THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Sufrimos una inflación de celebridades que, como cualquier otra inflación, no es buena

La fama siempre tuvo sus pegas, pero era algo con fundamento, que halagaba la vanidad. Hoy está al alcance de cualquiera que supere el ‘casting’ de un ‘reality’

Sufrimos una inflación de celebridades que, como cualquier otra inflación, no es buena

Georgina Rodríguez es una modelo y empresaria argentina que saltó a la fama como la pareja del futbolista Cristiano Ronaldo en 2017. | Gtres

La escritora Donna Leon tiene prohibido por contrato que las historias de su comisario Brunetti se traduzcan al italiano. Se instaló muy joven en Venecia y no quería «ser famosa allí donde residía». Los vecinos la llaman signora Leon. Ignoran que es una millonaria y célebre novelista. Sus amigos sí lo saben, pero no la leen. A todos los efectos, es una ciudadana más y eso le permite llevar una existencia normal.

El anonimato se ha convertido en el último lujo. Cuando un diario económico quiso publicar un reportaje sobre la tercera generación de banqueros Botín (los hijos y sobrinos de Ana Patricia), uno de ellos llamó a su director de comunicación y le preguntó si no podía prohibirlo.

A la actriz Megan Fox su situación actual le trae a la memoria los años de instituto, cuando tenía a 10 compañeros acosándola permanentemente. «La fama es eso», dice, «pero a escala mundial, con millones de personas», en lugar de unos pocos adolescentes con el equilibrio hormonal alterado.

«Es como ser un prófugo», dice Johnny Depp. «Necesitas una estrategia para todo. Para entrar en el hotel, para salir del hotel, para entrar en el restaurante, para salir del restaurante».

«Mucha gente se pregunta: ¿de qué se queja el tipo del casoplón en la colina?», cuenta George Clooney refiriéndose a sí mismo. «Pero la verdad es que ese tipo está aislado en su casoplón de la colina. No hay otro modo de describirlo. […] Llevo 15 años sin dar un paseo por Central Park, y me apetecería».

¿Cuándo se jodió la fama?

Los sonajeros de la monarquía

La fama cumple una función social: canalizar vocaciones hacia actividades que de otro modo nadie llevaría a cabo. Por ejemplo, las condiciones a bordo de un buque del siglo XVIII eran inconcebiblemente duras. Hacinados en un espacio mínimo, los marineros pasaban del calor al frío sin solución de continuidad. Los víveres y el agua se degradaban rápidamente y, a pesar del zafarrancho de limpieza constante, el escorbuto, el tifus, el cólera y la viruela diezmaban las tripulaciones.

Sin embargo, ¿qué niño inglés no ha soñado con surcar los océanos y emular las gestas de Horacio Nelson? Lo mismo cabe decir de los científicos que se consumen en un oscuro cobertizo, como hicieron Marie y Pierre Curie, acarreando e hirviendo toneladas de pecblenda durante años hasta obtener un decigramo de cloruro de radio.

Por suerte, la vanidad es un potente motivador. Por eso instituyó Napoleón la Legión de Honor y, cuando uno de sus asesores sugirió despectivamente que las medallas eran «los sonajeros de la monarquía», lo desafió a que citara una república antigua o moderna donde no hubieran existido. «Con esos sonajeros se gobierna a las personas», le dijo. «¿O cree que se las puede arrastrar a la batalla mediante la persuasión? Eso puede servir para el erudito en su biblioteca. El soldado busca la gloria».

La industria del entretenimiento

La gloria fue durante siglos el modo de reconocer un esfuerzo. Para conquistarla, tenías que hundir la flota hispanofrancesa en Trafalgar, sintetizar el radio o cruzar el Atlántico en una avioneta. Fue justamente a raíz de esta gesta de Charles Lindbergh cuando todo cambió. El público devoraba cualquier aspecto de la vida del piloto: su familia, sus aficiones, sus ideas. Los medios de comunicación se dieron cuenta de que el apetito de celebridades era insaciable, y no podían esperar a que las guerras, la física o la aviación se las procurasen, así que cuando se les acabaron las de verdad, empezaron a fabricarlas.

La fama se contrae ahora como una enfermedad venérea o se dispensa directamente en laboratorios como Gran Hermano y La isla de las tentaciones. La industria del entretenimiento ha obrado el prodigio de disociar el mérito de la celebridad. Ya no hace falta destacar en nada para ser portada de una revista. Es más, la nueva popularidad se ha revelado más resistente que la tradicional. Un mal partido o un escándalo arruinan la reputación de un tenista o un futbolista, pero no hay nada que Rociíto o Paquirrín puedan hacer que socave su notoriedad (al revés).

La conquista de la geografía urbana

Naturalmente, que le pongan tu nombre a una calle o que te erijan una estatua en una plaza es distinto. Sigue habiendo que superar filtros más o menos exigentes, pero la propia geografía urbana ha ido cediendo al empuje de la mercadotecnia. Empapelamos los vagones del metro con anuncios, subastamos el nombre de los estadios al mejor postor, dejamos que Kentucky Fried Chicken plante su logotipo en las bocas de incendio y hasta buscamos patrocinios para los coches de la policía.

Esta última idea plantea un conflicto de interés más o menos evidente: si una multinacional le costea la flota de vehículos a las fuerzas de seguridad, ¿no cabe la posibilidad de que reciba en el futuro un trato de favor? Pero en el resto de los casos, ¿cuál es el inconveniente? El agua fluye sin problema de las bocas de KFC, el metro nos lleva igual a casa y la afición del Atlético no se siente menos identificada con sus colores porque el Metropolitano se llame Wanda o Civitas.

Por eso, cuando hace unos años Nike propuso embutir la estatua de Colón en una camiseta del Barça, el ayuntamiento de la ciudad condal no vio inconveniente. «Nos parecía que nos aportaba unos ingresos importantes para hacer las actuaciones que tenemos que hacer», declaró en una emisora el teniente de alcalde de Hábitat Urbano. Es más, no descartó ampliar la explotación comercial a la Sagrada Familia. «Si se plantean actuaciones que comporten un beneficio para la ciudad», argumentó, «es posible que lo hagamos».

Inflación de celebridades

La fama siempre tuvo sus pejigueras, pero al menos era algo consistente y con fundamento, que halagaba la vanidad. Hoy está al alcance de cualquiera que supere el casting de un reality o salga con el antiguo novio de una hija de la exmujer de un cantante. Vivimos una inflación de celebridades que, como sucede con cualquier inflación, distorsiona las señales que guían la asignación del recurso más importante: el talento. Los niños prefieren ahora ser youtubers a ingenieros o bomberos.

También les gusta el dinero rápido y fácil, y en eso tiene mucho que ver la mercantilización de determinados espacios. Al convertir la estatua de Colón en soporte publicitario, ya no estamos diciendo a nuestros hijos: «Si haces algo grande, si perseveras en la adversidad y te sacrificas como él, quizás algún día tú también tengas tu propio monumento». Les estamos diciendo: «Para estar ahí arriba no hace falta descubrir América. Basta con que aportes unos ingresos importantes para que el teniente de alcalde haga las actuaciones que tiene que hacer».

Y si la notoriedad solo proporciona incomodidades y para conseguirla da lo mismo que seas cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón, ¿quién no entiende el hartazgo de Donna Leon, los Botín, Megan Fox, etcétera?

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D