Memoria de Pier Paolo Pasolini
«Entre dramatismo, placer e hilaridad, Pasolini muestra la belleza de una vida y un mundo primitivos, limpios»

Pier Paolo Pasolini. | Wikimedia
Hacía dos días que había cumplido yo 24 años, cuando saltó la noticia del asesinato de Pier Paolo Pasolini, con 53 años, en Ostia, la playa cercana a Roma. La noche del 2 de noviembre de 1975. La noticia, trágica, parecía, de inicio, muy simple: los peligros de la mala vida. Reconocido homosexual, Pasolini había recogido a un chapero en la estación Termini de Roma (donde era habitual ese comercio) y ese joven Pino Pelosi, según declaró al poco, lo había matado a garrotazos cuando el chico no se había dejado sodomizar. Yo, que en ese tiempo hacía ya vida nocturna y conocía a personas -no pocas- con prácticas similares a las de Pasolini, había oído lances de desfortuna. Se tenía miedo de chicos de barriada que ocasionalmente se prostituían y que podían -expresión de la época- «dar el palo». Pero el caso mortal de Pier Paolo, sobre cuyo cadáver pasó un auto, destrozándolo, parecía exagerado. Robar, golpear, se sabía, matar y de una manera tan salvaje, rebasaba los límites.
El asesinato de Pasolini nunca ha sido del todo aclarado, pero sí se llegó a la conclusión (que el propio y pobre Pelosi, ya muerto, confesó al salir de la cárcel) de que era obra de varias personas, de tres al menos. El chico había sido un cebo, para acabar con aquel notorio personaje incómodo. Hay un libro capital sobre todo esto, traducido al español: Pasolini, un delito italiano, de Marco Tullio Giordana de 1994. Detrás del crimen podía estar una organización mafiosa o la propia Democracia Cristiana, partido que gobernó Italia una muy larga postguerra y contra cuya notoria corrupción escribió a menudo Pasolini. Los artículos recogidos en su ya póstumo libro, Escritos corsarios, aún del 75, resaltan por su valentía y por la idea básica -partiendo de la política a otros estamentos- de la corrupción general en que vivía la sociedad italiana. Un joven Bernardo Bertolucci fue uno de los que estuvo en primera fila de los funerales del poeta y director de cine.
Pasolini fue inicialmente (desde los medianos años 40) poeta y narrador, sobre todo. De 1942 es su libro Poesías en Casarsa, escritas en friulano, la lengua de su madre y de esa ciudad, Casarsa, donde se refugiaron de la guerra. Pasolini nunca quiso mentir sobre sí ni sobre nada y ello le llevó a una vida de éxito y problemas continuos. Lo echaron de un colegio por su relación con un alumno, pero por homosexual (como a Jaime Gil de Biedma aquí) no le dejaron afiliarse al PCI. Alto escritor y cineasta, siempre resultará problemático. Creyó que el sexo -del signo que fuere- era una potencia creadora y feliz en hombres y mujeres. Creyó en la justicia social y en la igualdad de oportunidades y muy poco en la Iglesia católica.
Pero recordemos -para matizar cercanías- que el comunismo que interesó a nuestro autor no es el que bajo ese nombre (o peor, sin ese nombre) vemos ahora. Y el catolicismo, parcialmente detestado, nunca dejó de ser una de sus positivas preocupaciones. Desde un hermoso libro de poemas El ruiseñor de la iglesia católica de 1958 hasta una de sus películas más conocidas, El Evangelio según Mateo, de 1964. En España, entonces, se le añadió el «San». Su novela de 1955 sobre la violencia y los muchachos de las barriadas pobres de Roma, Ragazzi de vita es una obra clásica y nueva. Su título es una expresión que trasciende el italiano, pero una traducción moderna nunca sería Los chicos del arroyo sino Los chicos de la calle. Ese mundo (desde la óptica de una puta buena mujer) aparece en su película Mamma Roma (1962) con la gran interpretación de Anna Magnani.
Para muchos, el más visible y vistoso Pasolini está en las películas sobre la llamada «Trilogía de la vida» -las tres basadas en muy clásicos libros de cuentos- es decir, El Decamerón de 1971, Los cuentos de Canterbury del 72 y acaso la más bella La flor de las Mil y una noches de 1973. Entre dramatismo, placer e hilaridad, Pasolini muestra la belleza de una vida y un mundo primitivos, limpios. Más pronto (aquel espíritu en permanente zozobra) abjura de lo hecho y mostrado, con una película brutal, que resultó ser la última, y estrenada póstuma, Salò o los 120 días de Sodoma, que bajo la advocación de Sade y sin recato alguno -la película es de duro visionado- no sólo muestra el fin siniestro de esa efímera república fascista en el norte de Italia -tras la caída de Mussolini- sino la suciedad irreversible y destructora de nuestro mundo moderno. Si la Edad Media de los filmes anteriores era luminosa, la modernidad de Salò es turbia, fangosa, indecorosa de todo punto.
Para algunos, el gran testamento literario de Pasolini está en la inconclusa y póstuma (grande con todo) novela Petróleo. Dos citas finales como recuerdo de este grande turbulento. Un fragmento de uno de sus poemas: «Sexo, muerte, pasión política, / son los objetos simples a quienes doy/ mi corazón elegíaco… Mi vida/ no tiene otra cosa. Podré mañana, / desnudo como un monje, partir/ del mundo, ceder a los infames/ la victoria… No habré perdido, / no, ciertamente, mi alma.» Y final: lleno de visiones de futuro, Pasolini ha de ser entendido en su época. Su uso de los términos «comunismo» o «fascismo» queda muy lejos de los usos de ahora. Y pagó muy caro.