Cataluña y Alcalá-Zamora: la República imposible
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de personajes polémicos y desmonta mitos con ironía y datos

Ilustración de Alejandra Svriz.
Mucho se ha escrito sobre la relación entre Manuel Azaña y el catalanismo, sus problemas y alianzas efímeras; de la proclamación de la República en Barcelona por Companys y luego por Macià; de sus chantajes y golpismo. Incluso se ha escrito sobre la «conllevancia» de la que habló Ortega y Gasset, y del curioso papel que adoptó Cambó. Sin embargo, se ha hablado poco de la figura de Niceto Alcalá-Zamora, y de su cesión al catalanismo que no fue correspondida con muestras de lealtad y responsabilidad. Todo lo contrario. Cada reconocimiento del autonomismo era respondido con más exigencias.
La proclamación de la Segunda República Española en abril de 1931 inauguró una etapa de esperanzas y tensiones, en la que la cuestión catalana se convirtió en uno de los desafíos más delicados y persistentes para la estabilidad del nuevo régimen. El nacionalismo catalán había cobrado fuerza política desde 1906 con la creación de Solidaridad Catalana en respuesta directa a la Ley de Jurisdicciones. Dicha ley expandía la justicia militar para juzgar ofensas verbales o escritas a la nación, el ejército, la bandera o la unidad nacional, originada en protestas catalanistas tras el desastre del 98 y un incidente con la revista satírica Cu-Cut!, cuando unos militares asaltaron la redacción de esta publicación nacionalista catalana.
El camino hacia la autonomía catalana se fue trazando en las primeras décadas del siglo XX, jalonado por hitos como la Ley de Administración Local de Antonio Maura (1907-1909) y la Ley de Mancomunidades Provinciales impulsada por José Canalejas. En aquellos años, Alcalá-Zamora, entonces diputado monárquico liberal, se erigió en firme defensor del unitarismo, convencido de que las mancomunidades podían convertirse en un puente hacia un nacionalismo «desintegrador».
Durante el debate sobre la Ley de Mancomunidades, Alcalá-Zamora lideró la oposición dentro de su propio partido, el liberal, denunciando lo que consideraba un disfraz de «amor regional» para objetivos nacionalistas más profundos. Admitía la conveniencia de ciertas transferencias administrativas, pero rechazaba la creación de entidades supraprovinciales con competencias «peligrosas» que pudieran comprometer la cohesión del Estado. Para él, la cesión de áreas como la educación suponía cruzar una «línea roja» con graves consecuencias futuras.
La postura de Alcalá-Zamora frente a las demandas nacionalistas era inequívoca: Cataluña podía ser una región, pero nunca una nación. Así lo dijo en 1916 ante las demandas de Francesc Cambó: «Cataluña es una región, sí, pero no puede ser una nación, porque en España no hay naciones». Defendía que la descentralización en ningún caso implicaba el federalismo, sino una autonomía compatible con la unidad superior de la nación española. Era así que renegaba del federalismo, al que consideraba algo «destructivo que disocia a los que están juntos».
La dictadura de Primo de Rivera cambió el monarquismo de Alcalá-Zamora por el republicanismo. Comenzó a ver la República como solución al problema de la libertad en España, considerando que el principal obstáculo era la Corona. No obstante, la dictadura frenó temporalmente el catalanismo, aunque este permaneció latente y se radicalizó con figuras como Francesc Macià, fundador de Estat Català. Tras la caída de Primo de Rivera, el nacionalismo se incorporó al proyecto republicano, donde estaba ya Alcalá-Zamora a través del Pacto de San Sebastián, en 1930. Allí, representantes catalanes como Manuel Carrasco Formiguera reclamaron «la más absoluta autonomía para Cataluña» e incluso el derecho a la autodeterminación.
Alcalá-Zamora, que había suavizado su inicial unitarismo hacia posiciones autonomistas para garantizar la unidad contra la monarquía, defendió que cualquier estatuto debía ser aprobado por las Cortes como expresión de la soberanía nacional. Se acordó que el futuro Estatuto Catalán de la República sería elaborado en la región y sometido a la deliberación de las Constituyentes.
El compromiso se puso a prueba el 14 de abril de 1931. Apenas dos días después de las elecciones municipales que precipitaron la caída de la monarquía, Macià proclamó unilateralmente el Estado Catalán bajo la fórmula de una República Catalana. El Gobierno Provisional envió ministros a Barcelona y logró que Macià renunciara a la declaración soberanista a cambio del prometido Estatuto de Autonomía. Alcalá-Zamora, presidente del Gobierno Provisional, restó dramatismo al episodio en sus diarios, convencido de que el problema se podría encauzar, escribió, «sin atajarlo con violencia súbita y choque imprudente». Se equivocó.
El llamado Estatuto de Nuria, redactado en Cataluña en 1931, excedió el marco constitucional. Alcalá-Zamora propuso una fórmula intermedia: un Estado integral unitario pero no centralista, que reconociera la autonomía regional sin comprometer la unidad nacional. La definición constitucional quedó entonces de la siguiente manera: «El Estado español, dentro de los límites irreductibles de su territorio actual, estará integrado por municipios mancomunados en provincias y por las regiones que se constituyan en régimen de autonomía».
El Estatuto fue aprobado en agosto de 1932, tras el fallido golpe de Sanjurjo —al que dedicamos un episodio—, aunque con recortes significativos. Macià, presidente de la Generalitat, dijo:
«El Estatuto que nos devuelve el señor Alcalá-Zamora no es el que aprobó el pueblo catalán en Núria; es un Estatuto mutilado, pero aun así lo aceptamos porque significa un paso adelante en la libertad de Cataluña».
Intelectuales como Ortega y Gasset advirtieron que el problema catalán solo podía «conllevarse», aceptando lo insoluble y buscando concordia en lo demás. Macià se convirtió en el primer presidente de la Generalidad, aunque el texto no satisfizo plenamente al nacionalismo, lo que es siempre una constante. No hay medida que pueda contentar a ningún nacionalismo que no tenga ya su propio Estado.
La tensión continuó. Tras la muerte de Macià en 1933, Lluis Companys asumió la presidencia de la Generalidad. En abril de 1934, el Parlamento catalán aprobó la Ley de Contratos de Cultivo desafiando al gobierno central. El clímax llegó en octubre de 1934, cuando Companys proclamó desde el balcón de la Diputación el Estado Catalán dentro de la República Federal Española, coincidiendo con la huelga general revolucionaria. Era un golpe de Estado, en connivencia con el PSOE y la izquierda republicana para, en su opinión, rectificar la República porque gobernaba la derecha. Ya hicimos un episodio sobre el golpe del 34. La rápida intervención del capitán general Domingo Batet sofocó la insurrección, detuvo al gobierno catalán y suspendió el Estatuto.
Alcalá-Zamora, como presidente de la República, optó por conceder indultos a los condenados, evitando que se convirtieran en mártires y agravaran la crisis. Aun así, no consiguió la moderación de los catalanistas. Lluís Companys llegó a decir:
«El señor Alcalá-Zamora habla de unidad y de legalidad, pero olvida que Cataluña no pide privilegios, sino el reconocimiento de su personalidad política»
Con el supuesto triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936, la autonomía fue restituida con mucho envalentonamiento por parte de Companys y ERC, los golpistas del 34. A partir de ahí, Cataluña estuvo en guerra interna entre independentistas, anarquistas y comunistas, culminando en los Hechos de Mayo de 1937 que espantaron, entre otros, al escritor George Orwell y a la filósofa Simone Weill, ambos testigos de los acontecimientos. Fue un absoluto fracaso desde el inicio.
Alcalá-Zamora, un republicano liberal-conservador que había sido ministro dos veces con Alfonso XIII, aceptó las reivindicaciones del nacionalismo catalán con tal de derribar la monarquía. Aquel republicano no era un «paleto», como pensaba Azaña, sino un intelectual que perteneció a tres academias, autor de 36 libros, y un abogado prestigioso. Y, aún así, se equivocó con la izquierda republicana, el PSOE y los nacionalistas catalanes. Alcalá-Zamora consideró, como muchos otros, que los catalanistas serían controlables con cesiones, que podían satisfacer su independentismo con gestos y autonomía, pero se equivocó. De hecho, así lo confesó en su obra Los defectos de la Constitución de 1931, libro en el que criticó los errores de la autonomía de Cataluña, incluyendo los defectos en el método de aprobación y modificación de los Estatutos, el hecho de que el Parlamento catalán pudiera legislar con el mismo rango que las Cortes, lo que rompía la soberanía nacional.
Escribió también que siempre desconfió de Companys, que carecía de «templanza gubernamental». Lamentó la «actitud tan desleal como oportunamente elegida» de Companys en octubre de 1934 al proclamar el Estado Catalán, aprovechando la crisis social. Del mismo modo, Alcalá-Zamora afirmó que el nacionalismo catalán se caracterizaba por el «apartamiento máximo de las realidades» y que cometió «muchas locuras, desde 1934 al menos, contra el interés general de la República Española, y contra la autonomía de Cataluña».
Entre 1906 y 1936, Alcalá-Zamora traicionó su pensamiento sobre Cataluña. Pasó de un unitarismo rígido a aceptar fórmulas autonomistas que contradecían su idea de que en España solo existía una nación, la española. Para Alcalá-Zamora, la unidad de España era un hecho innegable, fruto de su historia compartida. Defendía la descentralización administrativa, pero rechazaba transferencias en ámbitos clave como justicia, educación u orden público. Ya en el exilio, lamentó que el nacionalismo catalán abrazara lo «utópico, peligroso y quimérico» contra el bien común. Su pensamiento contradictorio se resume en una frase: «Por sentirme tan andaluz me siento ante todo español; y como dentro de lo andaluz soy cordobés, prefiero al caos de las taifas el esplendor del califato». Sí, pero luego aceptó un nacionalismo catalán abocado a la independencia, que tensionó la República hasta hacerla imposible.
En resumen, la historia de Alcalá-Zamora y de su relación con el nacionalismo catalán nos muestra que la concesión no consigue la paz política y social, sino que alimenta a la oligarquía nacionalista en su afán de lograr un Estado propio. Los acontecimientos nos prueban que su comportamiento es desleal con el gobierno que les concede competencias.
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