En defensa del comisionista
Consultar una agenda y realizar una llamada parecen poco esfuerzo, pero hay que preguntarse si el negocio de que se trate podría haberse materializado sin él
En diciembre de 2008, The Comercial Appeal, un diario de Memphis, Tennessee, colgó de su web una base con el nombre, dirección y edad de todos los portadores de licencia de armas del estado. Lo hizo únicamente con el propósito de ampliar su catálogo de servicios electrónicos y captar tráfico. Su web ya brindaba información sobre los resultados de los exámenes, la calificación sanitaria de los restaurantes o las devoluciones del IRPF que quedaban sin reclamar en Hacienda.
La nueva prestación recibió una tibia acogida, pero un par de meses después un vecino de Cordova mató a otro en el aparcamiento de un centro comercial y miles de internautas se abalanzaron sobre el buscador para curiosear si el homicida tenía o no licencia. De cinco tristes visitas diarias saltó a casi 600.000 y pronto la atención general abandonó la noticia del tiroteo para centrarse en la propia base de datos. Arreciaron las críticas sobre la violación de la privacidad que suponía y un miembro de la Asociación Nacional del Rifle se quejó de que The Comercial Appeal suministraba a los criminales «un camino iluminado hasta las casas de los propietarios de armas».
El efecto fue, sin embargo, el opuesto. Un artículo de los investigadores Alessandro Acquisti y Catherine Tucker ha demostrado que, a raíz de la iniciativa, los asaltos domiciliarios se habían desviado hacia los distritos postales con menos licencias. «Los delincuentes», escriben Acquisti y Tucker, «realizaron un uso estratégico de la información para evaluar las probabilidades de consumar su delito con éxito».
Antes de que The Comercial Appeal les ofreciera amablemente la dirección de los ciudadanos inermes, los criminales debían invertir tiempo y dinero para obtenerla (o arriesgarse a allanar la casa que no debían). Estos costes se denominan de transacción y, hasta que Ronald H. Coase no llamó la atención sobre ellos en 1937, se daba por supuesto que eran irrelevantes. Como le habían enseñado sus profesores de la London School of Economics, el sistema de precios facilitaba a los agentes cuanto necesitaban para coordinarse. El encarecimiento de un determinado bien alertaba a los productores de que fabricaran más y a los consumidores, de que compraran menos. Seguir esas indicaciones era el modo más eficiente de asignar recursos y por eso la planificación soviética estaba abocada al fracaso.
Aunque la historia acabó dando la razón a los profesores de la LSE y el capitalismo ganó la Guerra Fría, Coase observaba que en ámbitos menos generales la planificación era la norma. Todos trabajamos en organizaciones donde las cosas se hacen porque lo dice el director general, no el mercado. «Si un empleado se traslada de un departamento a otro», escribe Coase, «lo hace no por un cambio en los precios relativos, sino porque se lo ordenan». Las empresas son como «cuajarones» de planificación flotando en el «balde de suero» del mercado libre. ¿Por qué algunas actividades eran coordinadas por las compañías y otras se dejaban en manos del juego de la oferta y la demanda?
La respuesta de Coase es que recurrir sistemáticamente al mercado no es práctico. Hay que averiguar quiénes hacen el qué, cuánto cobra cada cual, abrir una negociación… A una pyme le puede compensar tener externalizada la gestión de impuestos, pero a medida que su facturación crezca le traerá cada vez más cuenta meter a un fiscalista en nómina.
Por eso hay empresas. Y comisionistas.
La risa del comisionista
Piense en algunos actos triviales que realiza a diario. Para tomarse un bocadillo de jamón no ha tenido que sacrificar personalmente el cerdo ni amasar con sus manos desnudas la harina. Ha pagado al carnicero y al panadero. Quizás no sean los mejores ni los más baratos, pero también el tiempo de usted tiene un coste y, mientras no se suban a la parra, seguirá confiando en ellos. Forman parte de la larga cadena de intermediarios que nos facilitan la existencia y nadie cuestiona que deba remunerárseles por ello.
Un comisionista no es distinto.
—Hombre —me dirá—, el carnicero y el panadero aportan un valor material y concreto, pero, ¿qué hace el comisionista? Consulta una agenda, realiza una llamada y se embolsa un porcentaje.
Parece, en efecto, poca cosa, pero lo primero que hay que preguntarse es si la operación que intermedian se podría materializar sin su concurso. La respuesta es que seguramente no. Si es usted el padre afortunado del próximo Messi, ¿cómo llega hasta la dirección técnica del Barcelona? No sabría ni por dónde empezar. Un agente, por el contrario, le pondría rápidamente en contacto con el club. Conoce a sus gestores y, más importante aún, lo van a atender cuando los llame.
¿Y están justificadas las millonarias cantidades que se llevan? «Menuda mierda es ganar eso con solo descolgar el teléfono», se lamenta el columnista Salvador de Foronda refiriéndose a la obscena suma ingresada por Alberto Luceño y Luis Molina con la venta de mascarillas al Ayuntamiento de Madrid. «Se ríen», añade, «de aquellos que se levantan cada día a las cinco de la mañana para ganar 1.000 euros al mes y volver a casa con una sonrisa». Y concluye que «la vida es estúpida, el mundo es injusto, el destino incierto y la sociedad idiota».
Tiene toda la razón. Incluso aunque los tribunales determinen que Luceño y Molina no han perpetrado delito alguno, la vida es estúpida, el mundo es injusto, el destino incierto y la sociedad idiota. Hasta Friedrich Hayek (aquí mismo lo hemos comentado) reconocía que las recompensas materiales que otorga el mercado no se corresponden con lo que las personas reconocemos como virtuoso. Desde un punto de vista ético, ¿quién hace una aportación más relevante a la sociedad? ¿El mejor jugador de fútbol o un maestro de escuela decente?
El precio del tornillo
En Las chicas de la Cruz Roja, el mecánico que encarna Tony Leblanc arregla en un instante el coche a un atribulado conductor.
—¿Se debe algo? —le dice este.
—Veinte duros —contesta Leblanc.
—¡Hombre, 20 duros por apretar el tornillo!
—No, eso es gratis. Los 20 duros son por saber qué tornillo apretar.
Aunque a menudo se insiste en que vivimos en la era de la información, esta siempre ha sido esencial para prosperar. Felipe III obligó en 1609 a los moriscos a abandonar España con lo puesto, pero el comerciante Mustafá de Cárdenas no tuvo problemas en rehacer su posición en Túnez gracias a sus contactos con Estambul y al dominio de la lengua árabe. Igual que el buscador de The Comercial Appeal, Cárdenas disponía de conocimientos esenciales para la buena marcha de los negocios. Y si tantos estuvieron dispuestos a pagar las cantidades que le permitieron morir multimillonario es porque los costes de transacción no son en absoluto irrelevantes. Douglass North realizó en 1970 una evaluación aproximada del sector dedicado a solventarlos (abogados, financieros, asesores, consultores y demás comisionistas) y le salió un número impresionante: suponían el 55% del PIB en Estados Unidos.