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Economía

El bitcoin como alternativa al Apocalipsis

El trasvase de talento de Silicon Valley y el primer atisbo de una bolsa de valores con blockchain se postulan como síntomas de la consolidación de las criptomonedas como tendencia. ¿Moda o cambio histórico?

El bitcoin como alternativa al Apocalipsis

Otro año más y el bitcoin no se derrumba. A ver si va a ser que… Hasta ahora los dictámenes del cuñadismo sobre las criptomonedas se dividían básicamente entre el que sonreía cínicamente para, finalmente (aunque nadie le preguntara, él daba por supuesto que todos esperábamos una aclaración), advertir condescendiente de la trampa para pardillos del bitcoin y demás zarandajas blockchain: una vez los especuladores de turno se hubieran forrado, todo se disiparía como una niebla financiera más. El otro cuñado te gritaba, básicamente, que qué hacías que no invertías todo tu dinero en una moneda virtual recién creada por una startup finlandesa fundada por un genio con miles de millones de seguidores en Twitter (él ya había puesto todo el suyo y el de tu hermana). Sin embargo, un par de noticias recién salidas del horno apuntan ahora a un tercer cuñado, un servidor, que anuncia: el fenómeno puede estar acercándose a la normalidad. Sería el primer paso de una evolución más o menos desordenada de las finanzas desde el campo (inevitable) de las (ya no tan) nuevas tecnologías de la información.    

Primer aldabonazo: el 20 de diciembre, The New York Times publicó un artículo titulado The New Get-Rich-Faster Job in Silicon Valley: Crypto Start-Ups. Al parecer, los más listos del capitalismo de hoy y mañana mismo, los ejecutivos e ingenieros de Silicon Valley, están dejando trabajos prósperos y seguros en sitios como Google, Amazon o Apple poseídos por la nueva fiebre del oro: las criptomonedas. 

El NYT pone el ejemplo de Sandy Carter, que dejó el mes pasado su trabajo como vicepresidenta de la unidad de ‘cloud computing’ de Amazon. Poco después anunció en LinkedIn que se había incorporado a Unstoppable Domains, una startup de tecnología especializada en criptomonedas, e incluyó un link para postularse a los puestos que aún quedaban libres. En dos días ya tenían más de 350 clics, muchos desde sólidos puestos en compañías de prestigio. Unstoppable Domains se dedica a vender direcciones webs con blockchain, o sea, el software que permite el registro financiero en el que se basan las criptomonedas. En otras palabras –estas mías, no del NYT, ya lo siento–, si la criptomoneda es el nuevo dinero (ya le dijimos adiós a la peseta y no pasó nada, no dramaticemos), la gente de Unstoppable Domains se parece bastante al personal bancario del futuro (tampoco va a echar tanto de menos a unos tipos que atan los bolígrafos a una cuerda, no nos engañemos).  

Bancarios, no banqueros. Que una tendencia empiece a reclutar curritos, aunque de momento solo los más guays, puede entenderse como una buena señal de que ha pasado la fase de gurús y astrólogos para… Veremos más adelante.

Otro síntoma de maduración es la organización sistemática de la especulación. Aquí viene el otro aldabonazo. El día anterior a los Santos Inocentes (menos mal, un timing inadecuado acaba con la credibilidad de cuestiones tan, digamos, financiero-esotéricas), el diario británico The Guardian publicaba el artículo ‘Blockchain Rock’: Gibraltar moves to become world’s first cryptocurrency hub, con una inquietante entradilla: «En la costa sur del Mediterráneo, parapetado entre las sombras de los escarpados acantilados calizos de la Roca [denominación coloquial de Gibraltar para los británicos] y su maraña de olivos salvajes, la bolsa de valores de Gibraltar está urdiendo silenciosamente un golpe de mano empresarial que podría tener consecuencias globales». 

Una vez captada la atención de los lectores adictos a la adrenalina (recuerde que a los británicos se les acaba de morir James Bond, no se lo tenga en cuenta), el artículo explica que las autoridades del Peñón están revisando una propuesta de la compañía de blockchain Valereum para comprar la bolsa, lo que significa que «el territorio británico de ultramar podría albergar en breve el primer mercado de valores integrado, en el que activos convencionales se puedan negociar junto a las criptomonedas más importantes, como bitcoin y dogecoin».

Junto al reclutamiento de un proletariado bancarios, despunta un posible asalto a la bolsa, anda menos. Gibraltar se antoja el perfecto caballo de Troya. Con sus poco más de 30.000 habitantes, el sector financiero (en su caso, eufemismo de muchas cosas, pero no vamos a entrar ahora en eso, que el tabaco ya está bastante caro) supone casi un tercio de una economía de 2.800 millones de euros. Un laboratorio perfecto. The Guardian advierte de que si «los controles dispuestos por el pequeño equipo de reguladores [82 empleados] fallan, se arriesga a sufrir un daño reputacional y sanciones diplomáticas que podrían amenazar su economía». Bien. La reputación de Gibraltar… Y la piel diplomática, unos cuantos submarinos nucleares después… En fin. Lo que decíamos: el perfecto caballo de Troya. Y si después resulta que el asunto pisa (todavía) demasiados callos, pues el Gobierno británico (que oficialmente está en contra del comercio de criptomonedas, of course, qué ordinariez) mete los submarinos nucleares en otra parte y santas pascuas. Hasta la siguiente.  

Estos dos aldabonazos llegan, además, en un momento en el que la gran sonda de tendencias, la inversión, no solo no amaina, sino que se estabiliza en las alturas. Creíamos que lo de 2020 había sido una barbaridad, quizá propiciada por las miasmas del coronavirus, pero, según el NYT, en el año que acaba de terminar los inversores de todo el mundo han vertido 28.000 millones de dólares en startups de criptomonedas y blockchain, cuatro veces más que el año pasado. 

¿Y si la cosa va en serio? ¿Qué vendría ahora? ¿Una nueva forma de entender la economía y, por lo tanto, la experiencia humana en general? ¿O no?

Alerta de historia ficción apresurada y bizarra

Tracemos un paralelismo histórico a ver qué tal. A partir de aquí le aconsejo dejar de leer si solo le interesan tendencias contrastadas (ya sabe, NYT, Guardian…) y le da una pereza de muerte la masturbación intelectual de las hipótesis, digamos, históricas. Por ejemplo.  

Primero, la arquitectura de la actualidad en un par de líneas (es lo que hay, qué quiere): Sócrates nos dijo que nos atreviéramos a pensar, su alumno Platón nos explicó que podemos porque existe la razón y su alumno Aristóteles culminó con que la razón no era una cosa de los mundos de Yupi solo para listos flipados como su maestro, sino una herramienta para cambiar al mundo según nos convenga. Los romanos hicieron sus cosas, inventaron la política a gran escala, cayeron y todo se fue a hacer puñetas, pero el recién nacido Islam conservó los códigos de la secuencia griega (de momento eran más de copiar que de quemar libros). El cristianismo reinventó la cosa política romana con la Iglesia (y alrededores) y se fijó en uno de esos árabes filogriegos, con perdón, de nombre Averroes (al que el Islam woke, asustado por sus progresos, había cancelado y, con él, el pensamiento no estrictamente religioso, y hasta ahora). Santo Tomás pilló la idea aquella de Aristóteles de usar la razón a tope, también para el más acá.

Y, de repente, tachán tachán, sobre esa base filosófica empezaron a rodar las monedas. La escolástica desarrolló Santo Tomás hasta el punto de que, en 1537 (más o menos habíamos vuelto a hacer la cosa global y el comercio rulaba como nunca), el monje Francisco de Vitoria recibió a unos melindrosos mercaderes españoles en Amberes que se sentían culpables por hacer algo tan impío como lucrarse (el capitalismo a la española tenía estas cosas, así nos fue después, claro). El buen monje los absolvió en nombre del Padre, del Hijo y de la teoría tomista de la propiedad privada: más o menos, que la libertad como bien supremo que emana directamente del orden natural debe gobernar la actividad del comerciante, que redunda en el bienestar general creando riqueza no solo material, sino también de ideas y de invenciones. Amén. 

No muy distinto del cuñado que dice que sí, que Dios es uno y trino, pero ¿te parece que invierta unos eurillos en bitcoins o los meto mejor en Telefónica y el Santander? Sospechosamente, en el norte de Italia ya había ido surgiendo una cosa llamada Renacimiento en la que renacía, sobre todo, el espíritu mercantil del antaño romano. Los mercaderes de Florencia o Venecia (que diría Shakespeare) mostraban menos escrúpulos que los españoles, pero, hablando de Shakespeare, años antes de todo esto, en Inglaterra, otro monje, Guillermo de Ockham, tenía menos paciencia que Santo Tomás y gritaba que para relacionarnos con Dios estaba la fe y que para todo lo demás, Mastercard. O sea, el vivo, al bollo. 

En general, tanto aceleraron algunos que Europa derrapó en unas guerras religiosas terribles (tanto woke junto nunca termina bien, ojo) que terminó con nuestra tan prometedora cultura occidental dividida en católicos y protestantes, básicamente. A los segundos la Iglesia ya no les valía como instancia política. Curiosamente, poco después los ingleses (otra vez, y no será la última: recuerde lo anglosajón de las fuentes de la parte sensata, dentro de lo que cabe, de este artículo, NYT y Guardian), se inventaron el Estado Moderno. Primero se sacaron de la manga el parlamentarismo para que los reyes no fastidiaran más de la cuenta, pero el retroceso del escopetazo se unió al tema religioso y la isla se ensangrentó por todos lados. Hobbes, harto de ver a sus vecinos matarse (aunque les dio para inventar el Bloody Mary, genial para la resaca: si ha llegado hasta aquí, lector insensato, le recomiendo uno), se dio al cinismo: vamos a firmar todos un contrato social para, por lo menos, no matarnos. Luego Bentham suavizado por Stuart Mill y, hala, Britannia Rules the Sea.

Funcionó. Cuando dejaron de matarse, y como uno más uno son dos, los ingleses dejaron al Estado que resuelviera la fontanería (algo así como el a Dios lo que es de Dios de Ockham, pero con Dios más decorativo que otra cosa) y dedicaron sus raciocinios a ganar dinero. Mientras el muy católico Quijote prefería que los molinos fueran gigantes (como seguía desesperándose en advertir Ortega y Gasset todavía ayer por la tarde), los ricos ingleses hacían de la construcción de molinos, o sea, la industria, una forma de vida. Y, resumiendo: la revolución industrial, el capitalismo, los bancos tal y como hoy los conocemos, la bolsa… Todo muy anglosajón. Y EEUU, ese rollo anglosajón 2.0 con orejas de Mickey Mouse. Todo eso ya nos resulta muy familiar, para qué más.

Guardemos fuerzas, mejor, para la segunda parte de la hipótesis. Atención. El capitalismo siguió medrando e imponiéndose por doquier hasta dar en el siglo XX, donde unas guerras mundiales y bestiales y el comunismo apuntándonos con misiles nucleares nos hicieron levantar el pie del acelerador. Inventamos la socialdemocracia y la cosa fue tirando. Mientras, unos tipos (científicos, o sea, algo así como Aristóteles pero ya a saco, sin disimular, porque además Nietzsche ya había escrito la necrológica de Dios) inventaron el ordenador. Los molinos de viento del Quijote se quedaron en enanos de circo. Ya no había hidalgos españoles, pero surgieron un montón de hippies y similares. 

Y ahora Matrix (que acaba de resucitar, muy convenientemente, en sus pantallas y en Netflix, que además rima) y los conspiranoicos ven gigantes en vez de repetidores de 5G. Trump, Boris Johnson  y Pedro Sánchez (por ejemplo) mandan el contrato social a hacer puñetas. En Silicon Valley, los mercaderes un poco hippies acuden a Greta con sus escrúpulos (y sus aviones privados) sobre el cambio climático. La UE acaba de absolver la energía nuclear, por ejemplo. Y (el gran “y”) los bancos se digitalizan a marchas forzadas… pero esa cosa del blockchain les adelanta por la derecha.  

¿Y dónde está el Apocalipsis que prometía el titular? Retrocedamos al quicio de la primera parte de esta hipótesis, que tenía truco, lo reconozco: perdón. Tras Grecia y Roma hubo una quiebra demasiado importante como para no detenerse. Por varias circunstancias (no sólo los bárbaros) que la casualidad terminó de juntar en un marrón demasiado grande como para que ni el Imperio Romano pudiera afrontarlo, el mundo tal y como se conocía hasta entonces se fue a hacer puñetas. Hay muchas fechas propuestas para marcar el Fin del Imperio Romano, esa cosa. El maravilloso fantasma virtual de Quintín Racionero, que me ha dado clase desde el limbo de Youtube, dice que todas fueron cocinando un ambiente que hizo pitar la olla alrededor de la fecha clave del año mil. Un número así de redondo, sumado a la sensación de que todo se iba a hacer puñetas, solo podía resultar en el Apocalipsis. Y era cierto: el mundo se acabó, pero en vez del Anticristo llegó la Edad Media (aunque tampoco fue para tanto). La gente, por entonces, no lo llamaba Edad Media, claro, sino ayer por la mañana o, los más soñadores, mañana por la tarde. Afortunadamente, el Islam (qué cosas) había hecho una copia de seguridad de Aristóteles y compañía, y Averroes se lo pasó a Santo Tomás y compañía, etc.

El Apocalipsis, ese desaguadero de las angustias humanas. 

¿Ha visto la película de moda, “No mires arriba”? Pues mire, oiga, no se pierda el espectáculo. Ya lo dijeron Arrabal y el vino: el milenarismo iba a llegar. Lo mismo anda ya por aquí. ¿Algún Averroes en la sala? Por favor…  

Entonces va el avatar de Steve Jobs y levanta la mano. Puf, qué pereza, ¿no? El caso es que Silicon Valley y, ahora, las criptomonedas… O no. Vaya usted a saber.

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