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G. K. Chesterton: discutir sobre teología sin que lo parezca

Renacimiento edita ‘La esfera y la cruz’, una novela cómica y alegórica sobre el eterno duelo entre el catolicismo y el racionalismo

G. K. Chesterton: discutir sobre teología sin que lo parezca

El autor G. K. Chesterton. | Archivo

«Nuestra democracia tiene una sola falta grave: que no es democrática». Nadie practicó mejor que G.K. Chesterton, el ingenioso escritor inglés al que leer equivale a ver el cielo cargado de estrellas en una hermosa noche de verano, la retórica –deslumbrante– de las paradojas. Escribió mucho (era periodista, no estaba delgado y practicaba las pasiones de la carne, como todo católico que se precie de serlo) y, en general, lo hizo de forma deslumbrante, pues no es una tarea menor ni sencilla –diríamos que se antoja milagrosa– combinar el humor y la ironía (made in England) con la severa profundidad de la teología. Fieramente independiente y convencido al mismo tiempo de sus creencias, Chesterton es una máquina de pensar que nunca renuncia a deleitarnos con esa forma de comicidad característica de los hombres sabios con los que se podrá estar o no de acuerdo, pero que, sin embargo, merecen nuestra atención. 

Quizás no es su novela más conocida –tal atributo es monopolio de El hombre que fue Jueves–, pero La esfera y la cruz, una fábula burlesca sobre los dogmatismos, es una obra que, como escribe Abelardo Linares, el editor de Renacimiento, sello que acaba de dar a la imprenta una nueva versión de esta olvidada narración –con traducción de Manuel Azaña y prólogo de Mercedes Martínez Arranz–, «merece ser leída, si es que el verbo merecer todavía significa algo». Publicada en 1909, se trata de una historia de aventuras que camufla toda su carga doctrinal –la defensa decidida de la religión– bajo el molde de un relato fantástico, lleno de peripecias, de clara estirpe bizantina, pero donde el amor no tiene el rostro de dos amantes modélicos, sino que nace de la controversia y el conflicto entre seres opuestos. 

El libro es tan divertido como en su momento lo fuera el Quijote. Está sostenido sobre las interminables discusiones y avatares de los personajes, todos ellos antagonistas perpetuos. Con sus desacuerdos, enunciados de forma categórica y casi siempre llevados al extremo, como si se tratasen de litigios a vida o muerte, el escritor inglés compone una deliciosa alegoría. De un lado, el sacro misticismo cristiano; de otro, el materialismo ateo. El título encarna estas ideologías en sendos objetos: la perfección abstracta de la esfera, epítome de la razón; y la asimetría de la cruz, gólgota y símbolo de la fe. La prelación entre ambos guía la controversia entre los arquetipos inventados por Chesterton, que, siendo enemigos, están unidos por un nudo muy estrecho: ninguno de ellos es un relativista. Ambos (des)creen.

Chesterton recurre, por supuesto, a las magistrales lecciones aprendidas de Cervantes y a la simetría del espejo: dos parejas dobles; un profesor, de nombre Lucifer, que viaja en una nave mientras discute con Miguel, un fraile de los Balcanes; y un periodista ateo (de apellido Turnbull) que se bate en duelo con un fanático religioso, un escocés (obviamente) conocido como MacIan. Individuos que parecen locos, estando en realidad cuerdos. A través de ellos, el escritor expresa su firme creencia en que las doctrinas del racionalismo, «las religiones de la esfera», llevadas al límite, conducen al absurdo o al espanto, al ignorar la verdadera raíz de lo humano, que es la contradicción. Dicho en boca de uno de los personajes: “Los racionalistas empiezan rompiendo la cruz, y concluyen destrozando el mundo habitable (…) Parten ustedes odiando lo irracional, y llegan a odiarlo todo, porque todo es irracional”. 

Esta idea, que es una constante dentro de la singular ortodoxia de Chesterton, no ha perdido vigencia. Igual que le sucede a los airados místicos creados por el formidable periodista británico, la defensa de cualquier noción de lo sagrado resulta ser, también hoy, una anomalía en una civilización en la que ya no rige una verdad revelada porque, al cabo, no se concibe verdad alguna. «En el mundo moderno» –escribe Chesterton para explicar el desconcierto que causan los lances de sus criaturas, en fiera y desigual batalla contra las herejías opuestas– «no había nadie capaz de entender sus argumentos». ¿Acaso no sucede lo mismo ahora? 

Los personajes de La esfera y la cruz son duelistas doctrinales, polemistas sin mano izquierda que desafían a sus oponentes, excitados por la rotundidad de sus principios y creencias; y lo hacen al estilo tradicional, como caballeros de honor, organizando un duelo de espadas que nunca llega a consumarse porque, a medida que el asunto es de dominio público, provoca el escándalo y la furibunda incomprensión de una sociedad que juzga patología cualquier clase de coherencia ideológica. Así, los enemigos íntimos, cercados por una comunidad que no entiende que son almas andantes, igual que nadie, ni en los campos de la Mancha ni en la aristocrática corte de los duques comprendía que Alonso Quijano se pensase la encarnación de los héroes de los tratados de caballería, acabarán, en contra de todos, convirtiéndose en fraternales compañeros, hermanos siameses unidos por la sinceridad de sus convicciones. 

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La esfera y la cruz
G. K. Chesterton
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Martínez Arranz resume en el prólogo el trasfondo de la novela: «Chesterton quiere darnos a entender que el capitalismo y la sociedad líquida actual han acabado con todos los dogmas, ya sea el dogma del misticismo católico o el dogma ateo y materialista, y, al acabar con todos los dogmas, han acabado también con el raciocinio humano». La esfera y la cruz se nos presenta como una parábola de ciencia-ficción llena de dotes proféticas, pues anticipa nuestra propia hora de la Historia, en la que cualquier apelación a lo trascendente, sea del signo que sea, es objeto de burla general y hasta perseguida por las autoridades. Pero, al contrario de lo que sucede hoy, los personajes de Chesterton son nobles hijos del conflicto porque abordan sus disputas mediante el ingenio, no practicando el sectarismo falaz. Son enemigos admirables.

En esta novela, por tanto, no se cancela a nadie. El pulso (dialéctico) que libran los personajes, rebeldes (con causas divergentes) ante la falsa concordia de una sociedad hipócrita, queda suavizado por la genética burlesca del escritor inglés, que se recrea –con maestría– en las descripciones, recurre (como Cervantes) al arte de la prosopopeya y muestra lo exactas y admirables que, a veces, pueden ser las pasiones de los locos, los únicos –junto a los niños y a los borrachos– que, sin avergonzarse, cuentan su verdad a quien con ellos va.

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