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Literatura

Daniel Kehlmann retrata el dilema moral del cineasta G.W. Pabst en el Tercer Reich

THE OBJECTIVE conversa con el autor de la novela ‘El director’ sobre la seducción de los artistas por el poder

Daniel Kehlmann retrata el dilema moral del cineasta G.W. Pabst en el Tercer Reich

El escritor alemán Daniel Kehlmann. | Preslava Boneva

Georg Wilhelm Pabst (1885-1967) fue, en los años veinte y treinta, uno de los grandes maestros silenciosos del cine europeo. Visionario del montaje, explorador de lo psicológico y cronista de las tensiones sociales de su tiempo, dirigió obras que hoy siguen definiendo la estética de la República de Weimar. La caja de Pandora, que convirtió a Louise Brooks en un mito, y Tres páginas de un diario son dos de los pilares de una filmografía admirada por Fritz Lang, Renoir y generaciones de cineastas posteriores. Su nombre se pronuncia junto al de los grandes innovadores del lenguaje cinematográfico.

Sin embargo, tras huir del Tercer Reich en 1933, cuando Hollywood le abría la puerta y todo parecía empujarlo hacia una carrera internacional sin sombras, Pabst hizo algo que rozaba lo incomprensible: regresó a Alemania. Ese gesto insólito —a la vez temerario, ambiguo, psicológicamente fascinante— es el núcleo de El director (Penguin Random House, 2025), la nueva novela del célebre escritor alemán Daniel Kehlmann (Múnich, 1975).

¿Qué fuerza arrastra a un artista a volver al corazón de un régimen que oprime, censura y aplasta cualquier rastro de libertad? ¿Qué mezcla de necesidad, ceguera, miedo o deseo late en esa decisión? «Pabst abandonó el Tercer Reich. Podía haber ido fácilmente a Estados Unidos y trabajar allí sin dificultad. Y luego regresó, y eso es absolutamente único», explica Kehlmann en una entrevista con este diario. «Pensé: esta es una historia tan inusual, tan extraña, tan sorprendente y tan ajena a cualquier esquema, que tenía que escribirla».

Kehlmann es conocido por su celebrada La medición del mundo (Embolsillo, 2016), la novela que lo proyectó internacionalmente y en la que retrató, con humor e ironía luminosa, a Humboldt y Gauss: dos genios excéntricos, curiosos, capaces de mirar el mundo con asombro.

El director, sin embargo, exige un tono distinto. El humor regresa, pero esta vez es seco, oscuro, incómodo. «La dictadura, tratada con solemnidad, solo puede volverse ininteligible. Con humor e ironía se muestra cuán grotesca y delirante es realmente». Kehlmann recuerda ejemplos como Ser o no ser, El gran dictador, o películas más actuales como Jojo Rabbit o Malditos bastardos, obras que desmontan el totalitarismo a través de la risa. Ese tono, dice, surgió de manera natural durante el proceso de escritura: «Aun así, se ha convertido en mi libro más divertido, pero de un modo oscuro. Sin humor negro no habría sabido cómo hacerlo».

Burocracia, censura y verosimilitud

La relación del escritor con el cine no es ajena a su atracción por la figura de Pabst. Su padre fue director, y Kehlmann creció entre cámaras, focos y discusiones de rodaje. «Ya de niño veía cómo se rodaban las películas. Observaba ese proceso y creo que lo entiendo bastante bien. Escribir sobre ámbitos que uno conoce siempre es de gran ayuda».

Pero la influencia no es solo técnica. Su padre —nacido en 1927—, relativamente mayor cuando el escritor vino al mundo, vivió de cerca el mundo nazi: la escuela sometida al discurso único, la vigilancia ideológica, el miedo cotidiano. Estuvo en un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial durante tres meses. «Muchas cosas que el hijo de Pabst vive en la escuela, en el libro, se basan en historias que me contó él. Mientras escribía, para mí no se sentía como una novela histórica; lo tenía todo demasiado cerca».

Pero antes del humor, estuvo la investigación. Kehlmann se sumergió en los expedientes del Archivo Federal de Berlín, especialmente en los de la Gestapo y la burocracia del NSDAP. Allí encontró cartas y memorandos que trataban de responder a una pregunta que hoy resulta casi surrealista: ¿qué hacer cuando regresa un artista que se había exiliado? ¿Debe permitírsele trabajar? ¿Bajo qué condiciones? «Podías ver las discusiones internas: si debía tener permiso para filmar, cómo permitirle filmar, qué pasos administrativos eran necesarios», explica.

Una revelación especialmente llamativa fue el funcionamiento de la Cámara de Cine del Reich, sin la cual nadie podía rodar una película. La industria cinematográfica estaba estructurada en gremios: para trabajar uno tendría que ser miembro de una de sus cámaras oficiales. Pero un emigrado —como Pabst— no podía ingresar directamente en la Cámara de Cine.

La importancia del detalle

Primero debía incorporarse a la Cámara de Escritores, a la que era más fácil acceder, y después solicitar una transferencia. «Nada de esto aparece directamente en la novela», aclara Kehlmann, «pero me dio una base muy sólida y una buena comprensión del proceso que había detrás». Esa comprensión burocrática le permitió construir un mundo narrativo que respira verosimilitud sin caer en la saturación documental.

Como en La medición del mundo, Kehlmann deposita su confianza en la precisión del detalle: aquello que parece menor, pero sostiene el mundo entero de la novela. Saber que en un club de lectura ya no se podía mencionar a Thomas Mann, pero sí a Hermann Hesse; comprender cómo funcionaban las cámaras estatales; reconstruir el ambiente intelectual de Viena y Berlín. «Lo esencial es acertar en los detalles. Si los detalles están bien, el conjunto resulta verdadero».

La novela también se adentra en la pregunta de si la belleza puede ser inocente en contextos de violencia política. El desafío mayor era representar moralmente a Pabst sin convertirlo ni en un monstruo ni en una víctima. «Uno siempre tiene que situarse del lado de sus protagonistas. Tiene que ser de algún modo su abogado. Mientras escribo sobre un personaje, no lo juzgo». El camino de Pabst —sus dudas, sus compromisos, su voluntad de seguir filmando incluso cuando eso significa aceptar condiciones humillantes o peligrosas— se presenta como una sucesión de pasos pequeños, casi razonables, que lo llevan, sin que lo advierta, a participar en atrocidades.

Pabst, deseoso de hacer buenas películas incluso bajo el control nazi, acaba aceptando condiciones que traspasan cualquier frontera ética. El momento más extremo llega cuando accede a que le envíen extras desde un campo de concentración para rodar una escena crucial. Para Kehlmann, esa decisión marca el punto sin retorno. «Ese es el momento en que pierde toda inocencia, cuando hace algo imperdonable. Probablemente ya antes era imperdonable, pero en ese punto se vuelve completamente evidente».

El peligro de la manipulación invisible

Este dilema conecta con una reflexión más amplia sobre la responsabilidad de los artistas. No todos ocupan la misma posición: los cineastas, explica, dependen de grandes presupuestos y, por tanto, de quienes los financian. «Un director de cine o un arquitecto no puede trabajar sin que alguien le aporte mucho dinero. Por eso la responsabilidad es mayor. Están acostumbrados a hacer concesiones, y eso se vuelve especialmente grave cuando ya no son concesiones al sistema de estudios, sino a Goebbels».

El director apunta también hacia nosotros. En la entrevista, Kehlmann expresa una inquietud que atraviesa sus respuestas: la noción de que cada época tiene su forma particular de distorsionar la percepción de la realidad. En la Alemania nazi, esa distorsión era totalitaria y explícita; hoy, dice, opera de manera invisible a través de los algoritmos. «Las redes sociales ejercen una influencia constante, diseñada para alterar comportamientos. Nos muestran continuamente contenidos que nos enfadan y alteran. Es una fuerza divisoria enorme que erosiona la cohesión de nuestra sociedad».

Aunque la novela transcurre hace ocho décadas, su pulso dialoga con el presente de manera inquietante. Kehlmann vislumbra un futuro tecnológico donde la inteligencia artificial reconfigurará la vida social con una fuerza comparable —o mayor— a la propaganda del pasado. «Temo que lo peor esté por venir. El gran entretenimiento del futuro serán los amigos artificiales producidos por la IA: personas amables que nos conocen bien, pero que son artificiales. Y eso puede ser la mayor catástrofe social en siglos». El escenario que imagina es perturbador: individuos acompañados por entidades que no existen, pero que darán consejos políticos, moldearán emociones y sustituirán vínculos reales.

Su diagnóstico es claro: el peligro no está en el contenido, sino en la ingeniería emocional que lo propulsa. «YouTube podría tener todos los vídeos que tiene ahora, pero no debería sugerir nada. Bastaría con prohibir los algoritmos de recomendación. No sería ninguna limitación de la libertad de expresión». La comparación con el proceso lento, casi imperceptible, por el que se desliza el miedo en la novela no es casual: en ambos casos, lo corrosivo es lo que no se ve.

Concesiones éticas

En El director, todo avanza en silencio: el miedo, las concesiones, la autocomplacencia. Nada estalla de golpe. Esa misma lógica, sugiere Kehlmann, sigue activa hoy en nuestras democracias, amenazadas por la normalización de discursos polarizadores. La novela, además de narrar la tragedia moral de Pabst, funciona como espejo de un presente en el que las manipulaciones ya no provienen de un ministerio de propaganda, sino de algoritmos omnipresentes que conocen nuestras emociones mejor que nosotros mismos.

Kehlmann construye, con rigor e ironía, un relato sobre el deslizamiento moral y la seducción del poder, sobre las pequeñas grietas por donde se cuela el consentimiento y sobre cómo la belleza puede convertirse, sin pretenderlo, en un arma del horror.

El director no solo revive una vida atrapada entre el arte y el totalitarismo: también nos obliga a preguntarnos hacia dónde miramos, qué aceptamos sin darnos cuenta y cuánto estamos dispuestos a ceder antes de cruzar un límite del que tal vez ya no haya retorno.

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