Guerra entre las izquierdas: la memoria silenciada
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de personajes polémicos y desmonta mitos con ironía y datos

Ilustración de Alejandra Svriz.
El relato oficial de la Guerra Civil es que hubo dos bloques: el del frente popular contra el fascismo. Sobre esta ficción se ha levantado la memoria histórica. Sin embargo, comunistas, socialistas y anarquistas se mataron entre sí desde 1931, y con total impunidad entre 1936 y 1939. Ese relato sobre la unidad de la izquierda ha sido una de esas utopías que sirven tanto para movilizar a las masas crédulas como para levantar muros frente al adversario político.
Se trata de un sueño recurrente, invocado en discursos y proclamas, pero que en la práctica se ha revelado como un espejismo. Desde la fundación de la Primera Internacional en 1864, los partidos y movimientos de izquierda han vivido enfrentamientos internos autodestructivos. En España, este fenómeno ha sido especialmente sangriento y dramático, con episodios que marcaron profundamente la historia del país. Por esto, la Guerra Civil fue también una guerra dentro de la propia izquierda, cuyos conflictos se prolongaron incluso en el exilio, y el resentimiento se prolonga hasta la actualidad.
Los anarquistas contra la República
Los anarquistas se levantaron con más fuerza contra la Segunda República que contra la monarquía de Alfonso XIII. Para ellos, ambos regímenes eran dictaduras burguesas que perpetuaban la explotación de la clase trabajadora. Entre enero de 1932 y diciembre de 1933 protagonizaron tres insurrecciones armadas, especialmente en regiones como Aragón, Cataluña, Andalucía, Valencia y Madrid. La última, organizada por la CNT, fue la más sangrienta: se contabilizaron 125 muertos. La retórica anarquista era de exclusión e intransigencia, con un discurso que no presagiaba nada bueno, pues planteaba como objetivo no solo el fin del Estado, sino también la eliminación de los enemigos políticos dentro de la izquierda.
El enfrentamiento entre izquierdistas durante los primeros años republicanos dejó un saldo de 250 anarquistas y 60 comunistas muertos. La violencia no se detuvo ahí. Poco antes del estallido de la Guerra Civil, en junio de 1936, se produjo un conflicto en Málaga entre la CNT y la UGT por cuestiones relacionadas con la pesca del boliche. El resultado fue el asesinato del concejal comunista Andrés Rodríguez y de Antonio Román Reina, presidente de la Diputación. A pesar de estos episodios, la CNT-FAI aceptó el 21 de julio de 1936 la oferta de Lluís Companys de compartir el poder en Cataluña. Así nació el Comité Central de Milicias Antifascistas, que pronto se dedicó a imponer el terror y a impulsar la revolución social. En noviembre de ese mismo año, Largo Caballero incluyó a cuatro miembros de la CNT en su gobierno, aunque su participación duró apenas seis meses, hasta mayo de 1937.
Los Hechos de Mayo de 1937
El motivo de la ruptura entre comunistas y anarquistas fueron los llamados «Hechos de Mayo», un nombre poético y equívoco para referirse a la guerra abierta entre ambos grupos en Barcelona. La animadversión venía de lejos. Para los anarquistas, el comunismo era otra forma de dictadura que impedía la revolución obrera, cuyo momento propicio era precisamente la Guerra Civil. Para los comunistas, los anarquistas eran «pequeños burgueses» que obstaculizaban la extensión del modelo soviético. El odio mutuo fue creciendo y la lucha contra el bando nacional quedó relegada a un segundo plano.
La Generalitat intentó disolver las Patrullas de control, dominadas por los anarquistas, y enviarlas al frente. La CNT-FAI se opuso. Consideraba que detener la revolución era más grave que perder la guerra. El enfrentamiento armado comenzó el 3 de mayo de 1937, cuando los Guardias de Asalto intentaron recuperar el edificio de Telefónica, ocupado por los anarquistas. La ciudad se dividió en dos bandos: anarquistas y militantes del POUM contra comunistas, guardias de asalto y nacionalistas catalanes. El día 4, la columna Tierra y Libertad, equipada con carros blindados, atacó a los comunistas. Aunque fracasaron en su intento de tomar la sede del PCE, lograron conquistar el cuartel de las fuerzas del orden en la Plaza de España. Se sucedieron matanzas, como la de los guardias en la fábrica «Casa Ramona», y durante varios días Barcelona estuvo bajo el dominio anarquista.
Ante la gravedad de la situación, Companys pidió ayuda al gobierno de la República en Valencia, que envió tropas y aprovechó la ocasión para asumir las competencias de orden público en Cataluña. Los ministros anarquistas, como García Oliver, intentaron mediar, pero el conflicto terminó el 8 de mayo con un saldo de 218 muertos, la mayoría de la CNT-FAI, según Manuel Aguilera Povedano. Otro historiador, François Godicheau calcula que se encarcelaron a 3.734 militantes, casi todos anarquistas. A partir de entonces, los libertarios perdieron el entusiasmo por defender la República. Tras 1937, muchos anarquistas consideraron que la colaboración con el Frente Popular había sido un error estratégico que los ató a un pacto antifascista falso y castrante. Recordaban episodios como Casas Viejas para demostrar que socialistas y comunistas buscaban su aniquilación.
Trotsky y el POUM
León Trotsky interpretó los Hechos de Mayo como una «reacción burgueso-estalinista» contra la clase obrera, provocada por los anarco-reformistas que habían participado en el gobierno. Más allá de la retórica, lo cierto es que se trató de una lucha por el poder. El siguiente objetivo de los comunistas fue el POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista, vinculado a la IV Internacional y odiado en Moscú, donde los trotskistas eran sometidos a juicios sumarísimos. El POUM defendía convertir la Guerra Civil en una revolución, expulsando a los estalinistas del PCE, PSUC y UGT. Consideraban que la Segunda República y la Generalitat eran regímenes burgueses despreciables que debían ser derribados. Para ellos, la subordinación a Stalin era un engaño a la clase obrera. El choque entre comunistas y poumistas solo podía terminar con la eliminación de uno de los dos.
El 13 de mayo de 1937, los ministros comunistas Vicente Uribe y Jesús Hernández pidieron la disolución del POUM. Largo Caballero se negó, pero no resistió la presión y fue sustituido por Juan Negrín, favorable a la línea soviética. La prensa anarquista, como Solidaridad Obrera, calificó al nuevo gabinete como «gobierno contrarrevolucionario».
La ofensiva contra el POUM comenzó en junio de 1937. Antonio Ortega, director general de seguridad, ordenó la detención de mil dirigentes. La táctica comunista era clara: descabezar al enemigo eliminando a su élite. Entre los detenidos estuvieron Josep Rovira, comandante de la 29ª división, el periodista Julián Gorkin y Andreu Nin, líder del partido. El secuestro, tortura y asesinato de Nin fue el episodio más impactante. La orden vino de Alexander Orlov, agente de Stalin. Nin fue ejecutado el 23 de junio.
La desaparición de Nin generó una oleada de protestas. En las calles aparecieron pintadas que decían: «Gobierno Negrín. ¿Dónde está Nin?». Los comunistas respondían con sarcasmo: «En Salamanca o Berlín». La propaganda soviética difundió la mentira de que Nin había sido liberado por agentes de la Gestapo disfrazados de brigadistas. El gobierno ilegalizó el POUM y sus militantes fueron calificados de «trotskistas-fascistas».
Otro golpe contra los anarquistas fue la disolución del Consejo de Aragón en agosto de 1937. Los libertarios habían impulsado la colectivización de la tierra, llevando la revolución al campo. La operación militar fue dirigida por Vicente Rojo y el comunista Enrique Lister. La represión desmoralizó a los anarquistas y favoreció el avance franquista. Desde septiembre de 1937, los comunistas dominaron la política republicana, en un país cada vez más supeditado a los intereses de la URSS.
El golpe de Casado en 1939
En esta circunstancia se urdió un golpe de Estado contra el gobierno presidido por Negrín ante la evidencia de que la guerra estaba perdida y de que se continuaba la pesadilla por orden de Stalin para coincidir con el inicio de la guerra mundial. En marzo de 1939, el general Casado, junto al socialista Julián Besteiro y el anarquista Cipriano Mera, protagonizaron un golpe de Estado para acabar con los comunistas de Negrín. Aunque la conspiración se extendió por diversos frentes, en Madrid la situación era especialmente delicada: de los cuatro cuerpos de ejército que defendían la capital, tres estaban bajo control de mandos comunistas leales a Negrín.
El 6 de marzo, unos 5.000 soldados de la 8ª división entraron en la ciudad, desencadenando una nueva batalla que recordó a los sucesos de Barcelona en mayo de 1937. El enfrentamiento dejó 250 muertos y terminó con la victoria de los casadistas, que buscaron abrir negociaciones de paz con Franco.
El odio mutuo en el exilio
Sin embargo, las divisiones internas de la izquierda no se detuvieron allí. El exilio republicano arrastró consigo rivalidades y resentimientos. Negrín impulsó el SERE (Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles) para asistir económicamente a los refugiados en Francia, aunque fue acusado de favorecer únicamente a sus seguidores y a los comunistas.
Como respuesta, Indalecio Prieto fundó la JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles), financiada con los bienes transportados en el yate Vita. Lo que debía ser un proyecto de solidaridad terminó convertido en un escenario marcado por disputas, dinero y reproches. Incluso en los campos de concentración nazis, como recordaría Jorge Semprún, las tensiones entre comunistas y anarquistas españoles persistieron, impidiendo cualquier unidad. Esa es la verdad histórica, la otra memoria histórica, la silenciada.
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