Vini, los árabes, el fiscal y el sheriff
«La política menudea entre los miserables, empantanada por turbios aranceles y la temida presión sobre el botón nuclear, bajo el índice de quienes no conocen más límites que los que ellos imponen»

Vinícius Júnior. | Europa Press
Cuando la realidad supera a la ficción el cine sale al encuentro. No es difícil imaginar a Cary Grant diciéndole «carita de mono» a Isabel Rodríguez, ministra de Vivienda y Agenda Urbana, en el papel de Joan Fontaine en «Sospecha». Pero a ver quién se atreve a susurrar «cuchilindrín» al fiscal general Álvaro García Ortiz, como llamaba la abogada Amanda (Katharine Hepburn) al fiscal Adam (Spencer Tracy) en «La costilla de Adán». En tal caso, no quedaría ni rastro de la conversación. Menudo es el FG para esto del borrado. ¡Sí, hay que ver lo que ha cambiado la película! Hoy el sheriff ya no es lo que era y el orden en el Salvaje Oeste se diluye entre ley de la selva. Pat Garrett, Wyatt Earp o Will Bill Hickok dejarían de perseguir a los malos para aliarse con ellos, contaminados por el dólar. Will Kane (Gary Cooper) haría migas con Frank Miller (Ian MacDonald) y ya no estaría «Solo ante el peligro». Cualquiera de ellos intercambiaría el rol con Little Bill Dagget (Gene Hackman) y le ayudaría a eliminar a William Munny (Clint Eastwood). Hoy, las leyendas cambiarían de bando y servirían a causas como la satrapía.
Hoy, el sheriff Trump ha decidido poner el mundo patas arriba, amenaza a la vieja Europa y envía a su alguacil J. D. Vance para que no se pierda en el camino ni una línea de su incendiario mensaje. Mientras tanto, juega al Monopoly con Putin –»tú te quedas con pedazos de Ucrania y yo me meto en Groenlandia»–, coquetea con Xi Jinping, a quien insinúa que anexionar Taiwan a China no es un sueño húmedo, y dice a los pobres gazatíes que salgan echando leches de su devastado terruño porque, después de desescombrarlo, lo va a convertir en Las Vegas de Oriente Medio.
Hoy la política menudea entre los miserables (no los de Victor Hugo), empantanada por turbios aranceles, desafíos armamentísticos de oriente y occidente y la temida presión sobre el botón nuclear, bajo el índice de quienes no conocen más límites que los que ellos imponen. Comparado con ese galimatías geopolítico, lo que se cuece en el fútbol es una gota de agua en el océano, Hoy, como nunca, las peleas futbolísticas son riñas de gatos, más ingrávidas que aquellas que en el territorio español nos describe Eduardo Mendoza. Es el balón generador de colisiones, también desactivador. En política las heridas son más profundas y dejan cicatrices. Los actores balompédicos militan en la mentira piadosa, conscientes de que en ocasiones la verdad provoca quiebras difíciles de subsanar. Si hay algo que asemeja al fútbol con esa marrullería con cartera es el goteo de la verdad, administrada en pequeñas porciones y con la debida antelación, para que sea más digestiva. En cualquiera de los casos, los síntomas siempre los descubre el periodismo, mediante la actividad casual, el olfato, el cuidado de las fuentes, la investigación, el tesón y el alumbramiento dosificado.
De las andanzas del marshal García Ortiz, en la línea de Bill Dagget, hay antecedentes imborrables desde que se alió con María Dolores Delgado en un inigualable «hoy por ti, mañana por mí», pero nada de «cuchilindrín». En el terreno de juego del balón redondo, de las veleidades de Vinicius y las intenciones comerciales de sus agentes, que son las suyas con sordina, supimos después de los lamentables sucesos de Mestalla, cuando dieron la nota con un comunicado que cuestionaba la asignación del Mundial 2030 a España, «un país racista», y del que se hizo eco Lula, aquel líder emergente que vendió al COI de Jacques Rogge los Juegos Olímpicos de Río’2016 como la octava maravilla… Un pretencioso decorado, sólo fachada. Detrás, el caos. Hoy a García Ortiz le llegan los escándalos a la altura de la nariz y las posibilidades de salir indemne son menos que si viviera en Ruanda, Botsuana o Cabo Verde, donde, supuestamente, la justicia es más laxa. Aunque los niveles de corrupción en esos países son similares a los de España, o sea vergonzosos, se supone que aquí resultan más fáciles de detectar y de combatir. Se supone, como la capacidad de Europa para frenar los ímpetus del sheriff Trump o laminar las barrabasadas de los socios de sus socios: soberanos, soberanitos y soberanetes, de ahí el cuarteo del mapa español.
De los tiempos del «panem et circenses» para entretener a la población, hemos pasado en España a subvencionar al pueblo en un intento de anestesiarlo: dame pan y llámame tonto. Al «meter un trozo de hielo en el infierno» (Ethan Hunt-Tom Cruise), la posibilidad de que no se derrita es similar a la de colocar a Vini en la tela de araña de Arabia Saudí y que no termine atrapado. La voracidad de los agentes del fútbol, en la línea de Putin y sus aliados ocasionales, pero menos perniciosa, es infinita, como su capacidad para obtener pingües beneficios con cada traspaso. Nos aclara Carlos Carpio en «Marca» que fueron los comisionistas del jugador quienes iniciaron los contactos. Sondearon a los árabes, detectaron su interés, cifrado en 200 millones de euros por temporada (mil millones por un contrato de cinco años) para su cliente, que en el Madrid cobra 15, y empezaron a trabajar. Vini dice que le gustaría seguir en el Real (termina contrato en 2027), que, a su vez, remite a los interesados a los mil millones de cláusulas; aunque atendería a una oferta no inferior a 300, se rumorea. Valora la calidad de su espectacular futbolista; pero no ignora que atrae los conflictos como la miel a las moscas.
Otra similitud del fútbol y la política es su capacidad para generar noticias controvertidas durante un partido o un Consejo de Ministros. En el segundo, las «riñas de gato» entre las «miembras» del Gobierno rozan la ruptura por cuestiones como la subida del SMI, rebajada sustancialmente con la aplicación del IRPF. Estas peleas, incluso escenificadas frente a las cámaras, no dejan de ser empujones escolares en el patio: quién va a renunciar al momio de un ministerio con su sueldo, sus prebendas, su vanidad y su cuota de poder, todo lo cual no es lo mismo que vender locales comerciales a Xi Jinping o discutir sobre las decisiones del VAR.
El VAR (Video Assistant Referee), herramienta que interrumpe el desarrollo normal de un partido a veces durante tres o cuatro minutos para analizar una jugada, tanto en España como en el extranjero, es un problema más que una solución. Se supone que «asiste» al árbitro cuando se produce «un error claro, obvio y manifiesto» (¿es penalti el pisotón dentro del área de Rüdiger a Lino?), o un «incidente grave inadvertido» (¿es de tarjeta roja la entrada por detrás, al gemelo, sin posibilidad de llegar al balón, de Carlos Romero a Mbappé?). La influencia o la galbana del juez del VAR multiplica las polémicas, en lugar de reducirlas. A estas alturas y después de que con tanta tecnología el fútbol sigue dependiendo del color del cristal con que se mira, lo único que no se discute es la implantación del «fuera de juego semiautomático», aunque sea por una uña. Convendría a Medina Cantalejo remediarlo antes de que al sheriff Trump le dé por intervenir también en el fútbol, un negocio de muchísimos miles de millones.