Del tiempo para leer…
«Desconfío un poco, de todos modos, de la gente que se guarda las lecturas para el verano»
Dormir, leer y ver las Olimpiadas: es todo mi programa hasta septiembre, lo cual no implica que no vaya a madrugar y a trabajar, porque más o menos me conozco y sé muy bien que, lejos de ponerme a releer montañas mágicas, guerras y paces o cazas de ballenas, como tanta gente dice que hace en verano, voy a aprovechar el parón editorial o el cese de la abusiva avalancha para ponerme un poco el día y sumergirme en libros recientes que me apetecen muchísimo y que, a falta de reseña encargada o de obligación de trabajarlos en su día para un asunto u otro, han quedado melancólicamente arrumbados, como las armas de Alonso Quijano, «puestos» también «en un rincón» pero de ningún modo olvidados. Al contrario: los libros ya leídos reposan satisfechos y tranquilos, en calma, serenos… mientras que los no leídos son como cachorrillos en una perrera, aullando por un poco de cariño, deseando ser los elegidos, los aceptados, los siguientes.
Desconfío un poco, de todos modos, de la gente que se guarda las lecturas para el verano, porque es verdad que tal vez haya en él (aunque sólo a veces y sólo si no hay niños implicados) más tiempo de calidad, más horas ininterrumpidas, más paz de espíritu… Pero creo que ninguna cala secreta que haya en el mundo puede competir en oportunidad lectora a los ratitos diarios en el metro o el autobús, a la hora larga de las tardes en que cualquiera debería atrincherarse como en una fortaleza asediada, a los pequeños tiempos que, muy curiosamente, unos llaman «libres» y otros «muertos» o a la media hora antes de descansar mientras el mundo ve la tele. Es allí cuando se deciden de verdad las cosas para los lectores que no viven de leer, y, si Dios creó el mundo en seis días, no hay persona realmente interesada en un libro, por gordo que sea, que no pueda devorarlo en una semana. Y, si no, es que en realidad no le apetecía tanto.
De todos modos, no seré yo quien contribuya a deshacer el espejismo, porque la industria editorial se hundiría si no fuera por las expectativas lectoras de la gente que cree que le gusta leer. Que casi todas las ferias del libro sean en mayo o en junio no puede ser, en ese sentido, casualidad. Cuando se afirma que en las librerías se venden ilusiones se está diciendo algo mucho más exacto de lo que podría parecer. ¿Qué sería de quienes vivimos de esto sin toda esa gente que todavía piensa que valorar los libros, comprarlos, regalarlos, aceptarlos, recomendarlos o incluso leerlos es parte de lo que se espera de ellos?
2024 está siendo, más que nunca, el año de los tochos. Todos los años los hay, claro, pero los de este son muy buenos, escritos por gente buena y seria. El año comenzó con el excesivo y desequilibrado pero híper-estimulante El libro de los elementos de Rodrigo Fresán, y después llegaron la asombrosa Los escorpiones de Sara Barquinero, el magistral y reconfortante ensayo Ni una ni grande ni libre de Nicolás Sesma, la discutible pero meritoria La península de las casas vacías de David Uclés, o Mil ojos esconde la noche de Juan Manuel de Prada, que si supera la costra de vulgaridad que incluye (no del autor, por supuesto, sino de los personajes, aunque también de la perspectiva, la actitud y la mirada…) resulta una gran novela.
Todos esos los tengo ya fichados, pero si es verdad que el verano es para meterse en verdaderos búnkeres de páginas, aún tengo por aquí esperando los diarios de Benítez Ariza en Polibea y los de Rosa Chacel en Blatt & Ríos, así como las biografías de Josep Pla de Xavier Pla (Destino), la de John B. Trend de Margaret Joan Anstee (Publicaciones de la Residencia de Estudiantes) y la de Gabriela Mistral de Elizabeth Horan (Lumen), las cartas de Kafka (Galaxia Gutenberg) o la novela de mi querido Rafael G. Rivas (en Bala Perdida). Todo irá cayendo, junto a otras muchas cosas, mientras allá en París los atletas corren, las nadadoras se impulsan y los jugadores de hockey marcan goles. Y sobre todo antes de que llegue el 20 de agosto, y con ello los dosieres de prensa, los e-mails de las jefas de prensa o de los comerciales de las distribuidoras, la revitalización de las prisas y las urgencias y el estrés, los tsunamis de papel, pasarse todas las mañanas por Correos, las pruebas sin corregir. La lucha por la vida de los libros y la obligación casi moral de identificar y rescatar los mejores para colocarles una medalla o, cuando menos, concederles ese diploma que, del Olimpo al Parnaso, en justicia les corresponda.