La honestidad (brutal) de Henri-Frédéric Amiel
El escritor suizo fijó con su ‘Diario’ el tono y el modelo para dar cobijo al género de la literatura de la intimidad
«Confiarse es exponerse y entregarse: pero ese valor conmueve a los corazones magnánimos». Este es todo el secreto. La verdadera forma sagrada. El único método. Henri-Frédéric Amiel (1821-1881), el autor de esta frase, vivió poco tiempo y con tormento los sesenta escasos años que le deparó el destino, pero su trayectoria sobre la Tierra, más literaria que vital, nos dejó como fruto (artístico) un colosal Diario íntimo —17.000 páginas que suman hasta 12 tomos— en el que cristalizarían las formas modernas de narrar algo tan vaporoso, trascendente y difícil como la intimidad individual. Nuestra pesadilla principal. Y también nuestro único tesoro.
Si Gabriel Ferrater dejó escrito sobre Josep Pla que el gran prosista catalán nunca superó por completo el pavor que sufría a la hora de intentar relatar su ethos vivencial —el autor de El cuaderno gris fue un portentoso retratista y un prodigioso periodista, pero siempre escondió bajo la franqueza aparente de la literatura autobiográfica todos los grandes secretos de su vida—, de Amiel, un oscuro profesor de Filosofía en la Suiza de hace ahora dos siglos, hombre sombrío con aspecto de irremediable enfermo de espíritu, cabe decir justo lo contrario, porque su mayor aportación a la historia de las letras es haber creado el molde donde verter —sin traicionarse— y conservar —frente al tiempo— las reflexiones de una vida vulgar (como la de casi todos, por otra parte) que, a través de la escritura, puede convertirse en sabiduría imperecedera, aunque se formule bajo el disfraz y las fútiles convenciones de los calendarios.
Formado en las universidades de Heidelberg y Berlín, residente estable en Ginebra, de mentalidad germánica y lengua francesa, Amiel es una síntesis entre Montaigne y Pascal, el padre secreto del diario europeo, esa forma de confesión que adapta a nuestra hora los rasgos y fines de lo que se conoce como el cuarto género: la literatura de ideas, donde cohabitan prosas bastardas como el diálogo, el ensayo, las epístolas, los aforismos, la biografía o las confesiones. No es poco mérito, desde luego, a pesar de que su figura y su obra no sean excesivamente reconocidas por el gran público. Sobre todo por muchos de los que piensan que en un mundo donde nadie presta atención a nada y la concentración se ha convertido en un lujo, puede interesar lo que ellos escriben en sus diarios en un acto (infame) de autoestima.
Amiel es un caso distinto. En su dietario no hay soberbia, sino dolor, la certeza del fracaso y, en consecuencia, una voluntad firme, una obstinación de ser él mismo por escrito, cuando nadie (salvo él mismo) podía juzgarlo, y acaso como una suerte de remedio imaginario a todo lo que no pudo ser en persona. Parte de su tragedia nos la contó Gregorio Marañón en un ensayo donde aborda la patología de la timidez a través de su figura y Clara Campoamor, que tradujo fragmentos del dietario —la mejor edición en castellano, publicada por Renacimiento, incluye un prólogo con su firma y la introducción de Bernard Bouvier escrita en 1923—, lo calificó como un misógino, dada su resolución de abstenerse del trato carnal con las féminas.
Son caracterizaciones inexactas. Amiel no odiaba a las mujeres —idolatraba a su madre y dejó su epistolario y los manuscritos de su Diario a Mademoiselle Mercier, una maestra calvinista, a la que otorga los mismos derechos que a su (inexistente) viuda— ni sus discretas dotes para la vida social —en una Suiza que adoraba y odiaba— explican su misterio. Lo suyo es otra cosa. Quizás tuviera algo que ver con su estrecha biografía y, por derivación, con la conformación y forja de su psicología, que son los dos aspectos capitales de su propia obra memorialística.
Escritor moral
Los datos nos dicen que nació dentro de una familia de hugonotes y quedó huérfano (de madre; y después de padre, que se suicidó) antes de abandonar la adolescencia. La evidencia de la frustración se instaló pronto en su vida y ya no le abandonaría más. Ni en sus años universitarios en Alemania ni después en Ginebra, donde se dedicaría a dar clases en la universidad, sin brillar mucho ni en las aulas ni en los ambientes culturales suizos. Amiel es, según esta percepción ajena, un personaje mediocre y sin el mayor interés. Y, sin embargo, en su diario —publicado de forma fragmentaria y con supresiones decididas por su albacea, que posteriormente fueron restituidas en ediciones posteriores— no se limita a relatar los sucesos de su vida o a transmitir a un vacío ignoto (sus anotaciones se publicaron de forma póstuma) sus frustraciones y apoteosis.
No es un autor sentimental. Se trata más bien de un escritor moral, de la misma estirpe que los autores franceses que colocaron este registro entre las grandes cimas de la escritura ilustrada europea de su momento. Su conflicto —así lo señala Clara Campoamor— obedecería más bien a la grave distancia que existía entre su alta formación intelectual (fue discípulo del filósofo Friedrich Schelling), sus evidentes aspiraciones culturales, el insistente deseo de deslumbrar con su trabajo y la realidad (pedestre) de una Ginebra provinciana. Amiel no fue, desde luego, el primero en practicar el arte del dietario —en la época moderna lo hicieron también Lord Byron o Benjamin Constant, por citar algunos nombres más— pero sí fue quien, debido a su insistencia y tenacidad, pues la redacción de su Diario se extiende durante más de tres décadas de vida, entre sus 26 y sus 60 años, fijaría el tono y la poética (práctica) del género.
¿Cómo? Desplazando el foco desde el exterior del mundo al interior del individuo. Siguiendo un método que explica así Bernard Bouvier: «Primero, el hecho particular, individual y local, o las anotaciones espontáneas del artista; seguidamente la generalización, en la que despliega la invención audaz, las comparaciones inesperadas, el poder de síntesis al mismo tiempo que la vasta cultura de un filósofo; por último, la conclusión, que es unas veces un retorno del pensamiento hacia el pensador, una efusión lírica o un estribillo melancólico, y otras la reflexión iluminada y desinteresada, la firme resolución, el idealismo realizable». Una eficaz aleación de «historia, sucesos y ciencia libre filosófica».
«Por qué continuar este diario», se pregunta muchas veces Amiel. Y se contesta, igual que en el soliloquio (tan machadiano) del hombre que conversa consigo mismo a falta de Dios, de esta manera: «Porque estoy solo. El diario es mi diálogo, mi sociedad, mi compañero, mi confidente. Es también mi consuelo, mi memoria, mi llevapesares, mi eco, el depósito de mis esperanzas íntimas, mi itinerario psicológico, mi protección contra el moho del pensamiento, mi pretexto para vivir, acaso la única cosa útil que pueda yo dejar tras de mí». Sobrecoge leer estas palabras desnudas, gloriosas, amargas y sin pudor de un hombre instalado en una agonía perpetua que, más que en su propia vida, estuvo —y está— vivo en las páginas de su bitácora secreta. Y emociona contemplar cómo la literatura y el desengaño transforman juntos toda esta introspección, sostenida durante décadas, en un generoso y fértil caudal de inteligencia.