía, la actividad, la resistencia, la terquedad, el arrojo frenético del Mediodía…» De modo que cuando se vio ante las escaleras del cadalso, en un esfuerzo sobrehumano logró romper las esposas de hierro que le habían puesto.

Intentó apoderarse de la espada del oficial que mandaba la escolta, sin éxito, pero logró romper las filas de los soldados que rodeaban la plaza, en un intento de llegar a la colegiata de Salta María para «acogerse a sagrado», el privilegio que tenía la Iglesia por el que las autoridades no podían detener a nadie en un templo. No lo logró, pero hicieron falta grandes esfuerzos para dominarlo.

Finalmente, le pusieron todo alrededor del cuerpo una gruesa soga, para atarlo como un paquete, y aun así les costó mucho trabajo subirlo hasta el patíbulo. El fraile que supuestamente le debía dar consuelo espiritual, que era un fanático, exhortaba a la gente: «¡No recéis por este perverso, que muere condenado!». Finalmente, según el relato del alcalde de Roa, «quedó colgado con tanta violencia que una de las alpargatas fue a parar a doscientos pasos de lejos, por encima de las gentes. Y se quedó al momento tan negro como un carbón».

El más vituperable crimen de estado se había consumado.

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