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Cultura

18 de octubre de 1469: la boda de Isabel y Fernando que forjó un imperio

La unión de los Reyes Católicos inició una etapa de lo más apasionante y fructífera de la historia de España

18 de octubre de 1469: la boda de Isabel y Fernando que forjó un imperio

Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos.

Existe la profesión de historiador, que requiere muchos años de estudio, lectura y pensamiento sobre cómo tratar de interpretar un mundo que ya nos es ajeno. Y existe la labor del activista, para la cual se requiere tan solo saberse cuatro datos que han de ser intercalados con gritos y de manera repetitiva para, si es posible, no dejar hablar al otro. Huelga decir que sin ningún tipo de rigor histórico detrás.

Suenan todavía los ecos de ciertos políticos o activistas, o ambas cosas a la vez, que, como cada año y sin descanso, repiten el mantra de que el 12 de octubre no hay nada que celebrar. Niegan con sus proclamas lo que no es una opinión, sino un hecho: que Colón llegó a América, que se estableció un imperio donde las tierras conquistadas jamás fueron colonias sino virreinatos y donde, desde el principio, se impuso el mestizaje, una mezcla que, 500 años más tarde, está perfectamente reflejada en una comunidad de más de 600 millones de personas a las que les une una lengua, una historia, una cultura y una fe común. La hispanidad es un hecho. Y lo fue, en gran parte, gracias al empuje de una mujer como pocas: Isabel.

Isabel de Trastámara, una mujer de armas tomar

Rubia, no demasiado agraciada pero sí con un carácter fuerte, decidida y sabiendo muy bien qué quería desde pequeña, no había nacido para reinar. Hago aquí un pequeño inciso para los lectores: curioso es que esas mujeres que no nacieron para reinar, pero finalmente lo hicieron, fueron grandísimas reinas. Traigo aquí a tres, y todas ellas con el mismo nombre: Isabel la Católica, Isabel I de Inglaterra e Isabel II del Reino Unido. Da que pensar, como poco.

Isabel de Trastámara (22 de abril de 1451, Madrigal de las Altas Torres, Ávila – 26 de noviembre de 1504, Medina del Campo, Valladolid) no tenía, ni de lejos, una sola opción de heredar el trono. Y no porque fuese mujer —que también— (aunque en Castilla no estaba vigente la ley sálica, sí la agnaticia), sino porque delante de ella había cuatro candidatos.

Su padre, Juan II de Castilla, se había casado dos veces. La primera, con María de Aragón. De ese matrimonio nacieron Enrique IV de Castilla y las infantas Catalina y Leonor. Una vez fallecida María, el rey se desposó con Isabel de Portugal, quien fue madre de Isabel la Católica y del infante Alfonso. Por lo tanto, Isabel tenía al menos por delante cuatro herederos, unos por ser mayores, otro por ser varón.

Pero la vida hizo de las suyas y, siendo su hermanastro Enrique IV ya rey, todos los candidatos fueron falleciendo, quedando solo ella. Lógicamente, el monarca Enrique IV se casó, primero con Blanca II de Navarra, con quien no tuvo descendencia, y después con Juana de Portugal, y aquí viene el origen, la enjundia de todo el meollo, el salseo de la época.

Enrique IV, ¿homosexual e impotente?

En la corte no cesaban los rumores de homosexualidad del monarca, unidos a los de impotencia sexual. Sin embargo, la reina consorte, Juana de Portugal, había dado a luz a una heredera, la infanta Juana, llamada la Beltraneja por ser considerada por las malas lenguas, hija natural del privado del rey, Beltrán de la Cueva. Así que se ponía en entredicho, por lo tanto, la legitimidad de la infanta frente a la hermanastra de su padre, Isabel de Trastámara, esta sí, hija legítima, sin sombra de dudas, de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal.

Pero no eran tan sencillas las cosas. Juana fue jurada, de hecho, princesa de Asturias ante las Cortes de Castilla (en Madrid), pero la facción de la nobleza castellana defensora de los derechos de Isabel y encabezada por Juan Pacheco, marqués de Villena, y su hermano Pedro Girón, maestre de Calatrava, fue desplazada por Beltrán de la Cueva. Pacheco no se quedaría quieto, y darían comienzo las hostilidades para deslegitimar tanto al rey como a la heredera.

Se constituyó la Liga de Alcalá de Henares en 1464, en la que se defendía la legitimidad de los hermanos del rey frente a su hija. Dicha liga fue tomando cada vez más fuerza, tanto es así que se exigió reconocer al infante Alfonso, de 11 años, y hermano del rey Enrique IV, como heredero. El monarca accedió y Alfonso fue jurado como príncipe de Asturias el día 30, en sustitución de la Beltraneja.

El 16 de enero de 1465 se dictó la Sentencia arbitral de Medina del Campo, con un rey débil que, aun así, no la acepta. Sus adversarios, sin embargo, proclaman rey a Alfonso (de solo 11 años) en una ceremonia conocida como la Farsa de Ávila. Se levantan así los ejércitos partidarios de ambas partes.

Por supuesto, la diplomacia hacía sus esfuerzos para contener la guerra civil y, entre otras cosas, se negocia el matrimonio de la infanta Isabel con Pedro Girón, el poderoso maestre de Calatrava, quien muere sospechosamente días después —se cree que envenenado—. Y es que Isabel estaba ya negociando por detrás el matrimonio con Fernando de Aragón, entonces heredero del reino. Era joven, pero su cabeza ya estaba planificando todo.

El 5 de julio de 1468 muere Alfonso, que había «reinado» tres meses, y se reaviva el conflicto sucesorio: Isabel o la Beltraneja. Solo una de ellas puede ser la heredera. Isabel, en un inteligente y sagaz gesto, se aviene a negociar con su hermanastro y rechaza tomar el título regio, hecho que «relaja» al rey, quien firma con ella el Tratado de los Toros de Guisando en 1468, por el cual es nombrada —ahora sí, en connivencia con su hermano— heredera al trono de Castilla cuando este muera. Eso sí, había una cláusula: el rey se reservaba el derecho de casar a Isabel con quien él quisiera.

El hecho de que Enrique dejara a su hija fuera de la sucesión fue la firme creencia de que su madre, la reina Juana, le había sido infiel. Todo un lío que tuvo grandes consecuencias y un cambio total en la sucesión de Castilla. Enrique pacta entonces el matrimonio de Isabel con el rey de Portugal, Juan V. Pero Isabel, fiel a sus planes, se casó en secreto el 18 de octubre de 1469, en Valladolid, con Fernando, por lo que el Tratado de los Toros de Guisando perdía su vigencia.

El rey Enrique IV, ferozmente enfadado, juró entonces a la Beltraneja como su hija legítima y, por tanto, heredera. Estallaba así la guerra civil en Castilla, pero, tal y como relata Fernando del Pulgar, sobrevino la muerte del rey Enrique en diciembre de 1474, cuyos restos fueron enterrados en el Monasterio de Guadalupe, en Cáceres:

«E luego el rey vino para la villa de Madrid, é dende á quince días gele agravió la dolencia que tenía é murió allí en el alcázar á onze dias del mes de Deciembre deste año de mil é quatrocientos é setenta é quatro años, a las once horas de la noche: murió de edad de cinqüenta años, era home de buena complexion, no bebía vino; pero era doliente de la hijada é de piedra; y esta dolencia le fatigaba mucho a menudo». Crónica de los Señores Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel de Castilla y de Aragón.

Guerra de Sucesión Castellana (1475–1479)

La muerte de Enrique dejaba dos herederas consideradas por sus partidarias como reinas de Castilla. El conflicto no se limitó solo a dicha corona, ya que ambas estaban casadas con reyes de otros reinos: Juana con Alfonso V de Portugal e Isabel con Fernando de Aragón, lo que internacionalizó de alguna manera el conflicto.

Finalmente, la contienda concluyó con la firma del Tratado de Alcáçovas, que reconocía a Isabel y Fernando como reyes de Castilla, otorgando a Portugal el monopolio marítimo comercial, pero que tuvo otros puntos muy importantes, como, por ejemplo, que Canarias pasó a ser de la Corona de Castilla, mientras que Portugal obtuvo Madeira, Azores, Cabo Verde y el Reino de Fez.

Se pactó el reparto de navegación que tanto influiría posteriormente en el viaje de Colón hacia las Indias: se reguló la navegación en el Atlántico, quedando la zona norte de las Islas Canarias para Portugal y el sur para Castilla. En cualquier caso, este tratado se modificaría con el Tratado de Tordesillas, en 1494, ya descubiertas las nuevas tierras.

Esta parte de la historia de España, acaso menos conocida, es fundamental para lo que después sucedió. Si Enrique IV no hubiese tenido sobre sí la sospecha de impotencia sexual —Gregorio Marañón publicó en 1930 Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, donde estudió profundamente su caso—, quizás la heredera hubiera sido Juana y esta, casada con el rey de Portugal, habría establecido una alianza con Portugal y con Aragón y, ¿quién sabe?, no se hubiera dado la dupla ganadora de los Reyes Católicos ni se hubiera financiado el viaje de Cristóbal Colón… Suposiciones que, si bien podemos imaginar, carecen de rigor histórico alguno.

Boda de Isabel y Fernando

Manuel Fernández Álvarez es probablemente uno de los historiadores que mejor conocen la vida de Isabel de Castilla, así como de sus herederos Juana, Carlos V y Felipe II. En su obra dedicada a la reina Isabel relata con toda profusión de detalles —y gracias a Tarsicio de Azcona, probablemente el mejor historiador de la monarca católica (Premio Príncipe de Viana 2014)— cada detalle de aquellos días nupciales:

«El 12 de octubre fue la fecha en la que Fernando, que llevaba ya unos días en Dueñas, como huésped del conde de Buendía, entró en Valladolid para ser presentado a la Princesa».

¿Hubo un repentino enamoramiento? Posiblemente no. Lo más seguro es que hubiese por ambas partes satisfacción por haberse elegido mutuamente. «Isabel no era la bellísima mujer que describían sus panegiristas», explica Fernández Álvarez en su biografía sobre la reina (Espasa-Calpe, 2003). «De gracioso porte, ojos verdiazules, cabellera de oro, se daban todas las circunstancias para ilusionar al joven pretendiente que era Fernando».

A su vez, Isabel tenía ante sí al Príncipe «que había arrostrado las mayores dificultades y no pocos riesgos para estar en aquella cita. Tenía la aureola de saber ya qué cosa era la guerra, lo que le había hecho hombrear». Su propia experiencia, bien aireada con los dos hijos naturales que tenía, antes de ser una nota peyorativa, era como una garantía de que en su caso no se iba a repetir lo sucedido con Enrique IV. Vamos, que había demostrado que de impotente no tenía nada.

Al día siguiente, 19 de octubre, tuvo lugar la misa de velaciones, seguida de los festejos populares y, por fin, la consumación del matrimonio. Enrique IV había eliminado la costumbre de que los esposos consumaran el acto sexual delante de varios testigos, quizá por la vergüenza de ser impotente y dejarlo patente. Así que Isabel y Fernando no tuvieron que tener relaciones a la vista de miembros de la corte, pero sí a oídos, colocándose detrás de una cortina varios hombres. Además, se presentó la sábana con los restos de sangre que revelaban que la reina había dejado de ser virgen.

Y, a partir de ese día, comenzó un próspero matrimonio que daría como fruto uno de los mayores imperios de la historia. Comenzaba la vida de Isabel y Fernando —tanto monta, monta tanto— y, con ella, una etapa de lo más apasionante y fructífera de la historia de España.

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