Irène Némirovsky y la crisis existencial del hombre corriente
Salamandra publica ‘El peón en el tablero’, el relato de una vida a la deriva con ecos actuales de la escritora rusofrancesa
En el París de los años treinta, la crisis económica desencadena una ola de despidos y entre la población se respira miedo e incertidumbre. Christophe Bohun, un hombre de 40 años, casado y con un hijo adolescente, trabaja en una empresa fundada por su padre, que desde que quebró está en manos de otro propietario. Su puesto, con todo, no peligra, pese a la antipatía que su jefe despierta en su familia. Christophe protagoniza El peón en el tablero (1934; Salamandra, 2024, trad. José Antonio Soriano Marco), la última recuperación de esa gran narradora del alma rusa en lengua francesa que fue Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942). Noventa años después de escribirla, su relato de un hombre a la deriva sigue resonando hoy.
El protagonista lleva, de hecho, una existencia estable que muchos desearían, sin lujos pero tampoco sin estrecheces; aun así, se siente vacío, inapetente, mientras los suyos lo presionan para que aspire a más. Su padre, un anciano enfermo, aunque todavía lúcido, le reprocha su falta de ambición; él trabajó con ahínco para mejorar las condiciones de vida familiares, se entregó a su trabajo y no tuvo escrúpulos cuando tuvo que mirar por sí mismo. Geneviève, la esposa de Christophe, también querría que ganara más dinero; como todas las mujeres de su clase, está obsesionada con las apariencias, se desgañita por lo que parecen trivialidades. Tampoco se entiende con su hijo, estudiante de cine, que tiene unas ideas más modernas que los llevan al inevitable choque generacional.
Desde fuera, Christophe lo tiene todo, según los valores de la época: una esposa formal, un hijo aplicado y un empleo bien remunerado, además del prestigio del apellido de su padre. Sin embargo, la realidad a la que se enfrenta es que él nunca quiso nada de eso, no del modo con el que lo ansían los demás. No es que haya fracasado en los negocios por falta de agallas o de talento; es que nunca se interesó por convertirse en un gran empresario. En cuanto a su mujer, hace tiempo que no se siente enamorado, le saca de quicio con su beatería y su afán controlador. Con el hijo, sin llevarse mal, hay cierta incomprensión, le cuesta entender ese ambiente bohemio tan desconocido para él. Pero en casa vive alguien más: Murielle, una prima de la familia, con quien en su día hubo fuego… Quizá algo queda. O no. Y el protagonista no sabe qué es peor.
Esta es la historia de un hombre al que no le falta nada, salvo un propósito de vida. El pobre hombre que, asfixiado en el hogar, vaga sin rumbo por la calle, aunque él no se asombra como un flâneur, sino que huye, observa las miserias de los demás sin buscar consuelo, se recrea en los males de la sociedad. Se encierra en sí mismo, sin percatarse de que no es el único que sufre; al contrario, Christophe es un insatisfecho rodeado de insatisfechos. La falta de esperanza es un estado generalizado en la sociedad burguesa, que se agrava por la incapacidad de comunicarse, de fortalecer los lazos. Se marchitan, se vuelven agrios para sí mismos y para los demás. Les falta el afecto, pero se muestran huraños para recibirlo y egoístas para darlo. En el fondo de todo, el dinero: una cultura sustentada en la asociación del dinero con la felicidad condena a sus habitantes a vivir obsesionados por ganar más, contándose cuentos de la lechera como consuelo.
Precursora del existencialismo
Se entrevén paralelismos con el presente, sobre todo cuando la última recesión hacía estragos: la tiranía del dinero como medida de la felicidad; el temor de quedarse en el paro, de no poder (los más pudientes) mantener el nivel de vida; la alienación en un trabajo monótono y carente de estímulo; la frustración de las nuevas generaciones, más receptiva a valores menos materialistas, pero aún dependientes del capital paterno; las mujeres más vulnerables que ellos en una situación de crisis (en la novela mucho más acentuado por la época: en Murielle, por ejemplo, una mujer sola que depende de los parientes; o en Geniviève, un personaje con más aristas de lo que parecea); la irrupción de industrias destinadas a cambiar los cimientos de la sociedad (entonces Hollywood, ahora las tecnologías) que atraen a los jóvenes y asustan a los mayores; insinuación de otras formas de experiencia amorosa, más abierta, que chocan con la moral imperante.
El título de la novela no puede ser más oportuno: el hombre como el peón resignado a sus movimientos limitados en el tablero. Incapaz de ver más allá del siguiente recuadro, olvida que, en la vida, podría ser una torre, un caballo, una dama. Todavía más: podría ser la mente que dirige sus pasos. Némirovsky, incisiva como de costumbre, construye una obra introspectiva que va más allá de la crítica del modelo social e invita a pensar en el origen de nuestros deseos, nuestras metas: ¿los queremos de verdad o responden a una presión social, familiar o de otro tipo? A diferencia de otros libros de la autora, más centrados en el lado afectivo o emocional, como El baile o El ardor de la sangre, este es más sociopolítico e incluso filosófico, anticipa el existencialismo de Albert Camus en El extranjero (1942). Es posible que las circunstancias de su familia, que también pasó por apuros económicos —el hecho de que Némirovksy fuera tan prolífica se debe, al menos en parte, a eso—, influyeran en su concepción.
Por lo demás, El peón en el tablero es una novela de factura impecable, Némirovsky en plena madurez narrativa, con una narración fluida y precisa que brilla gracias al diálogo y a un uso excepcional del estilo indirecto libre, fundamental para penetrar en la psique de personajes sumidos en el silencio. Todo lo que tiene de sencilla en la construcción, no obstante, lo tiene de dura en el fondo: he aquí una mirada implacable a los abismos del ser humano, una radiografía sin concesiones del declive de un hombre de mediana edad para quien, quizá, el único ejercicio de voluntad que le queda sea la renuncia.