THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Los grandes imperios coloniales son un pésimo negocio; pregúntennos si no a los españoles

A pesar del discurso noventayochista, la decadencia de España no tuvo nada que ver con la pérdida de las colonias. Fue el fruto de una desastrosa administración

Los grandes imperios coloniales son un pésimo negocio; pregúntennos si no a los españoles

Todas las toneladas de oro y plata que Hernán Cortés y otros conquistadores trajeron de América nos hicieron más pobres. | Biblioteca Nacional

Explicaba hace unos días José Ángel Mañas en El Mundo que la Primera Guerra Mundial fue, en realidad, un conflicto civil europeo de consecuencias «catastróficas para el continente», porque «perdió todas sus colonias y se inició aquel proceso de descolonización que hubo de empobrecer considerablemente a todas las partes».

Esta idea de que no eres nadie si no tienes un imperio estaba muy extendida justamente en vísperas del magnicidio del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. Margaret McMillan cuenta en 1914 que a finales del siglo XIX causaban furor en Alemania las teorías del historiador Heinrich von Treitschke. «Todas las naciones a lo largo de la historia», decía en sus conferencias, «tuvieron el impulso de imprimir el sello de su autoridad sobre los bárbaros».

Imprimir ese sello se convirtió en una obsesión para Guillermo II, que impulsó la creación de una flota equivalente a la británica. Como proclamaría su canciller Bernard von Bülow ante el Reichstag en 1897, se habían acabado «los tiempos en que el alemán dejaba la tierra a uno de sus vecinos, el mar al otro y se quedaba para sí los cielos».

El káiser y sus secuaces no eran ninguna excepción. Entre los gobernantes de todo Occidente había arraigado la convicción de que las colonias aportaban a sus dueños, además del beneficio intangible del prestigio, el muy tangible del comercio y la prosperidad.

Nada más peligroso ni, ay, equivocado.

El origen de la pobreza de España

«Hacia 1500», escriben los investigadores Carlos Charotti, Nuno Palma y João Pereira dos Santos, «España era uno de los estados más ricos del planeta y una potencia de primer orden. Dos siglos después, se había convertido en un pueblo atrasado», que había entrado en «una fase de declive económico acompañada por una decadencia cultural y un retroceso hacia fórmulas de gobierno absolutistas».

Se han barajado distintas explicaciones. José Ortega y Gasset defendía que éramos una nación «invertebrada», con un poder central congénitamente débil. En el reparto de tribus posterior a la deposición de Rómulo Augústulo nos habían tocado los visigodos, unos «germanos alcoholizados de romanismo» que llegaron «extenuados» a las provincias hispanas y fueron incapaces de imponerse a los particularismos para dotar a la península de cohesión. Este razonamiento no se compadece, sin embargo, con los hechos. La vertebración de España en tiempos de los Austrias era la propia de la época. Su mercado, señalan Charotti et al., estaba tan integrado como el de sus vecinos y su hacienda mostraba un poderío recaudador similar.

También se ha culpado del atraso a la religión, pero la tesis weberiana sobre la ética protestante del trabajo y el espíritu del capitalismo tampoco resiste el contraste con la realidad. El segundo país donde prendió la revolución industrial fue la muy católica Bélgica y la obediencia al Papa no supuso un obstáculo para que Francia e Italia se incorporaran a la modernidad.

Finalmente, Daron Acemoglu argumenta que las instituciones democráticas eran poco vigorosas en la España medieval, lo que habría retrasado la ruptura del control que la monarquía ejercía sobre la actividad mercantil. Lo cierto, sin embargo, es que los parlamentos se reunían tan a menudo en la península ibérica como en Inglaterra, aunque todo cambiaría en la segunda mitad del siglo XVI, como consecuencia justamente de las colonias.

Esta casa es una ruina

A partir de 1530, la afluencia de plata y oro del Nuevo Mundo desató en la metrópoli una espiral inflacionista que se prolongaría durante dos siglos. El método de Charotti et al. para cuantificar su intensidad es construir una «España sintética» y comprobar qué le hubiera sucedido de no haber recibido remesas de metales. Sus estimaciones sugieren que el nivel de precios hubiera sido un 200% inferior.

Como consecuencia de este encarecimiento, el tipo de cambio se apreció, socavando la competitividad de la hasta entonces boyante manufactura nacional. Charotti et al. encuentran una abundante casuística en la Historia Económica de España de Jaime Vicens Vives. En 1622, por ejemplo, apenas salieron de Santander 11 barcos y 605 sacos de lana, frente a los 66 barcos y 17.000 sacos de cinco décadas atrás.

La depresión se abatió asimismo sobre Castilla. Cuenca, que era en el XVI una «vibrante y dinámica ciudad de tamaño medio», había quedado reducida tres siglos después a un fantasma, con una exigua producción destinada casi en su totalidad al mercado interior. La propia Burgos implosionó. Pasó de 20.000 habitantes en 1575 a 3.000 en 1646. «El sistema urbano de Castilla», concluye Vicens Vives, «había dejado de existir».

En el ámbito político, los metales preciosos de América permitieron a la Corona financiarse sin necesidad de negociar impuestos, con lo que las cortes regionales dejaron de convocarse. Fue entonces, y no antes, cuando tuvo lugar ese deterioro institucional al que Acemoglu atribuye la tardía industrialización de España.

La anti-Suiza: muchas posesiones y poca gestión

No voy a discutir el beneficio intangible de un imperio. El placer íntimo que procura ir por ahí imprimiendo el sello de tu autoridad quizás compense a muchos hasta el extremo de anteponerlo a su propia vida y la de sus compatriotas. Allá ellos.

Ahora bien, en el terreno estrictamente práctico, los números no salen. Por supuesto que el comercio es estupendo, pero no hace falta sojuzgar a nadie para practicarlo. Piensen en los suizos. Llevan siglos sin meterse con nadie y les va tan ricamente. La clave de su bienestar no radica en un amplio inventario de posesiones, sino en lo bien que las gestionan.

España vendría a ser todo lo contrario, la anti-Suiza: muchas posesiones y poca gestión. Su decadencia no tuvo nada que ver con la pérdida de las colonias. Fue fruto de la mala administración. El navarro Martín de Azpilicueta había denunciado en fecha tan temprana como 1556 que la llegada de los metales de América estaba envileciendo la moneda, pero, lejos de hacerle caso, los Austrias avivaron la llama inflacionaria con déficits recurrentes hasta provocar un pavoroso incendio.

Aunque los corsarios ingleses y holandeses no nos hubieran arrebatado ni un galeón (un problema, por cierto, muy exagerado por Hollywood), nos habríamos ido a pique igualmente nosotros solitos. Más deprisa, incluso.

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