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La otra cara del dinero

Meter miedo a la gente no está funcionando para combatir el calentamiento global

El Nobel de Economía William Nordhaus invita a reaccionar cuanto antes, pero como adultos, alineando los incentivos en lugar de chillar estérilmente que viene el lobo

Meter miedo a la gente no está funcionando para combatir el calentamiento global

El secretario general de la Organización de las Naciones Unidas dice que vamos por una autopista hacia el infierno climático. | Europa Press

Resignarnos a que la temperatura media del planeta aumente más de 1,5°C respecto de la era preindustrial equivaldría a «una sentencia de muerte», declaró melodramáticamente el ministro de Asuntos Exteriores de las islas Marshall en 2015. La Conferencia de las Partes (COP, por sus siglas en inglés) celebrada en París ese mismo año tomó nota y oficializó el objetivo. Se decidió limitar los gases de invernadero de modo que no se rebasaran esos 1,5ºC.

«Nadie se ha acordado, sin embargo, de avisar al pelotón de ejecución», ironiza hoy The Economist. El mundo está ya 1,2ºC más caliente que en la era preindustrial y, aunque las precipitaciones, las tormentas y las sequías se han vuelto más extremas y letales, la vida sigue igual. Lejos de reducirse, la generación de CO2 no ha dejado de incrementarse. Antonio Guterres, el director general de la ONU, insiste en que «vamos por una autopista hacia el infierno climático, con el pie apoyado en el acelerador».

¿Por qué somos tan irresponsables?

Hábil ejercicio de maquiavelismo

«La economía del cambio climático no es difícil de entender», escribe el Nobel William Nordhaus. «La combustión de carburantes fósiles arroja a la atmósfera CO2, lo que conlleva un impacto potencialmente dañino para el medio ambiente. Es lo que [los economistas] llamamos externalidad», y se produce cuando quien origina el perjuicio no paga por él y quien lo sufre no recibe compensación.

Los mercados no son nada eficientes lidiando con este problema, pero la solución teórica tampoco es complicada. Consiste en elevar el precio de la externalidad, en este caso la emisión de gases de invernadero, gravándola con un impuesto especial, por ejemplo. Eso reduce automáticamente la demanda por parte de los fabricantes y estimula la búsqueda de alternativas.

Por desgracia, no se trata de algo sencillo de llevar a la práctica. Las dificultades son de varios órdenes. La primera, como ya comentamos aquí la semana pasada, tiene que ver con los incentivos. Se trata de suscribir un acuerdo que obliga a adoptar hoy a escala nacional sacrificios cuyos beneficios se diluyen en el espacio y el tiempo. Esta estructura de costes locales e inmediatos y resultados globales y remotos te sitúa ante un delicado dilema: cooperar y arriesgarte a que los demás no lo hagan, con lo que haces el canelo, o mantenerte al margen y confiar en que los demás cooperen, con lo que disfrutas de todas las ventajas sin exponerte a ninguno de los inconvenientes. La solución suele ser un hábil ejercicio de maquiavelismo: en público insistes en la imposición de rigurosas cuotas de CO2 y luego, en privado, te las saltas.

Los mercaderes de la duda

La segunda gran dificultad es que el calentamiento global no afecta a todos por igual: hay ganadores y perdedores. En general, las compañías más golpeadas son las eléctricas, las cementeras y las petroquímicas, importantes poderes fácticos que, como es lógico, intentan preservar los legítimos intereses de sus accionistas.

Nordhaus considera, no obstante, que los enemigos más formidables de la agenda medioambiental son los «mercaderes de la duda», es decir, esos expertos de alto nivel que se dedican a socavar las conclusiones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) arrojando sombras sobre su solvencia. Por ejemplo, en una carta publicada en enero de 2012 en The Wall Street Journal, 16 prestigiosos académicos instaban a no dejarse «llevar por el pánico». Argumentaban que no estamos seguros sobre lo que supondrá el cambio climático y recomendaban esperar 50 años antes de dar ningún paso drástico.

En este terreno, Nordhaus es meridiano. «El calentamiento global», afirma tajante, «es una amenaza significativa para las personas y la naturaleza». Es verdad que en el pasado hubo otros cambios impulsados por erupciones volcánicas o alteraciones en la órbita de la Tierra, pero el actual «está causado, en gran medida, por la actividad humana». Y recoge una cita del IV Informe de Evaluación del IPCC: «No hay ningún modelo climático que, partiendo únicamente de factores naturales, reproduzca la tendencia de calentamiento que se ha observado en la segunda mitad del siglo XX».

El club del clima

El dilema del gorrón y las presiones de los fácticos ya han frustrado los intentos de la humanidad para frenar la proliferación nuclear, la pesca excesiva, la basura espacial o la ciberdelincuencia. ¿Por qué iba a ser distinto el calentamiento global? ¿No deberíamos asumir que el desafío nos viene demasiado grande y concentrarnos en la adaptación?

Nordhaus no lo cree, por dos razones. Primero, porque la adaptación tiene unos costes superiores a una reducción razonable de los gases de efecto invernadero. Y segundo, porque el currículum de la humanidad también incluye éxitos de colaboración. El más citado es el Protocolo de Montreal, que ha erradicado los CFC que se estaban comiendo la capa de ozono, pero en este lado del Atlántico tenemos a mano uno aún más ambicioso y contundente: la Unión Europea. Sus miembros incorporan las normas comunitarias a su legislación nacional y, cuando las incumplen, pagan cuantiosas multas. ¿Por qué? Porque les conviene formar parte de ese selecto club de naciones ricas.

Es el mismo arreglo que Nordhaus propone para combatir el calentamiento global: la constitución de un club del clima, cuyos socios sufrirían penalizaciones cada vez que se saltaran los compromisos de emisión. ¿Y quién tendría interés en formar parte de una organización semejante? Nordhaus considera que, una vez alcanzada una masa crítica de integrantes, los motivos para sumarse serían poderosos, porque las importaciones de los no miembros quedarían sujetas a aranceles punitivos.

Un telescopio borroso

«¡Tenemos que provocar miedo!», le conminó Al Gore a Hans Rosling cuando en 2009 coincidieron en Los Ángeles, entre los bastidores de un evento de TED. Rosling era un modesto médico sueco que se había convertido en una celebridad gracias a los maravillosos gráficos animados en los que demuestra que las cosas están mejor de lo que pensamos. Sentía un «enorme respeto» por la labor divulgativa del exvicepresidente de Bill Clinton, pero se quedó de una pieza cuando Gore le propuso elaborar unos gráficos a partir de «los cálculos más dramáticos», que mostraran «el peor escenario posible como si fuera seguro».

Esta ha sido la estrategia dominante entre los activistas contra el calentamiento global: el recurso constante a metáforas catastrofistas, como la «sentencia de muerte» del ministro de Exteriores de las Islas Marshall o la «autopista hacia el infierno» de Guterres.

Se trata de una estrategia equivocada y deshonesta. Equivocada, porque está claro que no funciona, y deshonesta, porque nadie sabe con seguridad qué va a suceder. El investigador de la Universidad de Chicago David Weisbach recuerda que los modelos que se emplean para simular la evolución del clima «tienen una gran cantidad de defectos». El propio Nordhaus los compara con un rudimentario telescopio que nos proporcionara una visión borrosa. Es mejor que nada, pero comporta una dosis apreciable de incertidumbre.

A pesar de todo, lo que se vislumbra es bastante inquietante y Nordhaus nos invita a reaccionar cuanto antes, pero como adultos, alineando los incentivos para sortear el dilema del gorrón, en lugar de chillar estérilmente que viene el lobo y echarse luego a dormir.

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