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Calentamiento global: Israel pone el foco en la adaptación, antes que en la mitigación

Mientras en Occidente nos rasgamos las vestiduras con el calentamiento global, allí se han dado cuenta de que es una excelente oportunidad de hacer negocio

Calentamiento global: Israel pone el foco en la adaptación, antes que en la mitigación

No tenemos más que un planeta, como dice el cartel de este manifestante francés, pero existen planes alternativos a la reducción radical de las emisiones. | AP Photo / François Mori.

«Nos pasamos el día hablando del calentamiento global», dice Gideon Behar, «pero después de las COP [Conferencias de las Partes] de París en 2015 y de Glasgow en 2021, el año pasado volvimos a batir un nuevo récord de emisiones de CO2». Behar es embajador especial para el Cambio Climático del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel. Nos recibe en un hotel de Tel Aviv, en el marco de un apretado viaje de prensa organizado por la Asociación de Periodistas de Europa e Israel (EIPA, por sus siglas en inglés). «Los fenómenos meteorológicos extremos», sigue Behar, «las olas de frío y de calor, las sequías y los incendios van a más». Y se pregunta retóricamente: «¿Qué podemos hacer?»

La respuesta teórica no es complicada. Como expone en su web el Nobel de Economía William Nordhaus, el calentamiento global se atajaría subiendo el precio de los gases contaminantes. Sucede, sin embargo, que, en primer lugar, habría que subirlos mucho. «Es un problema de un billón de dólares», dice Nordhaus, «que requiere una solución de un billón de dólares». Y en segundo lugar hay que sortear un fallo de mercado conocido como síndrome del gorrón. Supongamos que un Gobierno gasta 100 millones en reducir sus emisiones y logra que los daños globales se rebajen en 200 millones. Parece una buena operación, pero esa rebaja debe repartirse entre todas las naciones, incluidas las que no han hecho ningún esfuerzo, con lo que habría obtenido un beneficio muy inferior a su inversión de 100 millones.

Existe, por tanto, un fuerte incentivo a apoyar la adopción de un gran acuerdo a escala internacional, para saltárselo luego a escala nacional. Es lo que estamos viendo: «un equilibrio de parasitismo no cooperativo», como lo llama Nordhaus, en el que unos pocos acometen iniciativas serias y los demás se ponen de perfil.

«Muchos políticos quieren sinceramente reducir las emisiones», reconoce Behar, «pero no saben cómo lograrlo» sin sangrar a sus contribuyentes ni suicidarse electoralmente.

¿Qué podemos hacer, entonces?

Coerción contra el calentamiento global

Tras el obligado tour de Jerusalén, la EIPA ha programado una cena con algunos representantes del Centro Interconfesional para el Desarrollo Sostenible, una ONG que intenta sensibilizar a sus comunidades respectivas sobre los asuntos medioambientales. Su fundador es el rabino Yonatan Neril, que nos explica cómo la tradición judía enseña que la humanidad únicamente es digna de gobernar la Tierra si se comporta con rectitud y actúa como administradora de buena fe.

Por parte de los musulmanes interviene la arquitecta Yasmin Barhum, que tiene las ideas, me parece a mí, bastante claras. «La religión», declara sin tapujos, «sirve para difundir la verdad entre quienes no son capaces de entenderla». Barhum dice que está muy bien que hayamos cobrado conciencia de lo malo que es viajar en avión y todo eso, pero cree que llegamos tarde y nos relata las discusiones con su suegra y sus cuñadas porque no reciclan y usan el plástico sin tasa. Al final, concluye, la clave es acabar con el capitalismo, que es el origen del consumo desbocado que está destruyendo el planeta.

Lo de la suegra y las cuñadas no pasa inadvertido a uno de mis colegas, que le pregunta qué opina de que la explanada del Muro de las Lamentaciones esté llena de sillas de plástico. Hay que ver las cosas en su contexto, responde Barhum. Judíos y musulmanes han superado sus diferencias para compartir un espacio y, si tienen la flaqueza de usar sillas de plástico, debemos ser comprensivos.

Me parece perfecto, pero entonces, ¿qué pasa con la suegra y las cuñadas? ¿No debemos ser igualmente comprensivos con ellas? Y si no, ¿por qué? ¿Quién decide lo que es lícito y lo que no en materia de protección ambiental? ¿Greenpeace? ¿El papa?

La coerción, política o religiosa, es siempre una tentadora opción para zanjar cualquier conflicto, y el calentamiento global no es una excepción. Por fortuna, no hace falta salir de Israel para encontrar otras propuestas más liberales.

Exprimir el desierto gota a gota

«Nosotros ponemos el foco en la adaptación, más que en la mitigación», me dice Sivan Cohen, la directora de la DesertTech Community. En este centro del desierto del Néguev se investigan métodos de cultivo en climas áridos. Esta fue una obsesión de David Ben-Gurion, el primer jefe de Gobierno de Israel. «El Néguev ofrecía para él varios atractivos», cuenta el abogado y emprendedor Seth Siegel en Hágase el agua. Proporcionaba, por un lado, una salida al mar Rojo y una barrera natural frente a un posible ataque egipcio desde el Sinaí y, por otro, tierra de labranza. Por eso se cuidó de ir apostando allí colonos antes de la independencia y en 1947, cuando «la Organización de las Naciones Unidas envió un comité a Palestina para estudiar cómo debía repartirse la región», se encontró con «el Néguev marginalmente ocupado por agricultores judíos» y otorgó al nuevo estado aquella comarca baldía.

Hoy viven en ella más de un millón de personas, el 13% de la población del país. Y como imaginó Ben-Gurión, producen toneladas de alimentos gracias a una de las grandes aportaciones de la ingeniería israelí: el riego gota a gota.

«Cuando [en 1996] llegamos aquí», recuerda Boaz Dreyer, el dueño de la bodega Shefa, «esto era un páramo. Todos nos advirtieron que íbamos a fracasar, pero las viñas son más listas que los expertos. Plantamos merlot y cabernet sauvignon [dos variedades de uva] y el resultado», añade blandiendo una botella, «en seguida lo van a comprobar». Aunque yo no soy un avezado catador, sí los hay entre mis colegas y todos convenimos en que los caldos de Dreyer no tienen nada que envidiar a los que habitualmente se despachan en Europa.

«Esto es 99% arena, no hay nada más», nos cuenta el antiguo enfermero Sharon Cherry junto al invernadero en el que ahora se dedica a cultivar okra. «Mientras de un suelo rico nunca estás seguro qué te va a salir, porque está cargado de sales y nutrientes que se mezclan con lo que siembras, el del Néguev es como un paciente al que tienes puesta una vía: sabes en todo momento lo que le está entrando por la vena. El control es total».

A Dios rogando y con el mazo recaudando

Antes de abandonar el desierto, hacemos una parada en la central solar de Ashalim. Su descomunal espejo parabólico nos vigila como el ojo de Sauron desde lo alto de una torre de 260 metros. A su pie, unos cartelitos ofrecen al visitante algunos detalles técnicos: su potencia es de 121 megavatios, la mitad que un ciclo combinado, y suministra el 50% de la electricidad que se consume en la zona. «Hay quien resalta lo negativo del desierto, la falta de agua y el calor», dice Cohen. «Pero también ofrece ventajas, como un montón de horas de luz que pueden resolver los problemas de energía».

Este pragmatismo se pone de relieve en toda la estrategia israelí contra el cambio climático. Mientras en el resto del planeta nos rasgamos las vestiduras, aquí se han dado cuenta de que es una espléndida oportunidad de forrarse.

High Hopes Labs se dedica, por ejemplo, a la captura de CO2. Ha comprobado que los dispositivos que lo hacen a temperatura ambiente son muy ineficientes y que es mucho más fácil cuando está congelado, así que lo recoge a 15 kilómetros de altura con unos globos.

ECOncrete comercializa unos bloques de hormigón para rompeolas que preservan la biodiversidad y cuya fabricación emite menos gases de invernadero. En Málaga, Vigo y Mallorca ya los están usando.

UBQ aprovecha la porquería de los vertederos para elaborar un sucedáneo del plástico completamente degradable. «Donde otros ven basura», alardea su web, «nosotros vemos una revolución de los materiales».

Biogas se ocupa de los desechos orgánicos. Sus biodigestores los transforman en metano para cocina o calefacción, con lo que el ahorro es doble: en energía y en servicios de recogida. «Los hemos instalado en tres campos de refugiados», explica su CEO Oshik Efrati, pero también los venden a particulares, hoteles y bases militares del primer mundo.

H2PRO está desarrollando una máquina generadora de hidrógeno verde, que es, según Bill Gates, «la navaja suiza de la descarbonización». Ya tiene listo un prototipo y en un par de años prevé colocar los primeros equipos a gigantes de la industria como Arcelor Mittal.

Arugga, finalmente, ha sustituido con ventaja a las abejas. Su robot poliniza las flores del tomate en todas las estaciones del año y no es vulnerable ni a las plagas ni a las avispas.

Combatir en todos los frentes

En 1939 el Gobierno británico concluyó que en Palestina no había agua suficiente más que para dos millones de personas. Esta era asimismo la opinión generalizada entre los economistas de la época.

No podían estar más equivocados.

La región alberga hoy a más de 12 millones de personas: ocho en Israel y otros cuatro entre Cisjordania y Gaza. Todos están perfectamente hidratados, pero además Israel exporta miles de litros de agua a Jordania.

¿Y no lo ha conseguido a costa de degradar el entorno? Al contrario. La prosperidad facilita la conservación. Han ganado terreno al desierto con bosques como el de Yatir y están regenerando sus ríos. Los pájaros han vuelto a zambullirse en el Yarkon para alimentarse de sus peces, algo impensable hace dos décadas. Existe también un plan para recuperar el Jordán, que como observó con decepción Henry Kissinger cuando lo visitó, «tiene más fama que agua». Hasta se han reintroducido las bíblicas gacelas en el mismo corazón de Jerusalén.

Israel combate el cambio climático en todos los frentes. Firmó el Acuerdo de París en 2016 y se ha comprometido a reducir en 2050 sus emisiones en un 85% respecto del nivel de 2015. Pero como nos explicó la saliente ministra de Protección Ambiental, Tamar Zandberg, la neutralización del calentamiento global «es un objetivo a largo plazo y los Gobiernos son empresas de corto plazo». Así que, en previsión de que las cosas no acaben saliendo como sería deseable, «hemos aumentado nuestra inversión en adaptación».

No solo es una sabia y cauta decisión, sino probablemente un buen negocio.

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