Las consecuencias económicas del señor Putin
Como el káiser Guillermo II, el sátrapa ruso piensa que toda potencia que se precie debe tener un imperio
«Este apartado será el del pesimismo», escribe John Maynard Keynes al inicio del sexto capítulo de Las consecuencias económicas de la paz. Keynes formó parte de la delegación británica que acudió a la conferencia de Versalles en 1919. Su propósito era aprovecharla para sentar las bases de la recuperación, pero no tardó en comprobar que la «única incursión en el terreno económico» iban a ser las reparaciones, y que además se abordarían desde cualquier ángulo posible (el político, el electoral, el teológico) salvo «el del porvenir de los Estados cuyos destinos tenían en sus manos». Prevaleció el criterio del primer ministro francés Georges Clemenceau: la guerra civil era el estado natural de Europa y la magnanimidad solo acortaría el intervalo que debía preceder al siguiente e inevitable asalto alemán.
Si los aliados, argumenta Keynes, hubieran fomentado «el comercio y la industria de Alemania durante cinco o 10 años, proporcionándole grandes préstamos y abundantes barcos, alimentos y materias primas», habrían obtenido a cambio «una suma notoriamente mayor» a la fijada en concepto de indemnización. Pero se ha preferido que «Alemania sea empobrecida y sus hijos mueran de hambre y enfermen», y «la venganza, no dudo en predecirlo, no tardará».
La exactitud de este vaticinio («Hitler debería llevar estampado en el fondillo de los pantalones el lema Made at Versalles», dice el historiador Samuel W. Mitcham) labró la reputación de Keynes como economista e inspiraría 25 años después los acuerdos de Bretton Woods, que inauguraron una de las fases más prósperas de la humanidad.
La retórica populista concibe el comercio como un juego de suma cero, en el que lo que gana uno lo pierde otro, pero es un juego de suma variable, que enriquece a todos los participantes. Mediante la importación accedemos a bienes y servicios más baratos y, por tanto, liberamos renta para otros usos. Y cuantos más artículos nos vendan nuestros vecinos, más dinero tendrán para comprar los nuestros. ¿Qué sacamos con machacarlos? Lo inteligente es facilitar su prosperidad.
La lógica librecambista no era desconocida en vísperas del atentado de Sarajevo. En 1910 el periodista Norman Angell había publicado La gran ilusión, un ensayo en el que admite que las conquistas podían haber tenido sentido en el pasado, cuando la mayor parte de los países se autoabastecían. Pero en un mundo tan interconectado como el de la Belle Époque, hasta las naciones más poderosas necesitaban socios comerciales. ¿Qué ocurriría, planteaba, si Alemania se apoderara de Europa? Sería un suicidio, sostenía, porque no encontraría un mercado para su gigantesca producción industrial. Esta «verdad sustancial» la habían comprendido los empresarios, pero muchos ciudadanos aún consideraban que el conflicto era ineludible en determinadas circunstancias.
Entre ellos se encontraba, por desgracia, el káiser Guillermo II.
Un enorme manicomio a cuestas
A comienzos del siglo XX, Alemania era una nación económica y militarmente más fuerte y pujante que Francia, Rusia o Austria. Esto no era, sin embargo, suficiente. Guillermo II echaba en falta el rasgo distintivo de toda potencia que se precie: colonias. No era una cuestión de orgullo. Existía la convicción de que un buen imperio aportaba riquezas, y parece que efectivamente impulsó el comercio, pero su administración y defensa también entrañaba gastos y no estaba nada claro que el balance fuera positivo. Por eso, como explica la historiadora Margaret MacMillan en 1914, Bismarck nunca mostró demasiado interés por expandirse en ultramar. «Mi mapa de África», le dijo a un explorador que pretendía espolear su interés por el continente negro, «está en Europa. Aquí está Rusia y aquí está Francia, y nosotros estamos justo en medio. Este es mi mapa de África». Su sucesor en la cancillería, Leo von Caprivi, compartía este parecer. «Cuanta menos África, mejor para nosotros».
El káiser consideraba, sin embargo, vital mostrar «voluntad colonialista» y, de hecho, había intentado incorporar algún territorio aquí y allá, pero invariablemente había tropezado con las objeciones de Londres. No tardó en darse cuenta de que nunca llegaría a nada sin una flota decente y, en cuanto se desembarazó de Bismarck y Caprivi, encargó al almirante Alfred von Tirpitz que se la procurara.
«La carrera armamentista naval», escribe MacMillan, «es la clave para entender la hostilidad entre Gran Bretaña y Alemania». Al Gobierno de su Graciosa Majestad le ponía los pelos de punta, porque cada vez que enviara sus barcos a la India o África dejaría a merced de la armada germana la metrópoli, que importaba casi el 60% de los alimentos que consumía.
Se resolvió plantar cara al desafío del Reich «con firmeza, pero con calma». Lamentablemente, esta última no duró mucho, debido a la creciente importancia que había cobrado la opinión pública en el debate político. Los artículos alarmistas inflamaban las emociones patrioteras al menor incidente. Lord Salisbury, primer ministro entre 1895 y 1902, comentó que era como «llevar a cuestas un enorme manicomio».
Un presidente para tiempos de guerra
Sería una temeridad pretender condensar en un artículo todas las razones que han llevado a Vladimir Putin a devastar Ucrania a sangre y fuego, pero entre ellas figuran sin duda la vocación imperial y el clamor popular. La primera la evidenció él mismo en 2005, cuando declaró que «el colapso de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo» y un «auténtico drama».
Respecto al clamor popular, Putin asumió la presidencia en agosto de 1999, en medio de la crisis causada por la invasión de Daguestán y una salvaje cadena de atentados en varias ciudades rusas, incluida Moscú. «Es un presidente para tiempos de guerra», dice Fiona Hill, asesora del Consejo de Seguridad Nacional con Donald Trump. «La anexión de Crimea en 2014 también llegó en un momento difícil. Ahora estamos viendo otra gran operación militar a menos de dos años de que se celebren elecciones. ¿Soy yo la única que ve un patrón?».
Las consecuencias económicas están a la vista. A poco que la guerra se prolongue, Occidente sufrirá una recesión. Rusia seguramente ya esté enfangada en ella y, cuando los cañones callen, no le aguarda un futuro halagüeño. Las sanciones dificultarán su acceso al capital y la tecnología, condenándola al estatus, honrado aunque modesto, de proveedor de materias primas. Podría haber obtenido mucho más mediante la diplomacia, pero cree, igual que Clemenceau, que la guerra civil es el estado natural de Europa.
Por eso, como en 1919, el apartado que se abre ahora es el del pesimismo.