Churchill y los secretos de la ‘Operación Overlord’
Crítica publica una crónica documental, escrita por Richard Dannatt y Allen Packwood, sobre la intrahistoria del Día D
En sus disquisiciones sobre arte poética —seis conferencias pronunciadas ante los académicos de Harvard durante los dos años de la era de acuario—, Jorge Luis Borges afirmó, con una seguridad pasmosa, que «a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles y miles de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser reducidos a uno solo: el momento en el que un hombre averigua quién es». El escritor argentino se refería a esa hora, soberbia y trágica, en la que un individuo cualquiera, sea noble o vulgar, se enfrenta cara a cara, de una vez y para siempre, con su verdadera imagen. Descubre entonces exactamente cómo será recordado o si su rostro tendrá las facciones del olvido. Y comprende que ya nunca podrá alterar ese instante definitivo, por usar el concepto de Cartier-Bresson.
Para Sir Winston Churchill (1874-1965), el premier británico que condujo al Reino Unido desde la soledad ante el horror nazi hasta la victoria definitiva en la Segunda Guerra Mundial, descendiente de John Churchill —primer duque de Marlborough (siglo XVIII)—, tenaz fumador de habanos (su afición por el tabaco mereció el alto honor de dar nombre a una vitola propia), esta confluencia de coordenadas —una fecha exacta en el calendario, a una hora concreta, en un sitio preciso— probablemente sucedió el 6 de junio de 1944, que es la fecha en la que tuvo lugar la Operación Overlord. El desembarco de los aliados en las playas de Normandía. Un episodio de naturaleza fractal que ha permitido a Richard Dannatt y Allen Packwood escribir El día D de Churchill (Crítica), un ensayo sobre los preludios, los sucesos y las consecuencias históricas de esa jornada que hace ahora ocho décadas cambió la suerte de Occidente.
Los autores, un militar emérito que formó parte del Estado Mayor británico y el director de la fundación que custodia el legado del político conservador, analizan, con una mirada precisa y panorámica, todos los ángulos posibles de aquella acción militar que, al mismo tiempo, estaba cargada de un indiscutible sentido moral. Churchill ganó la guerra —gracias a la ayuda de los norteamericanos y a la cohabitación con la Rusia de Stalin— pero, como es de sobra conocido, perdió las elecciones posteriores. Normandía fue la cumbre de su momentum vital y, también, el principio del fin de su suerte política, aunque volviera, igual que las olas del mar, al número 10 de Downing Street entre 1951 y 1955. Aquel tiempo de descuento de su vida pública, en la que consumó la gesta de ser whig o tory según conviniera en cada instante, sin dejar nunca de ser él mismo, fue una honorable prolongación antes del ocaso definitivo.
Cabe afirmar pues que la Operación Overlord representa su particular estallido cósmico, aunque —como relatan Dannatt y Packwood— él la viviera en un vagón de tren detenido en una vía muerta. Sin agua caliente y frente a la costa enemiga. Una condena para un hombre de acción como él, que unía a sus dotes como estadista, su experiencia militar en las colonias británicas y su afición por la pintura y la historia, que —igual que Julio César— escribió en primera persona para marcarle el territorio a los futuros historiadores. Sus libros no se limitan a la función testimonial. Tuvieron un interés crematístico: su madre se gastó buena parte de la herencia familiar y a Churchill le gustaba vivir a lo grande y dejar los habanos a la mitad. Pretendían también fijar una imagen sobre sí mismo. El político inglés sabía que el silencio o la discreción son valores en política, pero no aliados de la posteridad. La academia sueca valoró estas relaciones históricas como dignas del Nobel, que le concedieron en 1953.
Básicamente, al escribir seguía el docto modelo de Gibbon. Para él los sucesos, aunque estuvieran atados a un contexto, eran obra de los individuos. Por eso escribió biografías sobre sus inmediatos antepasados que son autorretratos por persona interpuesta. Tanto sus crónicas periodísticas —ejerció como corresponsal de guerra antes de dirigir tropas— como sus escritos sobre sus experiencias de juventud en Sudán, India o Sudáfrica son encendidas vindicaciones de la Inglaterra imperial. Sus historias sobre las sucesivas guerras mundiales —que suman doce volúmenes— o la cultura anglosajona cantan las virtudes británicas y su propia figura, igual que Hernán Cortés. De ahí que el ensayo de Dannatt y Packwood sobre Normandía, apoyado en documentación oficial, haga un sano ejercicio, si no de desacralización de la epopeya protagonizada por el irrepetible premier, sí de resituación.
Entre otros aspectos, los autores de El Día D sitúan los verdaderos motivos de su renuencia a reconquistar de inmediato Francia —para los franceses— en el antecedente (tan amargo) de Galípoli. Estos temores, a juicio de sus adversarios, prolongaron la contienda mundial durante dos años. No valoran quizás que un fracaso en Normandía hubiera extendido el conflicto con Alemania —incluyendo los horrores de la solución final— de forma indefinida sin garantía de imponerse al totalitarismo. Churchill tenía motivos para sufrir aprensión: la historia —sobre todo la suya en particular— está llena de ofensivas que terminan en desastres. El fracaso de los Dardanelos palpitaba todavía veinte años después en las sienes del político conservador, que reviviría esa misma sensación tras la intervención británica en Norvick (Escandinavia), diseñada —sin éxito— para dilatar la invasión alemana. Nunca hay dos sin tres. Y Churchill creía, no sin cierta base, que apresurarse con la Francia de Vichy (a la que prefirió combatir en sus colonias del Norte de África) podía ser un presagio de la mala fortuna, además de un hundimiento del que, en términos políticos, no podría recuperarse.
La verdad, como relatan Dannatt y Packwood en este libro, es que Gran Bretaña, después de que Hitler tomase París, estaba sola. El apoyo norteamericano no se consumó hasta Pearl Harbor —el arranque de la guerra en Oriente— y la invasión alemana de Rusia. Sólo entonces Churchill empezaría a vislumbrar un poco de luz (parpadeante) al final del túnel. La estrategia de los aliados, sin embargo, era divergente: Estados Unidos quería dar prioridad a sus intereses en el Pacífico frente a Europa, cuya intervención reclamaba Rusia desde primera hora para aliviar el acoso alemán sobre su territorio. Convencer a los norteamericanos de que la opción continental era la fórmula más efectiva —«el camino más corto hacia Berlín pasa por Francia»— sin abordarla de inmediato, llevó tiempo, igual que doblarle la muñeca al Eje Berlín-Roma en el Mediterráneo, un territorio vital para la supervivencia de las colonias británicas, donde los avances militares iban acompañados de frenazos e incluso retrocesos.
Churchill pensaba que Overlord era una jugada a una única carta. Hasta 1944 no creyó tener en su manga el naipe adecuado o, sencillamente, dejó de tener de argumentos suficientes para seguir dilatando el desembarco, cuya preparación logística, material y política se relata in extenso en este estupendo ensayo histórico, incluyendo las tareas de espionaje. El libro puede leerse como una crónica de hechos reales, pero también al modo de una biografía indirecta del premier británico. Igual que los poetas antiguos, empezando por Homero, Churchill había aprendido que la épica es un género que no puede ni debe escribirse en paralelo a los sucesos que se narran, sino siglos —en su caso, años— después, cuando los personajes se han convertido en mitos. Quizás por eso no publicó su testimonio sobre Normandía hasta los años cincuenta. En el fondo, era un personaje trágico. Sabía que los verdaderos héroes nunca viven su propia anagnórisis como un regalo. Para ellos es una condena. Quizás por eso eligió para su escudo de armas el lema del ducado de Marlborough, escrito en español: «Fiel, pero desdichado».