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Economía

Cómo se convirtió Antonio Escohotado en adalid del capitalismo

¿Cómo acabó aquel filósofo que, en sus propias palabras, era «más rojo que la muleta de un torero» convertido en un adalid del capitalismo?

Cómo se convirtió Antonio Escohotado en adalid del capitalismo

Antonio Escohotado. | Domenech Castelló (Efe)

«Tengo entendido que los intelectuales sois todos comunistas, ¿verdad?», le dijo una vez un matón de la mafia marsellesa a Antonio Escohotado. Acababan de detenerlo durante una entrega de coca en Ibiza. Escohotado llevaba 13 años en la isla. En 1970 había dejado la comodidad de un empleo fijo en el Instituto de Crédito Oficial para reinventarse en un entorno de «austeridad material y drogas alternativas». Ibiza ofrecía en aquella época casas payesas sin luz eléctrica ni agua corriente, pero muy baratas, en las que los hippies se dedicaban a emancipar la libido de sus cadenas y abrir las puertas de la percepción. Escohotado, alumno aventajado en todo, desarrolló pronto una nariz delicada y sensible y sus servicios como perito eran solicitados a menudo para garantizar la calidad de la mercancía, pero aquella transacción le dio mala espina desde el principio. 

Era, efectivamente, una operación amañada por la Policía. 

«No debería haber aceptado», me reconocería muchos años después en la terraza de un restaurante madrileño, «pero el dinero, siempre el maldito dinero… Fui y, de repente, alguien me apuntó con una pistola. Yo pensé que era una broma y le empecé a gritar que se dejara de gilipolleces. Entonces, desvió el cañón y disparó por encima de mi cabeza. Sonó como un cañonazo. Me di la vuelta y vi que había abierto un boquete en el techo. Joder, pues no es una gilipollez».

Cuando pasaron a disposición del juez, le «bastaron segundos para saber que nos odiaba a todos», especialmente a ese «profesor infernal» que iba denunciando por las televisiones «la iniquidad del prohibicionismo». Escohotado siempre sospechó que aquella trampa empezó a urdirse tras un debate de La clave. Todavía puede verse en internet cómo machaca uno a uno a sus antagonistas, cómo los ridiculiza sin compasión. Lo que no se ve es el comentario que le hizo en una pausa publicitaria a un exjefe de la Brigada Central de Estupefacientes. «Antes nos pegabais por rojos y ahora nos queréis pegar por drogatas», vino a decirle.

La frase, masticada con delectación, atizó, según Escohotado, el ánimo de venganza del policía. Por eso le habían montado el operativo y por eso había dado con sus huesos en una prisión ibicenca, delante de aquel matón marsellés.

«Tengo entendido que los intelectuales sois todos comunistas, ¿verdad?».

«Pero no estalinistas», precisó Escohotado. Y tras un breve intercambio de puyas, añadió: «Quien no sea de izquierdas es un energúmeno».

¿Cómo aquel filósofo que, en sus propias palabras, era «más rojo que la muleta de un torero» acabó convertido en un adalid del capitalismo? Cuando en julio de 2013 lo entrevisté para Actualidad Económica, me reconoció que el carácter ascético de la revolución se le había hecho siempre muy cuesta arriba. Mayo del 68 le resultaba «profesoral y doctrinario». Él «prefería Woodstock: sexo, droga y rock and roll», pero lo consideraba una incompatibilidad de caracteres más que una discrepancia ideológica. 

Hasta que una mañana, durante una visita al Louvre, sufrió una epifanía. La relata en Caos y orden. Venía de ver el Código de Hammurabi, los bajorrelieves asirios y los sarcófagos egipcios y, «sin preaviso, las salas de Asia Menor dieron paso a Grecia. En lo alto de la escalera resplandecía la Victoria de Samotracia, blanca como la nieve, decapitada y semidesnuda entre sus grandes alas».

«No era un cambio de paralelo y meridiano», prosigue, «sino de universo. Comparado con aquella armonía de hiperrealismo y forma pura, ¿qué civilizaciones pardas y tristes eran las previas?»

Su explicación es que Asia estaba llena de «soberanos inmensos y súbditos diminutos». Literalmente. «La estela paradigmática, repetida hasta la saciedad, representa a un faraón gigantesco que blande su maza ante un vasallo muy pequeño». Por el contrario, los griegos prefirieron «los albures de la democracia a las seguridades del despotismo» y esa elección los colmó «de inventiva e inestabilidad».

Hasta aquel paseo por el Louvre Escohotado había dado por sentado que cualquier organización eficaz exige algún tipo de coacción. Sin un control férreo que coordine las iniciativas individuales, la energía se dispersa. La prosperidad era hija de la planificación y la autonomía únicamente contribuía a que unos se hicieran ricos a costa de otros.

Pero las estatuas griegas que tenía ante sus ojos, «cinceladas como por los dioses», desafiaban su suposición e ilustraban el triunfo del caos sobre el orden.

En los últimos capítulos del libro Escohotado se proclama «liberal demócrata» y, a partir de ese instante, la misma izquierda que lo adoraba por su defensa de las libertades privadas lo atacó por su defensa de las libertades públicas. Le reprochaba su complicidad con las injusticias del capitalismo y Escohotado jamás las negó. Era muy consciente de que el mundo es manifiestamente mejorable. Abundan los atropellos, el mérito a menudo no se reconoce, la suerte desempeña un papel fundamental. Pero la historia enseña que abolir el mercado y proclamar que los últimos serán los primeros solo conduce a la opresión. 

«La vida», admitió en aquella entrevista de 2013, «nunca va a ser Jauja». Ello no debe, sin embargo, sumirnos en la melancolía. Como confesaría durante una presentación en el Instituto Juan de Mariana: «Tengo 72 años y cada minuto que pasa me siento feliz de comprobar que el esfuerzo no siempre lleva al éxito, pero siempre lleva al amor propio [y] la dignidad».

Es lo máximo a lo que los energúmenos liberales aspiramos.

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