C. Tangana, del rap crudo a la alfombra roja
José de Montfort y Joan S. Luna publican la primera monografía sobre la figura del artista madrileño

C. Tangana. | Raúl Terrel / Europa Press
Las páginas de C. Tangana. Del rap crudo a la alfombra roja (Libros del Kultrum) abordan el meteorito, la seta atómica que ha supuesto Antón Álvarez para la música española. Su transversalidad ha dejado una sabrosa herida en nuestro imaginario cultural, no solo por su arte, sino por la forma de convertirse él mismo en artista. En personaje. En esclavo de sus dones. Y lo mismo que su autor, el crítico musical Joan S. Luna, junto con el periodista y crítico literario José de Montfort, abre este ensayo con una anécdota de su relación con Pucho, me van a permitir hacer lo mismo. No por onanismo, ni por miedo a la irrelevancia, sino porque lo que les voy a contar sobre mis careos con C. Tangana viene a respaldar varias de las tesis del libro.
«Yo soy inmenso, contengo multitudes», decía Walt Whitman, y quien fuera el rapero Crema —Antón Álvarez para el DNI, Pucho en el anecdotario amistoso; véase también El Madrileño— podría montarse una rave en su cabeza habida cuenta de la de artistas que tienen su misma cara. La primera vez que supe del tal Crema, tenía yo 18 palos e iba de flâneur poeta, viviendo por las calles de Toulouse. Me encandiló esa sinceridad espiritual, digna, pero que no rechazaba el fratricidio de ser necesario, con barras de estilete —En ruinas como Roma nunca ha abandonado su resonancia dentro de mi cajita de costillas—.
Al año, cuando aterricé en Madrid, conocí a un tipo que era un gran amigo de uno del séquito de Crema. Un zutano que, según aseguraba, había compartido piso con él. Crema, por entonces C. Tangana, quien era ya un hito del hip-hop con el disco Agorazein (2008), empezó a encarnar mitologías difíciles de confirmar.
La que asegura Joan S. Luna en un inicio de ensayo bien documentado y con tino cronológico lo ratifico personalmente como parte de quienes, en la capital, ya se estaban quedando algo prendados del misticismo de C. Tangana. Todos los zagales de la plaza 2 de Mayo, en Madrid, no sabría decir cómo, habían estado con él o conocían a alguien que lo frecuentaba. Había que joderse: Crema, la promesa del underground, se estaba haciendo mainstream hasta la omnipotencia en los botellones.
Ya no se hablaba de Agorazein (la banda que formó tras dar nombre a su último álbum con el nombre Crema) como material de estraperlo, ni como un secreto solo digno de quien gozase husmeando en las ciénagas del rap madrileño. Se olía ambición y, cualquiera que callejeara un poco, se espabilaba rápido: C. Tangana tenía un eyector a cuestas y le estaba echando gasofa de alto octanaje.
Como bien explica José de Montfort en el segundo capítulo del libro, C. Tangana estaba abriéndose un espacio más allá del hip-hop. Era algo, como dice el periodista, (pos)irónico. Un desplazamiento de los códigos que lo llevó a querer ser el Drake español. Un músico canadiense que había pasado de ser actor a intérprete, y que Pucho, como dice Montfort, usó de referencia en el sentido contrario. Antón Álvarez estaba en la música y ahora le tocaba actuar.
Con Alligators los zurraspillas de entonces empezamos a ver que aquel Crema vulnerable, poético y melancólico se había ido al traste. El trap iba a entrar en España con fuerza, y los referentes iban a ser el dinero, el sexo de catálogo, la barriada y una violencia subyacente heredada de dónde emergía el formato. Chonis y hipsters yendo de la manita. Nunca tanto mamarracho niño de papá se las dio de duro, de extrarradio y malote con nudillos de plastilina. Putas y collares dorados con genética de barrio. Consumismo y orgullo de clase traicionada. Ese empezó a ser el mensaje. Puchito se lo estaba echando encima, priorizando la chulería y ser embajador del dólar.
Aunque, como buen avispado truhan y sagaz lector de las entretelas de la industria, C. Tangana acabó desmarcándose del carro trapero, inevitablemente dirigido al abismo por el que planea ahora, con aspecto de acabar estrellándose convertido en algo testimonial. Como los piercings de las cejas o las camisetas de El Niño.
Con Antes de morirme (2016), tal y como recuerda Montfort— con una todavía desconocida Rosalía colaborando (C. Tangana será muchas cosas, pero un analfabeto musical no es una de ellas: más bien todo lo contrario), el fin será la base del medio. Cantar sobre ser famoso, absoluto, ineludible, para lograrlo. Una cosa muy propia del hip-hop y que Antón Álvarez quería exprimir para quienes, todavía, no habían sido iniciados en sus mieles y argucias.
El rap patrio había sabido despiojarse del viscoso bling-bling gringo —Doble V, Tote King, SFDK, La Mala iban a otro rollo— y, de pronto, la escena española no podía dejar de reflejarse en él. En el otro lado del espectro, el formato cautivó a un público inmenso y C. Tangana consiguió lo que siempre había deseado. O, al menos, lo que decían desear sus canciones. Ya hemos dicho que el colega, a lo Walt Whitman, contiene —y contenía ya entonces— «multitudes».
Empezó a hablarse de «música urbana» en términos un tanto heréticos, transversales si nos ponemos complacientes, lo cual permitió unificar conceptos para muchos y supuso un electrodo en las gónadas para otros. En especial los puristas musicales. Sea como fuere, y como bien señala Montfort en el ensayo: C. Tangana, escalando a la cresta de la ola, ataviado cada vez con outfits más vistosos, caros y con una marca de fábrica donde se reunían tradición y modernidad, se convirtió en el «becerro de oro».
Y así se coló en las orejas de un país Avida Dollars (2018) —guiño al anagrama del surrealista André Breton que creó para referirse a Salvador Dalí, en vista de sus obsesiones pecuniarias—, con el que Antón Álvarez demostró divergir en dos significaciones paralelas: una más superficial, frívola y digerible, totalmente cargada de ese macarrismo crematístico, y otra subyacente, enrevesada y alusiva, como demuestra el propio título del álbum. La foto de su facha con una puestada mayúscula y los párpados pidiendo tierra que fue portada del disco (fingida o no, da igual), es ya parte del imaginario musical moderno.
Pero, en fin, saltemos, porque tampoco va uno a robarle todo el trabajo a Joan S. Luna y José de Montfort, que en este ensayo reúnen una gran cantidad de información, colaboraciones y análisis con puntería robinhoodiana. Saltemos al disco que lo cambió todo. Si Rosalía (ex de C. Tangana) había hurgado en los corazones nacionales con El mal querer (2018) y buscaba su oquedad internacional, Puchito vio un punto débil con el que penetrar la guardia nacional: Tú me dejaste de querer (2021), con el Niño de Elche y La Húngara. Hay una buena intrahistoria, desgranada en el ensayo, sobre este tema y la entrada en ebullición de los conceptos que darían forma al álbum que escucharon hasta nuestras abuelas. Incluso si estaban en el camposanto, vaya. El Madrileño (2021) impactó así a la postre de la peor pandemia mundial del siglo XXI, y lo hizo con potencia de asteroide.
Con El Madrileño a todos nos floreció en las tripas un volcán castizo. Es un disco que, aun no diciendo una sola cosa sobre la capital, te remite instantáneamente a ella como el agujero del embudo por el que discurren las emociones de una nación. Hay un folclore conceptual, propio, a la par que añejo, con vistas al otro lado del Atlántico y actualizado como un puto iPhone. C. Tangana, después de ese disco y su gira «Sin Cantar Ni Afinar Tour», ya no era un músico: era una figura nacional. Un patrimonio contemporáneo.
C. Tangana –del rap crudo a la alfombra roja es un ensayo ideal para neófitos que quieran entender el fenómeno, lo mismo que para conversos a los que les apetezca predicar con más, y mejor, información. Sin duda, C. Tangana habita multitudes y la que yo conocí en persona, hará tres años, en una fiesta organizada por Sony en un pedazo de oficina industrial de Madrid, me demostró que detrás de El Madrileño, C. Tangana, Puchito y Crema, Antón Álvarez es un tipo educado y agradable. Mucho menos sobrecargado de ego de lo que cabría imaginar. No se explica sino que este juntaletras, que fue complacientemente acoplado al jolgorio de la mano del productor Enrique Lavigne, se presentara en estado de franca ebriedad al artista, destacando, de buenas a primeras, que: «¡se te ve más alto en los videoclips!», y C. Tangana —Antón, mejor dicho—, en vez de responder mediante un legítimo soplamocos, dijera: «¡Ya sabes que la cámara miente mucho!», seguido de una sonrisa.
Al patinazo le siguieron un par de incursiones furtivas durante la velada, en las que aparté a las masas enfervorizadas que rodeaban a C. Tangana, como barbos en un estanque a unas migas de pan. Y su actitud, en todo momento, siguió complaciente y bienhallada. Yo, que había escuchado atento las mitologías de cuando Crema era rap crudo, conocí al Madrileño en la alfombra roja, y no me pareció un chulo tuercebotas de apetitos caníbales, ni un iluminado con complejo de mesías. Vi a un camaleón. A una persona medida. Controlada. Vigilante. Y quienes lean el ensayo publicado por Libros del Kultrum, me apuesto a que, casi con seguridad, acabará por ver lo mismo. Irónico, ¿no les parece? C. Tangan siempre fue igual desde el principio; lo que quería ser. Cuánta sinceridad después de todo…
