Cómo puede acabar la UE empantanada en la pesadilla macroeconómica de la estanflación
Las primas de riesgo de Italia, Grecia y España vuelven a copar los titulares, pero con la diferencia de que hoy no cabe otro «Whatever it takes» como el de 2012
Nadie se ha formado grandes expectativas sobre la Conferencia Mundial de Inversores que debe celebrarse aquel 26 de julio de 2012 en Londres. En su biografía Mario Draghi: el artífice, los periodistas de Bloomberg Jana Randow y Alessandro Speciale cuentan que la reunión es un invento del premier David Cameron para captar capitales. El propio presidente del Banco Central Europeo (BCE) indica a los panelistas con los que comparte mesa: «Tomaos todo el tiempo que queráis. Yo no tengo mucho que decir». Draghi ha ido a reiterar su mensaje de que la moneda única es irreversible y que quienes apuestan por su ruptura están muy equivocados.
Hasta ese momento, el carácter más bien lírico y poco ejecutivo de las medidas adoptadas para combatir los ataques contra la deuda soberana de los GIPSI (el escasamente correcto acrónimo con que se conoce a Grecia, Italia, Portugal, España e Irlanda) ha impresionado poco a los especuladores. Las primas de riesgo están desbocadas (7,56% ha llegado a marcar el bono hispano a 10 años) y, cuando Draghi inicia su intervención comparando el euro con un abejorro «que no debería volar, pero lo hace», muchos de los presentes en Lancaster House sacuden la cabeza escépticos y piensan: más palabras, más poesía, más de lo mismo.
Entonces, escriben Randow y Speciale, a los seis minutos de arrancarse y tras repetir que el euro está aquí para quedarse y blablablá, el presidente inspira profundamente y, mientras pasea desafiante su mirada por el auditorio, añade: «Quisiera decirles otra cosa. En el ámbito de nuestro mandato, el BCE está dispuesto a hacer lo que sea necesario para preservar el euro». Y tras una breve pausa valorativa, remacha: «Y créanme, será suficiente».
«No lo sé»
Una década después, persisten las dudas de si el propio Draghi era consciente del oleaje que iban a levantar aquellas tres palabras: «Whatever it takes». Mientras desciende del estrado, consulta a Regina Schüller, su responsable de comunicación:
—¿Cómo he estado?
—Creo que tengo trabajo por delante —responde ella.
—¿En serio? —comenta él, incrédulo.
Esa misma mañana, los líderes europeos abrasan a llamadas a sus banqueros centrales. «¿Qué ha prometido Draghi? ¿Qué ha querido decir con eso de Whatever it takes?» Las respuestas que les llegan de vuelta tienen también tres palabras: «No lo sé».
Como estamos habituados a que los banqueros centrales hablen en clave, muchos de esos líderes europeos razonan para sí: «No lo sabe, no lo sabe… ¡Seguro! ¡Menudo zorro!» Pero la realidad descarnada es que no lo sabe, porque no depende de él. Sobre la mesa del Consejo de Gobierno del BCE hay varias propuestas. Aunque los estatutos de la institución le impiden embarcarse en la compra ilimitada de deuda, como pretende Estados Unidos, Draghi ha incorporado una cláusula de condicionalidad. Las países que se acojan al programa deberán comprometerse a realizar reformas. Así, vocal a vocal, ha ido rompiendo las reticencias de sus colegas.
¿De todos? No. Un irreductible alemán resiste ahora y siempre: Jeins Weidmann, el representante del Bundesbank.
Un trágico error
La épica defensa de la ortodoxia monetaria de Weidmann había tenido un precedente idéntico al otro lado del Atlántico. Entre 2008 y 2014, la Reserva Federal imprimió más de 3,5 billones de dólares. «Para poner la cifra en perspectiva», escribe Christopher Leonard en Politico, «es aproximadamente el triple de todos los billetes creados por la Fed en sus primeros 95 años de existencia». El presidente Ben Bernanke pretendía conjurar con ello el riesgo de deflación. Tras la quiebra de Lehman Brothers, había reducido a cero los tipos de interés, pero la actividad no despegaba. Temeroso de una japonización de la economía, pensó que había que inundar los bancos de dinero barato.
El concepto no era nuevo. Ya se había usado con ocasión de alguna emergencia. La originalidad de Bernanke consistía en recurrir a ella en tiempos de relativa normalidad, como medida de estímulo. Tuvo que emplearse a fondo para convencer a los distintos miembros del el Comité Federal de Mercado Abierto (FOMC, por sus siglas en inglés) y, como Draghi años después, tuvo éxito con todos menos uno: Thomas Hoenig, el presidente del Banco de Kansas.
Hoenig había sido testigo de cómo había acabado la última alegría monetaria. «La Gran Inflación [de 1965 a 1984] », escribe el economista Allan Meltzer en su monumental Historia de la Reserva Federal, «se produjo como consecuencia de una política que anteponía la creación de empleo al control de los precios». Fue un trágico error. El exceso de liquidez incentivó la asunción de riesgos y por todo el país brotaron infinidad de burbujas de activos que aumentaron la desigualdad, porque los activos suelen estar en manos de los ricos. Y en 1979, cuando el IPC estaba irremediablemente desbocado, Paul Volcker tuvo que subir los tipos hasta el 20%, desatando una catarata de quiebras.
Habían renunciado a la estabilidad por el empleo y, al final, no habían tenido ni estabilidad ni empleo.
La inflación que nunca fue
Hoenig encadenó la ristra de noes más larga de la historia de la Reserva Federal. Fue una lucha desigual. «A lo largo de 2010», cuenta Leonard, «las votaciones del FOMC se saldaron con un rutinario 11 a uno. Hoenig se retiraría de la Fed a finales de 2011 como el hombre que se equivocó».
Sus augurios no se cumplieron, efectivamente. Ni en Estados Unidos ni en Europa. De hecho, lejos de dispararse, el IPC cayó por debajo de cero en los siguientes ejercicios. Según el famoso apotegma de Milton Friedman, «la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario». Se produce cuando el crecimiento del dinero en circulación supera el del PIB y acaba habiendo más billetes por cada bien o servicio. Como sucede con cualquier otro producto, la oferta excesiva de billetes provoca una devaluación, que nosotros percibimos como un encarecimiento de la cesta de la compra.
¿Por qué se incumplió el postulado friedmanita? «La respuesta», aclara la Investopedia, «es que los bancos acapararon el dinero para apuntalar sus balances», donde aún quedaban por sanear los «préstamos impagados y activos tóxicos» que les había legado «el estallido de la burbuja inmobiliaria».
Sea como fuere, pocos dudaban de que esas inyecciones de efectivo terminarían filtrándose a la economía real y la idea era que, a la primera señal, los banqueros centrales sacaran el aspirador y las succionaran rápidamente. Tanto la Fed como el BCE disponían de las herramientas y la determinación necesarias para impedir una escalada de precios.
El problema es que esto se dice más deprisa de lo que se hace.
La insatisfactoria vía media
En 2018 la Fed decidió que la situación se había normalizado y empezó a contraer su balance. Durante unos meses, dejó de recomprar los títulos a medida que maduraban. Llevaba desinvertidos en torno a 700.000 millones de dólares cuando, en setiembre de 2019, los nervios se apoderaron de los mercados monetarios, donde se intercambian los activos de plazo más corto. Justamente por ahí había empezado el lío en octubre de 2008, así que Jerome Powell frenó en seco las ventas cuando apenas se había deshecho de un 20% de todo lo adquirido desde la Gran Recesión.
Y hablamos de 2019. Las condiciones de presión y temperatura eran extremadamente favorables. Ni teníamos pandemia ni Rusia había invadido Ucrania ni el petróleo y el gas estaban por las nubes. ¿Van a poder los bancos centrales reanudar ahora la contracción de sus balances?
La pregunta, por desgracia, no es si van a poder, sino cómo van a hacerlo. Porque si no drenan liquidez, facilitan la escalada de precios y, si se les va la mano con el aspirador, nos abocarán a la recesión.
Tanto el BCE como la Fed han apostado por una vía intermedia. «Así», escribía el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, en abril, «en el hipotético caso de episodios de fragmentación […], las reinversiones del PEPP [Programa de Compras de Emergencia frente a la Pandemia] podrán ajustarse de manera flexible en el tiempo, entre clases de activos y entre jurisdicciones». O sea, si se ve que los especuladores exigen una rentabilidad disparatada por los bonos italianos o griegos, no se preocupen, Christine Lagarde los recomprará.
La subida de tipos también va a ser gradual, pero ¿bastará para sortear el temporal? Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, considera «poco probable» que llevarlos al 2% o al 3% pueda aplacar la inflación. «Me temo que van a tener que aumentarlos hasta el 4% o el 5%».
¿Les parece mucho a ustedes el 5%? Pues con los precios aumentando a tasas del 9% aún dejaría los tipos reales en terreno negativo. El profesor del IESE Javier Díaz-Giménez me explicaba este fin de semana que si para anclar el IPC en torno al 2% se consideraba que había llevar el precio del dinero al 4%, ahora habría que irse hasta el 10%. Eso igual lo aguantaban los alemanes, pero difícilmente los españoles y no digamos ya los italianos.
Una pesadilla macro
Después de su bravata en Lancaster House, Draghi no necesitó gastar ni un céntimo. «Durante las semanas posteriores», recuerdan Randow y Speciale, «en la eurozona los tipos de los títulos siguieron bajando y se extendió una sensación de calma». El Gobierno español, que era uno de los principales defensores de las OMT (Transacciones Monetarias sin Restricciones, por sus siglas en inglés) y el único que cumplía los requisitos para solicitarlas, se mostró reacio a hacerlo, porque a Mariano Rajoy no le gustaban «las condiciones previstas en el plan y el estigma que habría supuesto para el país».
La normativa ni siquiera se completó. «Un funcionario del BCE que trabajó en el programa», dicen Randow y Speciale, «estima que la versión que conserva en un cajón está completa al 95%». Las lagunas únicamente se rellenarían en 2015, cuando Draghi lanzó el Programa de Compra de Activos.
Desde entonces, el balance del BCE ha pasado del 20% del PIB de la eurozona al 63%. Sin semejante expansión, la actividad habría sido probablemente mucho más débil, pero ¿ha merecido la pena? Las primas de riesgo vuelven a copar los titulares, aunque con la diferencia de que no cabe otro Whatever it takes. En 2012, los especuladores creían que Draghi nunca se atrevería a disparar el bazuca. Hoy saben que Lagarde no puede.
«Yo siempre he defendido que no va a haber estanflación», dice Díaz-Giménez, «pero lo digo con la boca cada vez más pequeña, porque la situación es complicada. La inflación no va a ceder, por la guerra de Ucrania, que ahora nos ha abierto un nuevo frente en Argelia. Y con una doble contracción fiscal y monetaria, tampoco queda margen para impulsar el crecimiento. Es una pesadilla macro…»