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Cultura

La corrupción del lenguaje: del decir al dominar

«Allí donde las palabras ya no buscan la verdad, el poder ocupa ese vacío para dictar qué puede ser dicho y qué pensado»

La corrupción del lenguaje: del decir al dominar

Platón en la academia.

Desde los orígenes del pensamiento occidental, Platón advirtió que la mayor amenaza para la verdad no era la mentira abierta, sino la opinión: la doxa. En La República, libro al que dediqué años de mi vida, Platón denuncia que la opinión es volátil, maleable, siempre dispuesta a plegarse al mejor postor, como lo era el discurso de los sofistas. Para el filósofo ateniense, cuando el lenguaje se reduce a vehículo de opiniones sin fundamento, deja de orientarse hacia el conocimiento y se convierte en instrumento de confusión. La degradación comienza allí donde las palabras ya no buscan nombrar la realidad, sino adaptarse a las impresiones políticas y mercenarias del momento. La opinión es, de este modo, la primera forma de corrupción del lenguaje: la sustitución del concepto por la sensación, de la verdad por la comodidad, del diálogo por los significantes vacíos.

Esta intuición platónica atraviesa los siglos y reaparece en uno de los escritores políticos más agudos de la modernidad: Maquiavelo. En El Príncipe, afirma que un gobernante no está obligado a decir la verdad, y que incluso debe aprender a mentir cuando la conservación del poder lo exija. No es que Maquiavelo celebre el engaño, sino que diagnostica un hecho: el lenguaje, en la política real, es un arma ajena a la verdad. Quien gobierna no dice para revelar, sino para obtener efectos. La verdad deja de ser un valor y se convierte en una ausencia. Maquiavelo confirma así lo que Platón temía: cuando las palabras se utilizan para vencer y no para comprender, el lenguaje se convierte en la tecnología primordial para dominar, para engañar, para vaciar de sentido la vida, y especialmente el lenguaje de los políticos. Ya lo decía Borges: «La profesión de los políticos es mentir. No son hombres éticos; son hombres habituados a la mentira, al hábito de sobornar, de sonreír todo el tiempo, al hábito de quedar bien con todos, al hábito de la popularidad», y de la imprecisión vacía, se podría añadir. 

Thomas Hobbes en su Leviatán abordó mucho antes la idea de que las disputas humanas nacen en gran parte de la ambigüedad lingüística: palabras mal definidas, términos usados sin precisión, expresiones cargadas de pasiones. La descomposición del lenguaje, decía, engendra confusión mental. Frente a los ya citados, más bien virtuosos y defensores de una suerte de verdad primordial, tenemos a los pensadores de la modernidad. Nietzsche, por ejemplo, llevó la crítica un paso más lejos. Para él, el lenguaje no es simplemente un instrumento que puede degradarse: es ya una falsificación de origen. Cada palabra es una metáfora endurecida, una aproximación imperfecta a un devenir que no puede capturarse. Hablamos para orientarnos, no para conocer la esencia de las cosas. Así, la corrupción del lenguaje no sería una enfermedad adquirida, sino una condición estructural: las palabras mienten siempre, y lo hacen porque deben simplificar un mundo que no admite simplificación. 

La lucidez para Nietzsche sería no olvidar esta falsificación fundamental, que atañe al fundamento mismo de la cultura. Fue el camino que siguió la Escuela de París, y Barthes y Deleuze están en esa línea al afirmar que el lenguaje no describe el mundo: lo somete y lo gobierna. No tiene como función primaria comunicar, sino ordenar, distribuir, clasificar, controlar. Para Deleuze, cada acto de habla es una «orden implícita», un dispositivo que produce sujetos y comportamientos. Algo que repitió Barthes, de forma mucho más burda, en su discurso inaugural del Colegio de Francia. El lenguaje no refleja relaciones de poder: es poder. Su corrupción, por tanto, no es un accidente sino un modo de funcionamiento. Por la misma línea van a continuar las ideologías de la posmodernidad. El problema de esta visión, coronada por Derrida, es que conduce a un nihilismo tan nuclear como total donde desaparece toda aspiración a la autenticidad, a esa autenticidad que buscaba Heidegger, y que suelen buscar siempre los poetas y los escritores que tienden a la densidad semántica, o ese momento en el que las palabras dicen más de lo que pueden decir.

«Corromper el lenguaje, como se hace continuamente en nuestro país, no es solo mentir, es desactivar la posibilidad misma de pensar»

Es cierto que la propaganda convierte las palabras en instrumentos de obediencia, pero es que, como dijera Hobbes, son palabras mal definidas, términos usados sin precisión, expresiones cargadas de pasiones. Idea que podría aproximarse a la teoría de Wittgenstein, cuando denunció el extravío que producen las trampas que el propio lenguaje tiende a quienes lo usan sin examinar sus reglas. El sentido se pierde cuando las palabras se emplean fuera de los «juegos de lenguaje» que les dan significado. La corrupción no es entonces moral, sino pragmática: nos engañamos porque usamos el lenguaje fuera de su gramática real. 

Más allá del escepticismo que se deriva de Nietzsche y sus seguidores de París, es evidente que corromper el lenguaje, como se hace continuamente en nuestro país, no es solo mentir, es desactivar la posibilidad misma de pensar. Allí donde las palabras ya no buscan la verdad ni mantienen un lazo con el mundo, el poder ocupa ese vacío para dictar qué puede ser dicho y, por tanto, qué puede ser pensado. La corrupción del lenguaje es, inevitablemente, la antesala del sometimiento del pensamiento. Pero esa corrupción, que cubre ahora mismo todos los espectros ideológicos de Occidente, se va a enfrentar siempre a los pensadores libres y valientes que ni quieren someter su pensamiento a los vaivenes de la política, ni se consuelan creyendo que todo lenguaje es corrupción y dominación. Esa visión del lenguaje no es una reflexión, aunque lo parezca, es una mera opinión que abre de par en par las puertas a un nihilismo que niega toda forma de verdad, y de paso también toda forma de esperanza.

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