Diego Hidalgo: «La tecnología actual es como si te invitaran a una cena maravillosa y no vieras la cuenta. Pero la pagas»
«Nuestros padres», sostiene el autor de ‘Anestesiados’, «nos enseñaron a no aceptar caramelos de desconocidos»
Antes de que mi compañera Carmen empiece a grabar el vídeo, Diego Hidalgo (París, 1983) pone en silencio su teléfono y lo guarda en una mochila. Es un Nokia de por lo menos el año 7 a. S. (antes del Smartphone). «Menudo móvil más antiguo, ¿no?», le digo. «La gente», responde irónico, «me pregunta si no tengo otro y les digo sí, pero es más antiguo todavía».
Un teléfono de cuando reinó Carolo y una mochila: cualquiera diría que estamos ante el típico tecnófobo, pero Hidalgo prefiere considerarse un «tecnocrítico». De hecho, ha lanzado varias startups. La más famosa es Amovens, una compañía de vehículos compartidos. La concibió con 24 años, tras cursar filosofía y economía en el Instituto de Estudios Políticos de París y sociología en Cambridge. «Tuve que recurrir a la publicidad en línea, gestionar bases de datos de usuarios y trabajar directamente con Facebook y Google, haciendo uso de la información conductual que proporcionaban sobre los usuarios», cuenta en Anestesiados (Catarata, 2022). La experiencia le brindó una perspectiva de esas empresas muy distinta de la del cliente final.
A Hidalgo le había intrigado desde siempre el impacto de la digitalización en la felicidad. El tema de su tesis fue cómo Facebook afectaba a las relaciones personales, si las enriquecía o las empobrecía. Ahora lo tiene claro. «La innovación nos lleva hacia un modo de vida que no está claro que queramos», escribe. Si durante la Primavera árabe saludamos el carácter emancipador de las redes sociales, con Cambridge Analytica se acabó el idilio. Los móviles se han revelado «el sueño de Stalin», unos artefactos que permiten que el Partido Comunista de China ejerza sobre su población un control que ni Mao se atrevió a soñar.
Y todo de buen rollito. Como le comentó Aldous Huxley a George Orwell en una carta de octubre de 1949, «la revolución definitiva» no será algo tan burdo como la distopía que se describe en 1984. En su opinión, «la política de la-bota-en-la-cara» era insostenible. «En la siguiente generación», teorizaba, «los gobernantes descubrirán que los condicionamientos […] son más eficaces […] que las porras y las cárceles» y que, enseñando a la gente a «amar su propia servidumbre», puede conseguirse más que «pateándola y flagelándola».
La vaporización de la tecnología
Hidalgo establece un paralelo entre la digitalización y los estados de la materia. El ordenador personal encarna la tecnología sólida: está circunscrito en el espacio, sus moléculas no pueden escaparse y tú decides cuándo te acercas y cuándo te alejas. El iPhone inauguró la era líquida, «en la que los aparatos se volvieron más invasivos y difíciles de limitar». Finalmente, hemos entrado en una fase de vaporización. «Los gases están por todas partes, los respiramos queramos o no, no ejercemos ningún control sobre ellos». El paradigma serían los altavoces inteligentes, los wearables y los dispositivos implantables con los que los transhumanistas pretenden alcanzar la vida eterna.
«¿Y todo eso es malo?», le pregunto. «A mí, como periodista me han facilitado mucho mi trabajo».
«Alguien te está escuchando», responde Hidalgo. Y lo de menos es que unos ingenieros curioseen por morbo tus conversaciones. El problema es que vas dejando «un rastro de datos» a partir del cual construyen «modelos que les permiten conocerte cada vez mejor», escudriñar «cómo funciona tu mente» y «manipular tu voluntad».
Eric Schmidt, el antiguo CEO de Google, lo dice abiertamente: «Yo creo que la mayoría de la gente no desea que Google responda a sus preguntas. Lo que quiere es que Google le dicte la siguiente acción que deben realizar».
Hidalgo no considera inconcebible «un estadio extremo» en el que los algoritmos no dejen «ninguna libertad al ser humano» y se anticipen no solo a nuestras compras, nuestros viajes o nuestras salidas al cine, sino a nuestras opiniones políticas. «Estas tecnologías», dice, «acceden cada vez más a esa parte más impulsiva [de nuestro sistema nervioso] en las que las decisiones no las tomamos nosotros».
Posibilidades de manipulación
En Anestesiados, Hidalgo acumula una impresionante batería de investigaciones alarmantes. Explica que los circuitos cerebrales que generan dependencia de la droga o la nicotina son idénticos a aquellos que nos llevan a comprobar compulsivamente quién ha reaccionado a nuestro último post o a actualizar por enésima vez las noticias. Cita a Chris Anderson, un antiguo director de la revista Wire, que sostiene que, «en una escala que va de los caramelos al crack, estamos más cerca del crack». Y destaca el cauteloso comportamiento de algunos líderes de estas grandes tecnológicas con sus niños. «Bill y Melinda Gates limitaban el tiempo de acceso a las pantallas […], no les compraron un móvil hasta los 14 años y prohibieron los teléfonos en la mesa. Steve Jobs también fue especialmente drástico al impedir que sus hijos usaran el flamante iPad».
Los científicos han empezado asimismo a documentar los efectos perniciosos de los dispositivos de última generación: debilitan la concentración, atrofian la memoria, potencian la depresión e incluso han invertido el efecto Flynn, que es como se denomina a la subida continua que han registrado las mediciones del cociente intelectual desde 1938. Aunque la evidencia de estos daños es menos firme de lo que Hidalgo sugiere y falta bastante para que alguien conozca «perfectamente cómo funciona nuestro cerebro», sería ingenuo e imprudente ignorar las posibilidades de manipulación que la tecnología gaseosa abre.
En junio de 2014 el Consejo de Estado de la República Popular de China publicó el documento «Esquema de planificación para la construcción de un sistema de crédito social» cuyo objetivo es generalizar «una cultura de la sinceridad» que «permita a la gente honesta moverse por donde quiera y dificulte a la deshonesta dar un paso». El mecanismo está inspirado en el scoring de la banca, una puntuación elaborada a partir del historial laboral y de pagos de cada cliente y que determina si se le concede o no una hipoteca y en qué condiciones. La intención de Pekín es aprovechar la información que volcamos alegremente en el ciberespacio para extender el scoring a todos los órdenes. Cada ciudadano dispondrá de un «crédito cívico» que subirá o bajará en función de su conducta. Si coge «el transporte público para ir al trabajo en vez del vehículo particular, si recicla regularmente o incluso si denuncia la actuación indebida de algún vecino, su crédito se ampliará y disfrutará de privilegios como el alquiler de pisos sin fianza o el acceso a plazas en colegios exclusivos», escriben Anna Mitchell y Larry Diamond. Pero quienes asistan a «un mitin subversivo o a un servicio religioso, o frecuenten antros de perdición», algo que hoy no es difícil de establecer gracias a la geolocalización y la videovigilancia, pueden ver muy recortada su actividad.
Hidalgo reconoce que nuestras democracias liberales están «muy lejos de ese mundo», pero la duda que se formula es si esas sociedades de la vigilancia extrema las producen los regímenes autoritarios al digitalizarse o si la digitalización es en sí misma liberticida y produce regímenes autoritarios. Y advierte: «Hay mucha tecnología china que está usada en Estados Unidos y Europa…»
Qué hacer
«En un momento en el que los botones off tienden a desaparecer», se lee en Anestesiados, «es necesario reinventarlos, aunque sea solo para nosotros mismos». Debemos impedir la entrada de altavoces inteligentes en nuestros hogares: nada de Alexa ni de Siri ni de Google Assistant. También hay que huir de los ecosistemas de los gigantes y utilizar DuckDuckGo en lugar de Chrome, Protonmail mejor que Gmail o Telegram en vez de WhatsApp. Y siempre que podamos, optemos por la versión de pago. «Nuestros padres», escribe Hidalgo, «nos enseñaron a no aceptar caramelos de desconocidos» y el consejo vale igual para internet. «Hay que mirar la gratuidad con cierto recelo».
Todo esto por lo que respecta el ámbito privado. En el público, Hidalgo apremia a movilizarse para restringir el acopio de información personal e incluso ilegalizar el mercado de datos conductuales. «Prohibir esta práctica obligaría a los gigantes Google y Facebook y a parte de la industria digital a refundar su modelo de negocio sobre una base transparente (por ejemplo, mediante modelos freemium […] o un sistema de micropagos) y/o un descenso significativo de sus ingresos, porque tendrían que recurrir a la publicidad tradicional, menos rentable».
Un mundo feliz
«Nuestras sociedades», argumenta Hidalgo, «toleran cada vez peor el riesgo. Nos tranquiliza monitorear a nuestros hijos, no aceptamos no saber dónde están. Antes, a los 18 años te ibas en coche con cuatro amigos y no dabas noticias diarias. Hoy sería inconcebible». La tecnología digital gaseosa nos proporciona una reconfortante ilusión de control. «Es como si te invitaran a una cena maravillosa y no vieras la cuenta», dice. «Pero la pagas». Y como no despertemos de esta anestesia, las máquinas irán asumiendo cada día más tareas e Hidalgo no descarta ningún escenario: una extinción brutal a causa de un accidente, una guerra como en Terminator, la fusión de pesadilla entre el hombre y el robot… La «hipótesis más plausible» es, sin embargo, la de una humanidad poco a poco erosionada, reemplazada progresivamente por unos dispositivos que se han vuelto más inteligentes que nosotros y que, por nuestro propio bien y sin acritud, nos marginan y nos condenan a una «sedación lenta y apacible». Más o menos el mundo feliz que anticipó Huxley.
Entrevista realizada en el marco del ciclo ‘Tech & Society’ de Aspen Institute España y Fundación Telefónica.