Vinicius júnior: la alegría de vivir
En lo que lleva de temporada, el brasileño ha marcado una docena de goles entre Liga y Champions League, más de la mitad de los que hizo la pasada
Hace un par de semanas el Bernabéu se vino abajo con un gol decisivo suyo frente al Sevilla. Se ayudó con el pecho, se la colocó con su pierna mala, la derecha, y no dudó en lanzar un misil que entró por el ángulo superior izquierdo de la portería rival. Él se fue a una esquina y comenzó a bailotear como suelen hacer muchos jugadores brasileños mientras sus compañeros se arremolinaban en torno a él para luego abrazarlo. Era su momento sublime, su consagración como futbolista destinado a ser uno de los mejores del mundo la próxima década. Los aficionados se olvidaron por un momento de Mbappé, la pieza codiciada por Florentino Pérez, el presidente del Real Madrid, y comenzaron a corear el nombre de Vinicius de Oliveira júnior (São Gonçalo/Río de Janeiro, 2000), más conocido como Vinicius júnior o simplemente Vini jr, como luce la parte trasera de su camiseta.
Este chico, que aparenta más años de los que tiene (un familiar mío dice con sarcasmo que tiene 30), sueña con el balón desde que a los cinco su padre, un modesto trabajador de una favela del municipio de São Gonçalo, en Río, se decidió a llevarlo al Flamengo para que lo vieran en el club y mostrar sus habilidades balompédicas. Regateaba con la misma maestría que lo hace hoy y que tanto enloquece a los defensas. A los 17 años, cuando ya había llegado a la selección sub-17 carioca, lo fichó el Real Madrid por una cifra que los expertos consideraron excesiva: 45 millones de euros. Hoy se lo rifan los mejores equipos europeos, empezando por el multimillonario PSG, dispuesto a pagarle el triple o el cuádruple de lo que gana en el Madrid. Su ficha en estos momentos es una de las más bajas.
Sus primeros compases en España no fueron buenos. Vinicius no ha tenido una primera etapa fácil en el Madrid. Está en su tercera temporada, cuando finalmente ha explotado. En las dos primeras fue calificado como un futbolista con la mira equivocada. Era un velocista a quien ningún defensa podía superar pero no representaba peligro. Corría y corría por la banda hasta necesitar muchos más metros olvidándose de dónde estaba la portería. Karim Benzema, la estrella del conjunto, se desesperaba con él, por su atolondramiento, y llegó en algún entrenamiento a decir a los compañeros que no le pasaran el balón porque no sabía aprovecharlo. Ahora parece haber madurado y se ha convertido en un gran extremo difícil de parar y con una pegada certera. Se atreve con todo, encara al contrario y, además, se mueve sin balón y sabe pasarlo muy bien cuando es necesario. En lo que lleva de temporada ha marcado una docena de goles entre Liga y Champions League, más de la mitad de los que hizo la pasada.
Gran parte de la prensa deportiva no ahorró durante su primer año comentarios despectivos sobre el joven extremo. Lo describían como un corredor antes que futbolista, precipitado y sin ideas, al que le faltaba lo más importante: gol. Y eso no se aprende, se tiene o no se tiene, aseguraban los grandes analistas nacionales del balón. Vaya, un gran fracaso del que era culpable el presidente del Madrid por haber pagado una millonada al Flamengo en su traspaso en 2018. Estuvo cedido un año en el conjunto de Río y debutó con la camiseta merengue en 2019. Florentino Pérez dijo en una entrevista a principios de este año que Vinicius no sería nunca traspasado ni sería moneda de cambio en un hipotético intercambio con el PSG para que Mbappé llegara al Real Madrid.
Más allá de sus indudables cualidades futbolísticas lo que más sorprende del joven jugador es su fortaleza anímica, tal vez ayudado por tener a toda su familia en Madrid. Es enorme la capacidad que ha demostrado para desentenderse de las feroces críticas de no pocos periodistas deportivos, prepotentes y arbitrarios, a quienes ha retratado ahora con su fútbol. Algunos se han disculpado. Otros, en cambio, confían en que el aficionado haya olvidado sus asertos y sus berridos maleducados.
Vini júnior tiene siempre la sonrisa en la cara. En ese rostro que no es precisamente muy agraciado pese a que, al parecer, cuida mucho la imagen yendo al barbero para cambiar de peinado cada poco tiempo. Ahora se mueve como si fuera un potro salvaje con esa cabellera desnuda a ambos lados. Relincha de alegría. Deportivamente hablando, claro.
Es la viva imagen de la felicidad. Cuando se despidió del Flamengo lloró. En Madrid se encontró con un ambiente exigente, seguramente porque venía precedido de gran fama, las expectativas eran muy altas y, además, el elevado traspaso condicionaba al jugador. Los aficionados merengues creían que desde el primer minuto iba a demostrar que era mejor que Neymar o Raúl. Con apenas 18 años cumplidos. Hoy es un jugador risueño, seguro de sí mismo, atrevido y decidido a poner en grave aprieto al rival que se le ponga delante. Un rebelde inconformista, que no solo corre hacia la portería contraria sino que baja para defender el balón en su área. Hace unos días Jorge Valdano, ese exfutbolista filósofo que no pierde el acento argentino pese a llevar media vida en España, afirmó durante la retransmisión de un partido del Madrid: «Vinicius comete un error y le cicatriza de inmediato y a la siguiente jugada va con la misma fe».
El fútbol ha perdido muchos de sus valores nobles como deporte de lucha igualada entre dos equipos. Hoy, desgraciadamente, se ha convertido en una industria que genera mucho dinero. Demasiado. Los intereses económicos rebasan lo puramente deportivo e incluso hay países, como los del Golfo Pérsico, que han convertido las entidades en clubes Estado frente a los que no se puede competir al comprar a los mejores jugadores a precios escandalosos. Mientras, los futbolistas pretenden hacer creer que se identifican con los colores que defienden y hasta estúpidamente besan el escudo del club que llevan en la pechera. Una gran mentira. Sin embargo, el aficionado en general sigue interesándose, acuda o no a los estadios, a pesar de que los precios son muy caros. Al menos en España.
El público asiste en directo o ve en la tele fútbol. Más si se trata de su equipo. Sus colores son algo sagrado, pues como decía el fallecido escritor uruguayo Eduardo Galeano, un gran forofo de este deporte, «un hombre puede cambiar de mujer, de partido o de religión, pero no de equipo de fútbol».
Yo, que me considero sereno amante del balompié pero que no entiendo nada de tácticas, suelo ver encuentros que me interesan por la tele. No los sigo con un afán de sufrimiento o miedo ante una eventual derrota de mi equipo. Al contrario. Pretendo que me alegren, que me hagan reír y sobre todo que me diviertan. Y en ese sentido ese chico llamado Vinicius me lo ofrece cuando juega.