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Economía

La discriminación que nadie denuncia e incluso está bien vista

De repente, si no has pasado por la universidad, eres un paria

La discriminación que nadie denuncia e incluso está bien vista

Pang Yuhao (Unsplash)

A mi mujer no le convence la vitrocerámica que tenemos en la cocina del pueblo. Dice que la comida no sabe igual y lleva meses tratando de que nos la cambien por una placa tradicional de gas, sin éxito. Hace falta un fontanero certificado y «hay cuatro en toda la provincia», según le ha contado una de las decenas de personas con las que ha hablado. Siempre que tropezamos con uno de estos contratiempos domésticos bromeamos: «Lo que el niño tiene que hacer es dejarse de telecomunicaciones y meterse a electricista o solador». A la hora de la verdad, sin embargo, todos insistimos en que se saque un grado de lo que sea, filología semítica o ciencia del césped, antes que acabar de menestral. ¿Por qué?

«Lo que llama la atención», escribe Michael Sandel, «no es que los políticos inflen sus credenciales universitarias, sino que sientan la necesidad de hacerlo». En España vimos cómo, hace unos años y a raíz de la inquisición sobre el máster de Cristina Cifuentes, una quincena de diputados se apresuró a rectificar sus currículums. Adornarse con idiomas que no se dominan u obtener como sea un doctorado no son una manía exclusiva de los españoles. Idéntica obsesión se ha desatado en Alemania, la República Checa, Croacia, Rumanía o Montenegro.

De repente, si no has pasado por la universidad, eres un paria. La derecha y la izquierda coinciden en que, en la economía global del siglo XXI, las compañías buscan a los candidatos más cualificados, estén donde estén, e invertir en formación es el único modo de defendernos de la competencia asiática, preservar el nivel de bienestar en Occidente y reducir la desigualdad. «Si no tenéis una buena educación», explicaba Barack Obama a los alumnos de un instituto de Brooklyn, «os va a ser difícil encontrar un empleo con un sueldo que alcance para vivir».

«Animar a que más gente vaya a la universidad es positivo», admite Sandel, pero ese énfasis en la enseñanza superior como remedio de todos los males provoca una reacción de la misma intensidad y sentido contrario: el desdén hacia quienes carecen de ella. El menosprecio de los ciudadanos con pocos estudios se considera legítimo, hasta merecido. «Haber estudiado», se les dice. Se les posterga en los procesos de selección y en las promociones. Se han vuelto una rareza en los Parlamentos. ¿Quién va a querer un futuro así para sus hijos?

Sin embargo, este credencialismo no solo es éticamente censurable («el último de los prejuicios aceptables», según Sandel), sino económica y demográficamente suicida.

El gran apagón

El jueves 9 de noviembre de 1965 un fallo en una subestación de Niágara dejó 12 horas sin luz a la costa noreste de Estados Unidos y Canadá. Los estudiantes de Siracusa aprovecharon la oscuridad para tomar al asalto las residencias femeninas, millones de parejas se enfrentaron a una noche sin televisión y, a los nueve meses, Nueva York registraba el índice de natalidad más alto de su historia. También en marzo de 2020, cuando se declaró el confinamiento en medio planeta, muchos especularon con otro baby boom, pero los hijos de la pandemia forman una cohorte inusualmente exigua. En 13 de los 22 países analizados por un grupo de investigadores de la Universidad Luigi Bocconi se registraron caídas de la natalidad que fueron «del 5% o superiores en siete casos: Hungría, Italia, España, Portugal, Bélgica, Austria y Singapur».

Ni el tedio espantoso ni la necesidad de acallar el enésimo Resistiré quebraron la tendencia descendente que la Gran Recesión había agudizado. ¿No nos gustan ya los niños? Al contrario. Nos gustan más que nunca. Las dos razones principales que en 2018 esgrimían las madres encuestadas por el New York Times para justificar por qué no daban a luz a más hijos fueron que luego no podían dedicarles tiempo y que educarlos salía muy caro. Deseaban brindarles las mayores oportunidades y eso exigía enviarlos a buenas universidades. El problema es que, como no seas un potentado, dar estudios superiores a cuatro o cinco adolescentes constituye una heroicidad. ¿Y qué haces? ¿Sorteas quién va y quién no? ¿O decides en función de sus calificaciones en el bachillerato? Lo más práctico es limitarse a una o dos criaturas y concentrar en ellas los recursos. 

Esta decisión perfectamente lógica en el plano familiar es, por desgracia, muy arriesgada a nivel colectivo. Aunque no sabemos qué consecuencias exactas tendrá el envejecimiento de la población, nadie (salvo los ecologistas) cree que vayan a ser agradables. Con remesas de jóvenes cada vez más menguadas, las empresas no podrán cubrir sus vacantes, gastaremos cantidades ingentes en sanidad y mantendremos a duras penas las pensiones.

Muchos Gobiernos han adoptado medidas pronatalistas para contrarrestar esta tendencia, pero las alzas de la natalidad que inducen son modestas, se disipan con el tiempo y resultan prohibitivas. Lyman Stone, un investigador del Instituto de Estudios para la Familia, calcula que cada nacimiento adicional cuesta unos 200.000 dólares. Para que Estados Unidos impulsara su tasa de fertilidad actual (1,71 hijos por mujer) hasta la que garantiza el reemplazo generacional (2,07) habría que invertir entre 250.000 millones y un billón de dólares al año, unas cifras inasumibles.

Los más listos

Durante gran parte de la historia, la relación entre padres e hijos fue seguramente distinta a la actual. ¿Se querían menos? Quizás. Las probabilidades que tenía un recién nacido de alcanzar la edad adulta eran muy inferiores. Por eso Epicteto recomienda no aficionarnos demasiado a cualquier cosa que nos reporte utilidad o nos atraiga, ya sea una olla o un hijo; así no nos perturbaremos cuando la primera se rompa o el segundo fallezca. 

Los avances en pediatría han reducido la mortalidad infantil a cotas irrelevantes. Ahora podemos entregarnos sin miedo a nuestros retoños y, como ansiamos lo mejor para ellos, nos empeñamos en regalarles costosísimas titulaciones que les faciliten el éxito.

¿Debemos recuperar el apego distante de nuestros tatarabuelos? En absoluto. Con lo que hay que acabar es con el prejuicio de que nuestros niños tienen que ser los más listos y los que más ganen. La mayoría de nosotros no lo hemos sido y no parece que ello suponga una contrariedad insoportable. 

«La idea de que un título universitario es una condición necesaria para tener un trabajo digno y estima social es algo que termina ejerciendo un efecto corrosivo en la vida democrática», dice Sandel. Y además no hay manera de encontrar un fontanero certificado en toda la provincia.

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